lunes, 22 de agosto de 2011

De como me volví pastor


No vengo aquí a vender paraísos pérdidos
Decir la verdad -La mía-, es mi obligación
Soy responsable del timón pero no de la tormenta
José López Portillo
VI Informe de Gobierno

Parte IV de Crónica de 30 años de crisis initerrumplida 1982-2012

Acabó 1982, pero la crisis estaba apenas comenzando. Mi tío el loco Graco seguía inspirado y la realidad política nacional le daba material de sobra para los versos que componía en el aire. En esos primeros días de 1983, el poemilla maldito que andaba recitando decía, Jolopito, no sea llorón, ladre menos, defienda a la nación. Mi papá y los tíos se permitían sonreír cuando lo escuchaban, pues había un nuevo monarca y López Portillo ya no pintaba nada. Para tranquilizar un poco a la gente que había perdido todo en los meses previos, De la Madrid empezó su gobierno con “ánimo renovador”, pero no vayan a pensar que se trataba de revisar la vida nacional, o democratizar el partido de Estado. No. Era una renovacioncita, moral le decían, y tenía por fin según esto combatir la corrupción. El chivo expiatorio de la crisis que agobiaba a los mexicanos era El Negro Durazo, quien había fungido como Director de Policía y Tránsito en la Ciudad de México durante el sexenio de López Portillo. Empezando por el apodo y terminando con el oficio, no se imaginaba uno en esos años a alguien más malo que El Negro Durazo. Por eso, durante el sexenio de López Portillo, al DF mejor ni ir. Había matanzas y todo ahí, y como se sabría después, El Negro estuvo siempre involucrado. Como la matanza del Río Tula, en enero de 1981. Imagínense nomás, doce muertos. Fue tan grande la sacudida que hasta película se hizo sobre el asunto. Como aquel otro descubrimiento de cadáveres en 1964 en San Felipe del Rincón, en Guanajuato, los de Las Poquianchis ¿Se acuerdan? También fue tan duro el trauma que llegó a libro y película. Fácil se imagina uno a las mamás clasemedieras de los setenta, advirtiendo a las hijas: Cómete la sopa o te van a llevar Las Poquianchis. O las de la segunda mitad de los ochentas, hijo pórtate bien o te roba El Negro Durazo. Porque si, comía niños como Idi Amín, que también es de esos años ¿Cómo ven? Como ha cambiado el país, que si se hiciera ahora una película de cada matanza, seguramente habría un auge encabronado de la industria cinematográfica nacional.

Allá lejos, en Chiapas, no nos enterábamos de los entresijos de la política nacional más que por uno que otro número de la revista de Los Agachados de Rius que llegó de alguna forma a la casa. Pero de Los Agachados recuerdo más bien asuntos de política internacional. Entre brumas me acuerdo del número donde se habla del escándalo del Watergate, caricaturizada la cinta incriminatoria como un buñuelo. Me acuerdo también de otro, que comienza con la pregunta ¿Quién fue César Augusto Sandino? Y la figura del político burgués de siempre de Rius contestando, Fue un hijo de la censurado. En fin, que por eso vía no había información. Pero gracias a dios, hasta allá hasta allá donde vivíamos llegaba la Alarma! La vendían en un carro, un vocho que recorría las calles del pueblo con una bocina, voceando los titulares de tan importante medio de comunicación de aquellos años: Mocháronle la choya, encontraron un mujercito a su lado. Violóla, matóla y luego suicidóse, la pérfida era infiel. Cambia a su esposa vieja por dos chicas jóvenes, las cínicas se dicen señoritas. Y así por el estilo. Para el caso de El Negro, una de tantas portadas que le dedicaron decía precisamente, A Idi Amin Durazo lo espera la cárcel, Corrupto Saqueador de México, el Pueblo espera su castigo. O, por si alguien tenía dudas, Durazo y Sahagún Baca ordenaron la matanza del Río Tula. En el primer caso aderezado con fotografías panorámicas de las propiedades de ensueño del malévolo Durazo, y en segundo con las fotografías de los cadáveres de los narco colombo-mexicanos ejecutados. Y mientras eso pasaba y Durazo huía, y su jefe de escoltas nos enteraba del detalle de la corrupción con su libro sobre El Negro, y se filmaba la película respectiva, con los policías de albañiles celebrando el día de la Santa Cruz, la crisis arreciaba. Los precios subían de golpe y de un día para otro y no había como asegurar el abasto, de las cosas que no se producían ahí. Con la comida más o menos la librábamos los domingos de mercado, cuando bajaba la gente de las rancherías a vender maíz, frijol, gallinas, huevos y verduras. Entre semana a las 6 de la mañana pasaba la señora con la canasta de pan y el sonsonete ¿Va a comprá pan? Un poco después venía otra que decía ¿Va a queré crema y queso? Y en la noche pasaba Doña Rosa gritando por la calle ¡Tamalitos de bola y chipilín! Todo lo anterior a precio accesibles y con coitán, es decir, con pilón para los clientes frecuentes. Hagan de cuenta como las tarjetas de puntos de Soriana. De vez en cuando además, se dejaban caer las juchitecas desde el istmo, con sus canastas rebosantes de camarón y pescado seco, acompañados de los totopos de maíz. Pero el abasto de todo lo demás era una bronca. El azúcar por ejemplo. No te la vendían en las tiendas a menos que compraras otras cosas. Algo así como si compra yo-yos de colores le vendemos azúcar. El nescafé. El jabón Corona, o de pan como le decía la gente, o el jabón de polvo o Ariel que estaba apenas entrando y conquistando a las lavanderas del pueblo. Se supone que había un control de precios con supervisores y toda la cosa, pero como que no muy funcionaba. En la tienda de mi abuelo había dos medidas para contrarrestarlo: una clave que era negro y azul, donde cada letra era un dígito del cero al nueve, para poder poner los precios reales en las latas y frascos. Y un billete siempre listo para la visita del inspector de la Secofi. A esos mis siete años del 83, me tocó una vez que estaba en Villahermosa en la tienda del abuelo, cobrando y mascando chicle, y me dijo mi abuelito querido que iba ahí nomás a la vueltecita, al andén por donde entraba el carretón de la basura del mercado Pino Suárez, a arreglar algo. Que si llegaba el inspector le diera un billetito de a cien pesos. Total que mi abuelo saliendo y el inspector entrando, y yo con mis siete años de encargado, y él que se identifica y me empieza a preguntar los precios del nescafé, el jabón de polvo y el azúcar, y yo tartamudeando y tratando de agarrar el billete disimuladamente y pasárselo, hasta que se desesperó y me dijo, ya dame el billete, y para la otra ponte buzo. Ya casi acababa 1983, así que la renovación moral y los comerciales de Justino Morales como que habían valido un poco madre. La única media chance de hacerse de estos productos en Tuxtla era caerle a la tienda del ISSSTE a la que tenía derecho un tío, salir corriendo al enterarse de una nueva alza en los precios, pues ahí se tardaban un poquito más en actualizarlos. O estar pendientes de cuando llegara el camión que surtía a la CONASUPO, y comprar un poco, racionado, antes de que el encargado revendiera todo a los tenderos del pueblo. Una chinga pues. Muchos días no hubo azúcar, y otros mi papá no tomó su nescafé, y mi mamá lavó la ropa con el jabón de pan que tanto le molestaba, pues no hacía espuma, no tenía chaca chaca.

Esa precaria situación, hizo que me padre santo retomara los valores del rancho donde creció, y significó una nueva carga de trabajo para el suscrito y su carnal, pues a mediados de ese año compró ocho patos, diez gallinas, un gallo, quince borregas, un borrego y un chivo maligno, quesque para garantizarnos la comida por si las cosas se ponían peor. Y entonces fue que me volví pastor.

Y con la pastoreada llegó la música.