jueves, 10 de noviembre de 2011

Miss Sinaloa

A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, pegadito a la mera zona industrial de Mazatlán, hay una colonia de paracaidistas, con casas precarias de madera y cartón. De una de ellas sale una mujer, una niña casi, enfundada en blusa blanca y mezclilla negra, asentadas en altisímas zapatillas de tacón.

A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, hay una camioneta Ford Explorer blanca, con los vidrios polarizados y sin placas. La niña-mujer aborda el vehículo donde se alcanza a distinguir apenas la silueta del chofer, que deja constancia de su autoridad y prepotencia con el acelerón y rechinido de llantas con que se va.

A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, al lado de donde sale el Mazatún para todo México, había una mujer, que se fue quien sabe para donde.

Se adivina con quien.

El Estero se llama El Infiernillo, con nombre que sabe más a confesión.


martes, 8 de noviembre de 2011

Apuntes de viaje: La vez que no había retorno

Fui a Culiacán otra vez. Mazatlán representa sin duda la zona de transición entre mesoamérica y aridoamérica en todos los sentidos. 100 kms al norte el paisaje y el acento cambian. Puro Sinaloa compa. 100 kms al sur, en Escuinapa, puedes sentirte casi como en casa. Me acuerdo la primera vez que fui a un pueblo pesquero que está en las Marismas Nacionales, hace como 5 años. Andaba atravesando una etapa de nostalgia feroz del sur, y el desorden y la vida de Escuinapa me hicieron sentir allá. Lo mejorcito fue cuando hablé con una doña del pueblito, y me empezó a platicar de un daño que le habían hecho, que la tenía enferma y sin ganas de nada. Tenía un sapo en la panza. Hola sapo en la panza, pensé. Nos volvemos a encontrar después de treinta años y como dos mil kilómetros de por medio. Estoy casi seguro que era el mismo que atosigaba sin tregua a Tere, una jovencita de Berrio que ayudaba a mi mamá con el aseo, y nos aterrorizaba a nosotros con las historias de aparecidos y hechiceros. Según ella, don Daniel, el que siempre estaba parado en la esquina a media cuadra de la casa, se transformaba en cochi. De seguro eso explicaba la peste de su hogar. Su papá lo hacía a la vista de la gente, él no. Él nomás con los que se la hacían de tos, se les aparecía luego. Tocaban a tu puerta y al asomarte lo único que veías era una cochón feroz. Y entonces a rezar y correr, con una biblia abierta, para tener alguna posibilidad de librarla. Así que imagínense la alegría y el gusto de sentirme como en casa al recobrar esas historias. Hacia el sur viajo entonces con gusto, y hacia el norte no tanto. El problema se agudiza además porque estoy cargado de prejuicios. Llegó a algún lugar y de volado hago propios los estereotipos y lugares comunes. Así, en Mazatlán con esa su dinámica de frontera que le da el ser puerto y lugar turístico, uno sobrevive. Aunque la violencia crezca a ratos y te hagan sentir que ya nada tiene remedio. En Culiacán en cambio, uno se siente ajeno, entre la ropa y música norteña, las camionetotas y la agresividá para manejar, prefiero ir cuando es indispensable. Además porque en los tres años que llevó acá han cerrado como tres veces la autopista por tiroteos y pues para que le buscamos.

Desde la salida y hasta Estación Dimas que está pasando el kilómetro 60 de más de doscientos, el paisaje es el   que rodea mi pueblo. La selva seca que sólo reverdece con las lluvias, con los mismos árboles, casi los mismos nombres y los mismos usos, tal palo que sirve para poste, tal otro para leña. Atraviesan la carretera las urracas y chachalacas de por allá, y también acá gritan que no hay cacao. En ese primer tramo literalmente languidecen a orillas de la autopista cuatro o cinco comunidades. Una de ellas, El Pozole, sobrevive en torno a la vieja y derruida estación de trenes que daba vida a la microregión. Se acabaron los trenes de pasajeros en el remate neoliberal, y ahora los únicos visitantes que se ven pasar son los migrantes que van colgados del tren, sin esperanza. El sur de Sinaloa ha sido excluido del desarrollo, escucho cada dos por tres. Y si por desarrollo se entiende presas y distritos de riego, pues si. Nada más pasar Estación Dimas comienzan a extenderse hasta donde la vista alcanza los campos agrícolas tecnificados. Cientos y cientos de hectáreas de maíz híbrido o transgénico que en apretadísima sucesión dan la impresión de que las cifras sobre importación de granos básicos no pueden ser ciertas. Pero son. En cada cerco una placa de Monsanto o Pioonner señalando que ahí se siembra tal o cuál semilla patentada por ellos y que da mejores rendimientos. Y de la localidad de Costa Rica hacia el norte, los últimos 80 o 100 kilómetros del recorrido, los campos agrícolas están aderezados por miles de invernaderos dónde se producen los tomates y hortalizas que todos consumimos. Como para dar miedo la cantidad de agroquimicos que está anunciados a orilla del camino. Sinaloa es un poco como Sonora y tantos otros lugares del país, que miran sobre todo y ante todo hacia si mismos. Así, en los noticieros de la radio mazatleca predominan las noticias sobre la pesca y el turismo, cuando y como se levanta la veda de camarón, cuantos gringos y canadienses van a invernar acá. En cuanto comienzas a sintonizar las radios culichis, la temática cambia, como está el precio de la semilla, cuanta agua hay en las presas.

Generalmente viajo hacia Culiacán temprano y regreso cayendo la tarde, con el sol metiéndose en el mar de Playa Ceuta. Cada que paso por ahí no puedo evitar recordar la rolita de Manu Chao, y me dejo arrastrar un poco por la nostalgia del sur profundo donde crecí. Como para oír la canción mixteca y enjugar con pudor una lagrimita. Pero como he contado en otra ocasión, el hogar está ahora dónde están Adriana y los niños, y frecuentemente me asalta la duda de si el regreso a los mares del sur no será la crónica de una decepción anunciada, cuando vea que nada es como solía ser, que el país todo está como está. El otro día que fui a Culiacán aprecié más que nunca el hogar mazatleco, pues no podía regresar. Me cae. Salir de Culiacán por el libramiento de la Ley del Valle fue un martirio. Iba en la camioneta grande, para estar a tono con el entorno, y cerca del aeropuerto, dónde están construyendo el puente que no va ninguna parte derrapé y casi le pego a un poste de luz. La libré apenas, para distraerme unos metros  más adelante y estar a punto de estamparme en un carro de esos deportivos de vidrios polarizados con los que más vale no meterte. En el crucero de la Ley había un tráfico encabronado, y con la vuelta al horario real empezó a oscurecer sin que dejara la zona suburbana de la ciudad, generándome una sensación de apremio y de que las cosas podían salir mal y era mejor y más prudente estar en casa. Al llegar a la caseta de Costa Rica, no había paso. Según que se había derramado amoníaco sobre la carretera y quien sabe a que hora se podría pasar. Que esperaba o me iba por la libre. Por la sierra. Por la sierra de Sinaloa, en la carreterita estrecha que usan los traileros para ahorrarse una lanita. ¿Cuanto va a tardar? Pregunté. No sabemos, contestó el de la caseta, pero ya casi sale para allá el equipo de limpieza. Pucha. Ni siquiera había salido, así que decidí atravesar Costa Rica e  irme por la libre. Para esas alturas me sentía como Truman tratando de salir de su pueblo, con todo en contra. Falta un incendio, pensé, pero no, empezó a llover. Con la lluvia y la falta de conocimiento termine enfilado hacia Los Mochis. Empecé a considerar quedarme en el primer hotel que se me atravesara y no seguir retando al destino. Decidí hacer un último intento y retomé el camino hacia Costa Rica. Atravesé el pueblo pensado en que era igualito que Miguel Alemán, el pueblo de la costa de Hermosillo donde viven los jornaleros agrícolas. Expendio tras expendio de Tecate y Pacifico, gente en las calles con la mirada perdida, pensando de  seguro, como yo, en el sur donde crecieron y lo lejos que ahora están. Salí del pueblo y en la carretera que conecta con la libre. De repente, a mi izquierda, se alzó una barda como de fortificación alemana de la segunda guerra mundial, que se extiende durante muchos cientos de metros. Este es el rancho del Mayo que tiene en Costa Rica, pensé, y mejor aceleré pensando en que iba a atravesar parte de la sierra con noche cerrada.

A esas alturas ya estaba muy preocupado, dudando de la posibilidad de llegar a Mazatlán ese día o cuando fuera. Como siempre que viajo llevo el ipod y el aparatito que transmite en FM, decidí poner música para relajarme en la vida y concentrarme en el camino ¿Qué pongo? Pensé ¿Alguien en particular, una lista, las 25 más escuchadas? Ya me las sé todas, y de repente si dejo la reproducción aleatoria me llevo una buena sorpresa. Decidí hacer eso, pero para no andar retando de más al destino, dejé que corrieran las canciones en orden alfabético. Escuché al Rockdrigo (Acerca de mi, acerca de ti), Sabina (Ahora que...), Silvio (Al final de este viaje) me dio escalofrío; Manu Chao (Amalucada vida) y otras que comienzan con A que me metían un poco más de presión, progresivamente, con la sensación de que algo iba a pasar, de que no podía ser así nomás porque sí toda esta cadena de obstáculos y casualidades, que quien sabe si algún día iba a llegar a Mazatlán a mi casa con los míos, o si me iba a quedar en otro espacio recorriendo por siempre la carretera Federal 15, tan lejos del sur, en territorio narco, en la camioneta Ram . A lo mejor ya me morí y esto es el infierno, pensé.  Se terminó otra rola que comenzaba con A, y mientras veía a lo lejos entre la lluvia un letrero de esos verdes que nombran las localidades de orilla de la carretera, todavía ilegible por la distancia y el agua que escurría en el parabrisas, se hizo un silencio en la cabina. Cuando estaba a punto de tomar con precaución el ipod para ver que pasaba que no seguía, llegué a suficiente distancia del letrero como para leerlo. Mientras se formaba en mi mente la palabra que tenía el letrero verde de orilla de la carretera, salió la mismísima palabra del ipod en un proceso de sincronización perfecta: Baila, decía el letrero, Baila baila bailarina cantó Víctor Manuel. fue tan abrupto el asunto y me trajo tantos y tan chidos recuerdos, que sentí perfecto como se rompía el maleficio, y tuve entonces la certeza, ahora sí, que llegaría a Mazatlán a abrazar a Víctor, Joaquín y Adriana. Así pasó. Días después verifiqué en el google earth y si, si existe a orillas de la carretera federal 15 una localidad que se llama Baila. Y de la canción de Víctor Manuel pues ni que decir.

martes, 13 de septiembre de 2011

Martes

Resulta que yo no quería ir pero no tuve opción. Cada vez me pasa más lo mismo, hago cosas que no quiero porque debo. Nomás que estos menesteres no son de los que dejan satisfacción, son de los otros, de los que se tienen que hacer y ya. De por si me caen mal las personas que vi hoy, pero el pelón estaba especialmente inspirado. Sabe de todo y de todo opina, en una vertiginosa sucesión de juicios sumarios, que además son bien pendejos. De lo poco que hay que reconocerle, es que de repente es autocrítico. Lo malo es que hasta cuando es autocrítico se halaga. Soy como el nombre 999 de Alá, dijo ¿Cómo es eso? preguntó un incauto. Insoportablemente inolvidable, contestó el pelón con su media sonrisa mamila. Así tal cual, se los juro, cuanto desearía estarlo inventando, nomás por el puro gusto de desparramar las palabras por los blancos campos de las entradas nuevas. Pero no. Pasó. Y seguirá pasando. Ayer estuve pensando en la polémica generado por Pablo Milanés. Dejando de lado lo desproporcionado de sus reacciones ante la crítica, lo inoportuno del lugar y el modo, puede que muy en el fondo, tenga un poquito de razón. El chiste es que coincido en que no debió decirlo ahí, ni de esa forma, ni sacarse tanto de onda cuando se lo hicieron ver. Pero bueno, me queda más que claro que uno tiende a colgarle puras virtudes a los tipos que admiramos, y resulta que como siempre, pues son igual que uno y todos, llenos de broncas y contradicciones. Pero se los comento en este martes 13 porque en una de las críticas que le hicieron y que se publicaron en algún portal de noticias cuyo nombre se me escapa en este momento, citaron una frase que se me grabó, aunque no se me quedó el nombre del autor: El que no vive como piensa, acaba pensando como vive ¿Cómo ven? ¿Será? Pensé, con la entonación que le damos en Chiapas cuando queremos decir, no, no me chingues, pero como te estimo te lo digo así, como invitándote a la reflexión. Pero en esta ocasión en el será asomaba la duda verdadera ¿Será? Si. No. Saber. Así estuve ayer, piense que te piense, imaginando que un día cualquiera me levantaba con unas ganas irrefrenables de votar por el partido en el poder, o de ponerme a privatizar un ejido, un manantial, o una avecilla de colores, con ganas locas de quedarme viendo feo a la gente que se busca la vida en la joda cotidiana negando con la cabeza en actitud reflexiva, pensando mientras tanto en que están pobres porque quieren. Como que no. No. Si. Saber. Pero esa es la única razón por la que aprecio encontrarme con gente como el pelón. Son tan deleznables y desagradables, que se vuelven el mejor antídoto contra la ojetez. O bueno, el segundo mejor antídoto, porque el primero son los hijos. Al momento Joaquín por lo que dice, cuando lo dice y como lo dice, y Víctor por como ríe, echa desmadre e intenta decir. El otro día mientras llevaba a Joaquín a la escuela, íbamos escuchando la versión de Jessy Bulbo de la cancioncita esa infantil que se llama comal. En una partecita dice, las flores para las niñas, las niñas para los niños, los niños para el trabajo. En esa parte que se sonríe mi hijo y me dice, que tontos, no saben que las niñas también trabajan. Y antes los niños, las niñas y los papás trabajaban pero como esclavos, hasta que Hidalgo sacó una ley que prohibía que hubiera esclavos y que decía que iban a matar a los que los tuvieran ¿Cuando vamos a ir a San Miguel a ver la casa de Allende? Porque la tumba de Zapata ya me dijiste que está cerca de la casa de bis (de su bisabuela) y que vamos en diciembre, pero de Allende no me has dicho cuando. Y a dónde si vamos a tardar más en ir pero tengo muchas ganas es a Chile, a buscar la tumba de Manuel Rodríguez, concluyó. Tiene cinco años, casi seis. Así que no, el que no vive como piensa, no siempre acaba pensando como vive, a menos que desde siempre y muy adentro de si mismo, haya guardado un pequeño hijueputa. Estoy casi convencido que no es mi caso, y con esa dulce cuasicerteza me voy a dormir. Además mañana viajo, agarro carretetera en punto de las seis. Le había estado sacando la vuelta a otro de esos compromisos, sin mediar explicaciones, que tampoco me pedían. Pero de puro buey abri la boca el otro día y dije que no iba porque era muy temprano y me hacían agarrar carretera a las cinco, y la oscuridad y las carreteras de estos lares son un poco como el revólver de la ruleta rusa. Así que muy oronda se me quedó viendo la señora, y me dijo, pues haberlo dicho antes, lo recorremos una hora, a las seis ya amanece. Así que carretera de cuota, esperáme tantito que duermo unas horitas y ahí te voy.

Ciao.

lunes, 22 de agosto de 2011

De como me volví pastor


No vengo aquí a vender paraísos pérdidos
Decir la verdad -La mía-, es mi obligación
Soy responsable del timón pero no de la tormenta
José López Portillo
VI Informe de Gobierno

Parte IV de Crónica de 30 años de crisis initerrumplida 1982-2012

Acabó 1982, pero la crisis estaba apenas comenzando. Mi tío el loco Graco seguía inspirado y la realidad política nacional le daba material de sobra para los versos que componía en el aire. En esos primeros días de 1983, el poemilla maldito que andaba recitando decía, Jolopito, no sea llorón, ladre menos, defienda a la nación. Mi papá y los tíos se permitían sonreír cuando lo escuchaban, pues había un nuevo monarca y López Portillo ya no pintaba nada. Para tranquilizar un poco a la gente que había perdido todo en los meses previos, De la Madrid empezó su gobierno con “ánimo renovador”, pero no vayan a pensar que se trataba de revisar la vida nacional, o democratizar el partido de Estado. No. Era una renovacioncita, moral le decían, y tenía por fin según esto combatir la corrupción. El chivo expiatorio de la crisis que agobiaba a los mexicanos era El Negro Durazo, quien había fungido como Director de Policía y Tránsito en la Ciudad de México durante el sexenio de López Portillo. Empezando por el apodo y terminando con el oficio, no se imaginaba uno en esos años a alguien más malo que El Negro Durazo. Por eso, durante el sexenio de López Portillo, al DF mejor ni ir. Había matanzas y todo ahí, y como se sabría después, El Negro estuvo siempre involucrado. Como la matanza del Río Tula, en enero de 1981. Imagínense nomás, doce muertos. Fue tan grande la sacudida que hasta película se hizo sobre el asunto. Como aquel otro descubrimiento de cadáveres en 1964 en San Felipe del Rincón, en Guanajuato, los de Las Poquianchis ¿Se acuerdan? También fue tan duro el trauma que llegó a libro y película. Fácil se imagina uno a las mamás clasemedieras de los setenta, advirtiendo a las hijas: Cómete la sopa o te van a llevar Las Poquianchis. O las de la segunda mitad de los ochentas, hijo pórtate bien o te roba El Negro Durazo. Porque si, comía niños como Idi Amín, que también es de esos años ¿Cómo ven? Como ha cambiado el país, que si se hiciera ahora una película de cada matanza, seguramente habría un auge encabronado de la industria cinematográfica nacional.

Allá lejos, en Chiapas, no nos enterábamos de los entresijos de la política nacional más que por uno que otro número de la revista de Los Agachados de Rius que llegó de alguna forma a la casa. Pero de Los Agachados recuerdo más bien asuntos de política internacional. Entre brumas me acuerdo del número donde se habla del escándalo del Watergate, caricaturizada la cinta incriminatoria como un buñuelo. Me acuerdo también de otro, que comienza con la pregunta ¿Quién fue César Augusto Sandino? Y la figura del político burgués de siempre de Rius contestando, Fue un hijo de la censurado. En fin, que por eso vía no había información. Pero gracias a dios, hasta allá hasta allá donde vivíamos llegaba la Alarma! La vendían en un carro, un vocho que recorría las calles del pueblo con una bocina, voceando los titulares de tan importante medio de comunicación de aquellos años: Mocháronle la choya, encontraron un mujercito a su lado. Violóla, matóla y luego suicidóse, la pérfida era infiel. Cambia a su esposa vieja por dos chicas jóvenes, las cínicas se dicen señoritas. Y así por el estilo. Para el caso de El Negro, una de tantas portadas que le dedicaron decía precisamente, A Idi Amin Durazo lo espera la cárcel, Corrupto Saqueador de México, el Pueblo espera su castigo. O, por si alguien tenía dudas, Durazo y Sahagún Baca ordenaron la matanza del Río Tula. En el primer caso aderezado con fotografías panorámicas de las propiedades de ensueño del malévolo Durazo, y en segundo con las fotografías de los cadáveres de los narco colombo-mexicanos ejecutados. Y mientras eso pasaba y Durazo huía, y su jefe de escoltas nos enteraba del detalle de la corrupción con su libro sobre El Negro, y se filmaba la película respectiva, con los policías de albañiles celebrando el día de la Santa Cruz, la crisis arreciaba. Los precios subían de golpe y de un día para otro y no había como asegurar el abasto, de las cosas que no se producían ahí. Con la comida más o menos la librábamos los domingos de mercado, cuando bajaba la gente de las rancherías a vender maíz, frijol, gallinas, huevos y verduras. Entre semana a las 6 de la mañana pasaba la señora con la canasta de pan y el sonsonete ¿Va a comprá pan? Un poco después venía otra que decía ¿Va a queré crema y queso? Y en la noche pasaba Doña Rosa gritando por la calle ¡Tamalitos de bola y chipilín! Todo lo anterior a precio accesibles y con coitán, es decir, con pilón para los clientes frecuentes. Hagan de cuenta como las tarjetas de puntos de Soriana. De vez en cuando además, se dejaban caer las juchitecas desde el istmo, con sus canastas rebosantes de camarón y pescado seco, acompañados de los totopos de maíz. Pero el abasto de todo lo demás era una bronca. El azúcar por ejemplo. No te la vendían en las tiendas a menos que compraras otras cosas. Algo así como si compra yo-yos de colores le vendemos azúcar. El nescafé. El jabón Corona, o de pan como le decía la gente, o el jabón de polvo o Ariel que estaba apenas entrando y conquistando a las lavanderas del pueblo. Se supone que había un control de precios con supervisores y toda la cosa, pero como que no muy funcionaba. En la tienda de mi abuelo había dos medidas para contrarrestarlo: una clave que era negro y azul, donde cada letra era un dígito del cero al nueve, para poder poner los precios reales en las latas y frascos. Y un billete siempre listo para la visita del inspector de la Secofi. A esos mis siete años del 83, me tocó una vez que estaba en Villahermosa en la tienda del abuelo, cobrando y mascando chicle, y me dijo mi abuelito querido que iba ahí nomás a la vueltecita, al andén por donde entraba el carretón de la basura del mercado Pino Suárez, a arreglar algo. Que si llegaba el inspector le diera un billetito de a cien pesos. Total que mi abuelo saliendo y el inspector entrando, y yo con mis siete años de encargado, y él que se identifica y me empieza a preguntar los precios del nescafé, el jabón de polvo y el azúcar, y yo tartamudeando y tratando de agarrar el billete disimuladamente y pasárselo, hasta que se desesperó y me dijo, ya dame el billete, y para la otra ponte buzo. Ya casi acababa 1983, así que la renovación moral y los comerciales de Justino Morales como que habían valido un poco madre. La única media chance de hacerse de estos productos en Tuxtla era caerle a la tienda del ISSSTE a la que tenía derecho un tío, salir corriendo al enterarse de una nueva alza en los precios, pues ahí se tardaban un poquito más en actualizarlos. O estar pendientes de cuando llegara el camión que surtía a la CONASUPO, y comprar un poco, racionado, antes de que el encargado revendiera todo a los tenderos del pueblo. Una chinga pues. Muchos días no hubo azúcar, y otros mi papá no tomó su nescafé, y mi mamá lavó la ropa con el jabón de pan que tanto le molestaba, pues no hacía espuma, no tenía chaca chaca.

Esa precaria situación, hizo que me padre santo retomara los valores del rancho donde creció, y significó una nueva carga de trabajo para el suscrito y su carnal, pues a mediados de ese año compró ocho patos, diez gallinas, un gallo, quince borregas, un borrego y un chivo maligno, quesque para garantizarnos la comida por si las cosas se ponían peor. Y entonces fue que me volví pastor.

Y con la pastoreada llegó la música.

lunes, 18 de julio de 2011

Lunes

De por sí los lunes no me gustan. Cuando llevo varias semanas cargaditas de trabajo al hilo, menos. Me comienzan a arruinar las cosas desde la tarde del domingo, cuando empiezo a recordar la lista de pendientes. Tendría que aprender yoga o algo, que me permita ignorarlos para siempre. Otra opción sería trabajar en un museo. Hoy es de esos lunes que saben un poquito más amargos, pues regreso a donde siempre después de prácticamente dos semanas fuera. Para colmo, este lunes todavía no cuaja, entre las leves vacaciones y el viaje exprés de mañana el DF, nomás no. Agarro la lista de pendientes y hagan de cuenta que estuviera escrita en arameo.

Lo que son las cosas, antes, cuando niño y joven, los que no me gustaban eran los domingos. Como les conté en otra ocasión, me parecían un día enmedio de la nada, un puente apenas entre el sábado de desmadre y el lunes de inicio de semana. Desde niño los recuerdo así, con el calorcito de verano que me tumbaba en la cama al mediodía, escuchando a lo lejos la música de marimba, que lo mismo era por un festejo que amanecía en su tercer día (celebremos con gusto señores) que por un cortejo fúnebre que avanzaba lentamente sobre la calle central, hacia el rumbo de los conos de la CONASUPO, derechito hacia el panteón (adiós muchachos compañeros de mi vida). Ahora los domingos son Joaquín y Víctor, Adriana: la felicidad pues.

Pero hoy es lunes.

martes, 12 de julio de 2011

Apuntes de viaje: La Habana II

El primer día hubo sol. Como todavía no empezaban de lleno las actividades del Congreso, cambié los pesos y los euros que llevaba (sale más o menos igual) y me apersoné en la entrada del hotel para platicar con los porteros y ver para donde y como podía moverme para conocer La Habana. Resulta que en concordancia con lo que sucede en la economía toda, en La Habana hay tres tipos de taxis: los primeros son carros de modelo reciente, oficiales y pertenecientes al Estado, el chofer es empleado público y se cobran en los pesos convertibles que equivalen a un dólar (cucs) y supuestamente deberían funcionar con taxímetro, que no me tocó ver a nadie usando. Los segundos son "piratas", sus dueños son familiares de personas que obtuvieron la autorización (y en algunos casos facilidades de pago) por parte del Estado para adquirirlos después de años al servicio de la revolución, se cobran también en cucs y también son modelos no muy antiguos, de los noventas. Los últimos son los carros que hasta hace unos días eran los únicos de libre compra-venta, modelos 59 y anteriores, que la iniciativa e ingenio del pueblo cubano ha mantenido funcionando en estas décadas a pesar del bloqueo, se cobran en los que los cubanos llaman Moneda Nacional (MN) y dan servicio colectivo. Para que se den una idea, 1 cuc equivale a 25 pesos MN. Según lo que pude averiguar los salarios oscilan entre los 400 pesos MN (los porteros) y los 1000 pesos MN (los maestros universitarios).

Previa negociación con un mulato de nombre ruso que tenía un taxi “pirata” (25 cucs por 4 horas), me lancé a la aventura de conocer La Habana. Recorrimos los lugares de cajón, la Plaza de la Revolución, el lugar donde está el Granma (en ese vino Fidel de tu país a liberarnos), mi sorpresa ante su tamaño, tratando de visualizar a 82 personas ahí. El museo de la revolución (por fuera) la plaza donde está un tanque de guerra (“con el que Fidel bajó a un avión yanqui en Playa Girón”). No resistí el cliché de tomarme un helado en Copellia (1.50 cucs). La Habana Vieja, con sus edificios coloniales con el paso del tiempo bien marcado. Casi ninguno con pintura nueva pero todos vivos, habitados. La plaza frente a Catedral donde tomé en dos minutos una tacita de café fuerte, amargo. Enseguida pedí un refresco de cola y casi me desmayo cuando me sirvieron una coca, envasada en México para acabarla de chingar. El “paladar” El Guajirito para comer picadillo, con arroz y frijoles, o congrí como le dicen los habaneros. En ese y otros restaurantes en cucs, vi siempre dos o tres mesas ocupadas por familias cubanas -¿Cómo le hacen? Pregunté, pensando en los 20 cucs de la cuenta. “Igual que para comprar un televisor o un dvd, la gente se programa, ahora hay más porque es el fin de cursos y a los niños que les va bien en la escuela los traen acá”. La cola en la panadería. Las tiendas en MN con gente entrando y saliendo en la compra de básicos, las otras en cucs donde se merca el jabón, los shampoos, perfumes y demás parafernalia a la que estamos tan acostumbrados los clasemedieros mexicanos. Los precios más o menos los mismos que acá en lo superfluo, infinitamente más baratos en lo básico. El malecón de La Habana. Gente, gente por todas partes a pie, en bicicleta, en carros viejos, gritando, discutiendo, bailando.

Al final de ese recorrido tenía claras algunas cosas que se fueron confirmando en los días posteriores. La cubana es una economía en tres carriles que discurren paralelos. En uno juegan todos, en MN, con libreta de racionamiento de por medio, que les permite cubrir a precios irrisorios la luz, el gas, y una canasta básica con arroz, frijoles, viandas (yuca, papa o plátanos) y dos o tres cosas más. Además están los mercados campesinos, o también llamados de “la oferta y la demanda”, donde corre la MN. Ahí llegan las cooperativas campesinas que tienen la tierra en usufructo a raíz de las reformas impulsadas por Raúl, a vender sus excedentes. Entre la libreta y los mercados campesinos, los habaneros se alimentan todo el mes. El segundo carril es del mercado en cucs, abierto a todo aquél que los tenga, donde se consiguen las cosas que les comentaba arriba: jabones, shampoos, desodorantes, pasta de dientes, y un surtido mayor en alimentos. Son todas tiendas del Estado. Y el último carril es el que discurre en torno al turismo, también en cucs, en establecimientos de inversión mixta abiertos a los cubanos pero con precios un poco más altos, sin que lleguen a ser escandalosos. Pasados a cucs, los salarios cubanos son muy bajos, así que una buena parte de la población de La Habana complementa sus ingresos con las propinas, las actividades independientes y “lo que se pega”, o “lo que se mueve de lugar”.

Las propinas que vienen del turismo. Es un bálsamo para la vida de un chiapaneco acostumbrado al servilismo impuesto a la gente que está en una posición de servicio, el ser atendido con franqueza y desenfado. Se sirve una mesa porque se tiene que servir y ya. Se te busca un taxi. Se ofrece un servicio cualquiera, sin servilismo.

Las actividades independientes de reparación de todo por “cuenta propia” electrodomésticos, calzado, ropa, casas, autos, de todo todo. “Acá el que no es chapistero y te hace una salpicadura de un pedazo de metal, es zapatero o sastre o panadero independiente”.

“Lo que se pega” en los centros de trabajo del Estado ¿Cómo? Si, al que trabaja en una panadería se le pega harina, al que trabaja en la construcción se le pegan materiales, al que trabaja en los jardines se le pega el combustible de la podadora, al que trabaja en una tienda se le pegan mercancías, y a los inspectores se les pega un poco de todo. Es decir, “las cosas se mueven de lugar” de los centros de trabajo hacia las casas particulares, sin cubrir los cauces institucionales. Digamos que vendría a ser un mecanismo popular de redistribución de la riqueza. Los que te comentan eso dan por hecho que en cuanto la situación y los salarios mejoren eso se acaba. Ante la incredulidad del suscrito, insistían que teniendo un buen salario todos se dedicarían “a cuidar su centro de trabajo, que es de todos chico”.

Toda la gente con la que platiqué está orgullosisima de su sistema de salud y de la educación gratuita. Todos tienen algún pariente que se ha visto en problemas graves de salud y ha salido de ellos sin gastar ni un peso.

Más tarde esa noche, en una cena oficial con funcionarios medios cubanos, Directores Generales de empresa, miembros del partido, explicaba mi confusión, que es la de muchos, ante las reformas sobre el pequeño comercio y los cuentapropistas. Uno de ellos me decía que era algo que se debía de haber hecho hace mucho. Que las cosas se burocratizaron y la economía se estancó y que ahora era necesario dinamizarla sin renunciar a los principios de la revolución. Que el problema era la pasividad de la gente, acostumbrada a que el Estado resolviera las cosas y a ser empleados estatales todos, que muy pocas microempresas se habían registrado. –Ah chingá-, pensé. Y resulta que lo que he visto es todo lo contrario, una creatividá y ganas de vivir que rebasa los límites del aparato estatal. Me quedó claro que las reformas mentadas reconocen una situación de facto, que lo que se dice “innovar” ya se dio hace un rato gracias a la gente. En esa cena escuché más de veinte veces: “México es el país que más nos gusta después de Cuba”. “Lástima que ahora estamos un poco separados”. “¿Y cómo está la situación del narcotráfico? Acá la vida es muy segura”. No sirvieron puerco y congrí, y estaban pidiendo una salsa picante para un servidor, cuando les dije que yo de chile, nada, que nunca me acostumbré. Al rato llamaron a los músicos y pidieron una canción de Manzanero. Al ver que yo no cantaba el que presidía la mesa me dijo –Oye chico, es que tú eres de la CIA., no comes picante y no conoces a Manzanero, coño-. Risas y reivindicaciones chacoteras de la diversidad cultural del mexicano de por medio, seguimos departiendo alegremente, con mojitos y cervezas. En esa cena conocí también una canción que compuso uno de los Comandantes de la revolución, Juan Almeida, y que se llama La Lupe. Acá la versión de Silvio que está en la red. Me gustó más la versión guapachosa de la cena.

A partir del segundo día estuvo nublado y lloviendo. Conocí y platiqué ampliamente con un grupo de campesinos de distintas provincias, que estaban presentando los resultados de su trabajo en cooperativas de reciente formación, de las que tienen la concesión en usufructo de la tierra. La mayoría dice que ahora que están trabajando así les va bien, que ya producen un poco más, y que las cosas ya no se echan a perder, porque ellos se organizan para distribuir los excedentes en el mercado de la oferta y la demanda. Al inicio del ciclo agrícola hacen un convenio con el Estado, comprometiendo parte de su producción a precios preestablecidos. A cambio, reciben un adelanto en especie, en los insumos que necesitan para trabajar. Al final entregan lo acordado al precio idem, y mercan libremente el resto. No hay intermediarios como tales. El que tiene transporte se los alquila. La economía campesina discurre toda en MN. Uno de ellos llevaba el original de un oficio en el que autoridad provincial le reconocía los aportes en toneladas de leche en polvo a los centros de distribución estatal, y a la menor provocación se lo enseñaba a todo el mundo. Casi todos me enseñaron fotos de sus casas y su familia, casas de de dos habitaciones, de ladrillo, con techo de lámina de asbesto la mayoría, con tele y equipo de sonido. Todas electrificadas, muchas con energía solar, y los de una comunidad con una pequeña turbina de generación en un río. Ellos también orgullosos de la salud y la educación gratuita. Para propaganda me pareció muy elaborada, y días después me dijo un habanero inconforme: “Acá los que se salvan son los guajiros, son muy limpios”.

Las casas en las que entré, incluyendo un departamento chiquito en La Habana Vieja, tienen estufa de gas (una eléctrica), refrigerador, televisión, dvd y reproductor de cds. La queja es que no hay lavadora casi en ninguna casa. Donde vi comida casera en preparación, era arroz, con o sin frijoles y viandas.

La música y el baile son otra cosa. Uno se imagina desde acá por lo que conoce que es así, pero la imaginación se queda corta. Para donde tú voltees ves a alguien bailando, en la calle, en la tienda, en la plaza. Chingón. Salsa, reggaeton y hip hop. Como para no bailar de la pena por lo mal que uno se ve en comparación. También vi a un cubano con cara de tristeza: no se le daba el baile. Para consolarlo le dije que yo era mexicano y no comía chile. Como que no me creyó.

Una actividad floreciente en el mundo de los cuentapropistas es la venta de discos y dvds quemados, así que por distribución de música no se para. Lo mismo oí en los lugares de baile (discotecas) a Jennifer López y Pitbull con el éxito del momento, que la salsa de siempre y el hip hop auténtico habanero. En La Habana el que puede pagar 6 cucs la hora tiene acceso a Internet (de velocidad media) libremente en los hoteles, y conocí a un maestro que tiene Internet en su casa. De ahí sale la música del momento, luego a los cds “piratas-legales” y de ahí a las pistas de baile. No estuve tanto tiempo como para pronunciarme respecto a la libertad de expresión en Cuba, pero escuché en una discoteca llena de cubanos lo siguiente:

Hay confusión

En toda la población

Ahora resulta que es muy normal

Que haya una clase empresarial

Es que este mundo está más loco

A los gobernantes les patina el coco

Otra persona me dijo lo mismo: “La gente está confusa chico, hay gente que cogió cárcel por cosas que ahora son legales”. Sobre la consulta para las reformas el mismo interlocutor me dijo que se había dado de dos formas, una abierta en los CDRs, y otra con encuestas anónimas en los centros de trabajo, por iniciativa de Raúl. Que la segunda era la buena.

Al final, con un pie en el estribo del avión de regreso, tuve oportunidad de platicar y conocer la casa de una cubana, maestra de la Universidad de La Habana. Tenía 18 años cuando triunfó la revolución, sin estudios. En los primeros años logró estudiar una licenciatura, y después ya en la Universidad el master y el doctorado. Ha viajado a congresos y eventos en varios países de Latinoamérica, y se mostró más que dispuesta a platicar a fondo de todo. Como todos los otros cubanos con lo que platiqué, me recibió con una amabilidad y cariño que te hacen sentir en casa. Me ofreció café, lamentándose de que se hubiera “liberado” y no estuviera más en la libreta. Defendió la revolución a capa y espada, aunque con una visión crítica sobre la burocratización de la que siente que van saliendo. Como no defenderla -me dijo, si tengo un nieto con problemas, con discapacidad, y no hemos gastado un peso en su atención, la madre recibe un salario para dedicarse a él de tiempo completo, y dos veces por semana viene acá a la casa una terapeuta. Casi al irme, tomó una hoja de papel y una pluma, trazó una línea por el medio, y me comentó, con tono didáctico:

“Te lo voy a poner de manera gráfica. De este lado estamos, con carencias, con cuentapropistas y empresas mixtas, que tienen una participación del 51% del Estado. De este otro lado están ustedes, con las transnacionales acabando con la pequeña empresa y los recursos de los países capitalistas. Nunca vamos a cruzar esta línea”.

Al último, al despedirnos, reafirmó –Téngannos confianza chico, somos el pueblo cubano-.

Yo, con la cortedad de haber estado sólo 5 días comiendo, viviendo, bailando, maravillado de la vitalidad y la creatividad del pueblo cubano, se la tengo. Como dijera otro mexicano que conocí allá, las cosas están díficiles pero se siente que todos están en el mismo barco. Hay esperanza.

De nuevo, o por primera vez, hay que ir.

domingo, 10 de julio de 2011

Apuntes de viaje: La Habana

Desde que tengo uso de razón (más o menos desde los 15 años) tenía ganas de ir a Cuba. Por una cosa u otra, el tiempo se fue yendo y se fueron sucediendo las noticias de las cosas que pasaban en la Isla, y una cierta sensación de apremio, de que había que ir ya, se fue apoderando del suscrito. Imagínense nomás la expectativa acumulada de poco más de 20 años, el amor por su historia y por su música, pasando por Fidel y el Che, por Compay y Silvio. Cuando uno es latinoamericano y se le ha metido en la cabeza la tonta idea de que es posible mejorar un poquito el mundo, Cuba se vuelve una referencia permanente, la plática de siempre, el desconcierto ante algunas noticias, la alegría ante otras, la crítica fraterna y entre compas, la defensa a ultranza ante la propaganda de derecha, la esperanza de que si se puede y si se pudo, el temor post caída de la Unión Soviética a verla caminar hacia la inversa.

Con todas esas cosas en la maleta emprendí entonces un viaje cargado de preguntas y lleno de temores, digamos que sin exagerar, había que ver si hay futuro, o si por el contrario, Hobbes tuvo siempre la razón. Abordé el avión con la nota en La Jornada que reseñaba la última reforma cubana: las casas y los autos se pueden comprar y vender libremente. Aderezó alguito el viaje una escala en Panamá, que duró 30 minutos efectivos, suficientes para ver apenas y desde el aire, la masa oscura y contrastante del Canal, y pensar unos minutos en la bandera panameña, en Torrijos y Carter, en Noriega, en Latinoamérica.

Pasada la medianoche aterrizamos en el aeropuerto de La Habana. Entre el sueño y las ganas de verlo todo, pasé por los espacios de revisión y aduanas sin fijarme, sin sobresalto alguno y cuando me di cuenta estaba fumándome uno de los últimos marlboros que me quedaban y tratando de empezar a nombrar las cosas que veía: un aeropuerto con área de llegadas atrapada en los setenta, con una entrada moderna, donde cubanos y extranjeros esperaban a amigos y familiares. Lo primero que noté en el estacionamiento es que había más carros de los que esperaba, ninguno se veía nuevo, pero ninguno se veía más viejo que diez o veinte años como mucho, europeos la mayoría: Peugeot los taxis, Fiat los otros. Amabílisima, la mujer de la agencia que esperaba ese último vuelo nos puso en el mismo taxi a los tres mexicanos que íbamos para el mismo hotel, nos subimos y empezó a rodar. La carreterita que unía el aeropuerto con la zona metropolitana de La Habana, bien. Ya quisiera Tuxtla una calle así para una fiesta de domingo. Me sacó de mi abstracción la voz estentórea del taxista, que me preguntaba algo sobre mi turno. -Chin-, pensé. Nos subimos al carro equivocado, a ver si no nos metemos en una bronca. -¿Qué?- Alcancé a balbucear. - Qué si todos van al Hotel Nerturno, chico-, repitió. Nerturno. Neptuno. Me reí y recién entonces me la creí. Estaba en Cuba, recorriendo el camino del aeropuerto hacia La Habana. El cuadro se completó con al ruido del motor de un ford de los cincuenta que se nos atravesó en la primer entronque de la ciudad. Ver en la siguiente esquina la primera gasolinera fue impactante, tenía un supercito de conveniencia. El primer semáforo en la primera glorieta fue el acábose: funcionaba, y además tenía un tablero donde se contaban lo segundos que faltaban para el cambio. Había alumbrado público. Jardines. Las calles estaban limpias.

-¿Son mexicanos? -Preguntó el taxista.
-Si-, contestamos al unísono. ¿Y que quieren vel de La Habana?-. Todo, respondió uno. -La Habana Vieja y El Vedado-, dijo la otra. Yo me quedé pensando, y entonces tomó forma la idea que me había dado vuelta en la cabeza en los últimos quince días en que no pude quitarme de la cabeza el sonsonete ese de la canción de Carlos Puebla que dice "A Cuba y a Cuba, a Cuba iré".

-A la gente-, respondí.

Sabía que el asunto que me había llevado hasta ahí me iba a permitir platicar con un chingo de gente en los siguientes días. Así fue. Conversé con campesinos, obreros, funcionarios, periodistas, educadores, gente de a pié y sobre ruedas. Entré a algunas casas. Comí con ellos. Bailé.
Aclaro que fueron nomás cinco días efectivos pero me apliqué. Aclaro también que no pretendo ser objetivo ni mucho menos. Tampoco tengo ínfulas de oráculo o de interpréte. Faltaba más. Entre ayer y hoy pensaba en como platicar lo vivido. Como respuestas a preguntas que nos hemos hecho, en conjunto o individualmente. O como opinión sobre lo que está pasando después de haber estado. O mejor como una crónica salpicadita de anécdotas. O como me salga. Casi me decidí por esto último.

Y como son las doce de la noche y mañana muy temprano salgo para el norte, y sobre todo tomando en cuenta que como dijera la Julieta Venegas, "hay tanto que quiero contarles" mejor ahí la dejo. Mañana seguimos y terminamos. Tampoco se trata de hacerla de emoción.

martes, 28 de junio de 2011

No llueve



Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve.
Nos han dado la tierra. Juan Rulfo

Pasó el 24 de junio y nada que llovió. Apenitas anoche cayó una lluviecita cutre, ligera, casi tierna. Se alcanzó a sentir un leve aroma a tierra mojada y Joaquín corrió a la ventana y dijo -Está lloviendo-, para regresar luego a lo que estaba haciendo. Nada pues.

No sé que trae este año que noto en todo el mundo -incluyendo al suscrito por supuesto- una añoranza terrible de la lluvia. Será que han sido tantas y tan jodidas las malas noticias, que esperamos un poco de agua para lavarnos las manos y la cara.

Desde el fallido 24, no dejo de recordar otras lluvias de otros tiempos.

Me acuerdo por ejemplo de las lluvias en mi pueblo, antes de que las calles estuvieran encementadas tan horriblemente como hoy. La lluvia era el comienzo de la aventura, cuando corríamos al lado del arroyo donde habíamos soltado los barquitos de papel, con apuesta de por medio a ver cual aguantaba más. Doscientos metros más abajo de la casa, donde ahora van a poner la Boedega Aurrera que pone en jaque al pequeño comercio pueblerino, se despedazaban las naves y definíamos ganadores. Me acuerdo también de las lluvias que preferían la noche, y del repiqueteo en el techo de asbesto del cuartón donde hacíamos como que dormíamos escuchando el agua. Si llovía un poco más temprano nos quedábamos sin luz, en el otro cuarto de adobe y techo de teja que hacía las veces de comedor, sala y cocina, y jugaba entonces a encontrar formas en las sombras vacilantes de las velas en las vigas del techo. También hacíamos figuras y erámos un poco más felices que los otros días. Si el chubasco nos agarraba en la casa de mi abuela, en lugar de velas nos alumbraban los quinqués hechizos de frascos de nescafé con petróleo, con una una tira de tela haciando las veces de la mecha, distribuidos a lo largo del corredor, y veíamos las lluvia desde las butacas cayendo en el patio del árbol de aguacate, comiendo una tortilla grande con manteca, tomando un cafécito con leche para el alma. No recuerdo una sensación más reconfortante.

Recuerdo también la lluvia interminable de San Cristóbal, los días y noches en que no paraba de caer una lluvia suave, que te daba una falsa sensación de que podías salir y retarla, caminar el mundo en la búsqueda de los otros, para terminar totalmente mojado después de un cuarto de hora. Tuve unos zapatos rotos que me hicieron acostumbrarme al agua y encontrar un uso diferente a los periódicos, y tuve un chuj de lana basta, que guardaba todavía el olor del borrego, que me sirvió de impermeable varios meses, por aquello de la grasa que guardó cuando lo hilaron y tejieron. De ahí de Sancris recuerdo una de las lluvias peores, en la casa esa del barrio de Santa Lucía, que tenía dos pisos. Fue una noche después de levantarme, verme en el espejo y constatar los estragos de tres o cuatro días de excesos, viendo a un tipo que me veía a su vez con los ojos rojos y apagados, flaco, sucio, jodido, barbón. Me senté entonces en una silla de la sala del segundo piso frente al ventanal que ahí reinaba, y estuve torturándome desnudo y frío, viendo caer la lluvia fina y sintiendo como nunca la tristeza.

También me acuerdo de la multiplicación de las sombrillas de la estación de trenes Termini de Roma, cuando vimos con sorpresa Adriana y yo como surgían en las puertas montones de migrantes de Bangladesh, cada uno con un ramillete de paraguas, repitiendo lo que tal vez era la única palabra en italiano que importaba: piove, piove, piove.

Extraño también en estos días la lluvia de Hermosillo, siempre tan escasa y tan escandalosa. Nunca he escuchado tanto ruido antecediendo al chaparrón, con los truenos que barren el desierto como tanteando el suelo, a ver que tan sediento está. Una vez, cuando erámos tres, estabámos en un parquecito y nos llegó el aroma de la tierra del desierto mojada, antecediendo por segundos a una tormente de arena, que anunciaba a su vez el agua. Me quité la camisa para tapar a Joaquín, y un poco ciegos y un mucho gozosos, corrimos hacia el carro que nos permitió poner distancia. Todavía no supero la sorpresa de saber que existen los sapos del desierto, que se entierran durante meses y años a esperar el agua que los haga renacer, para enloquecer entonces en un frenesí reproductivo, y dedicarse luego a comer hasta hartarse y más allá, antes de regresar bajo la tierra, a esperar, otra vez.

Sé que cuando llueva por fin acá, se soltará la vida, y con ella las montañas de zancudos que te obligan a guardarte.

No importa.

Seguimos esperando.

Todavía no llueve.

martes, 21 de junio de 2011

De la pedagogía del esfuerzo



Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?»
«Corazoncito, para devorarte mejor...»
Gabriela Mistral
Parte III de Crónica de 30 años de crisis ininterrumpida 1982-2012
Como muchas otras cosas relacionadas con la religión, no creo en el pecado original, la supuesta culpa ancestral que se transmite de padres a hijos desde el momento mismo de la procreación. 
Creo si, que la metáfora del pecado original nos sirve para justificar la terrible inocencia de los niños, tan lejana del control adulto y de sus reglas. Con toda la inconciencia que te da en los primeros años no distinguir completamente el bien del mal, según como indican los parámetros de los adultos, se pueden hacer cosas terribles, marcar vidas para siempre. Los adultos ven a los niños como medias-personas, dependientes para todo de ellos, necesitados de las reglas y límites que ellos les imponen, ignorantes de la jungla en que se vive en la escuela, confiados en la comunicación que tienen con sus hijos, con la certeza de que nada se les escapa, nada malo por lo menos. Mientras más te involucras en distintos grupos, conforme creces, más en contacto te pones con lo mejor y lo peor de las sociedades humanas, más aprendes a golpes a jugar el juego. A mi me pasó al entrar a segundo año de primaria.
Pasé el primer año en la dulce güeva, en la fiesta y la inconciencia que resultaba de una afortunada combinación de factores. Mi papá me enseñó a escribir en el verano previo a la entrada a la primaria, con un método propio, desarrollado por él, y que cuando me tocó experimentarlo ya estaba probado con mi hermano. La onda era levantarse con él, antes de que se fuera a Tuxtla a la oficina. Agarraba un cuaderno de raya, me alzaba sosteniéndome de las costillas para sentarme en el alto banco de su restirador, asentaba el cuaderno, agarraba el lápiz y escribía mientras me decía: Acá dice “El”, acá dice “caballo”, acá dice “corre” acá dice “por”, acá dice “el” otra vez pero con “e” minúscula, y acá dice “campo”. “Ahora tú, escribiendo en la siguiente línea”. Y yo a garabatear “El caballo corre por el campo”. “Ok”, decía mi padre, “ahora llena cinco hojas con ese enunciado, sin errores”. “Nomás no lo vayas hacer en escalerita porque me voy a dar cuenta” –remataba, mientras, no sé si consciente o inconscientemente, se acomodaba el pantalón sobre la panza prominente, con dos jalones de las manos sobre el cinturón, primero de los lados y luego de atrás y adelante. Yo, tragando saliva, digería la amenaza implícita en el ademán en cuestión, y le decía: “Si papá, como Usted ordene”.
Salía mi papá de la casa, yo desayunaba y me iba al estudio a acometer la terrible faena. Nada más subirme al banco del restirador me representaba un reto, sentía como se tambaleaba cuando me impulsaba hacia arriba, con toda la atención puesta en no echarle de más y terminar en el suelo. Después empezaba “Elcaballocorreporelcampo”, “Elcaballocorreporelcampo”. Las primeras veces intentaba hacerlo rápido, pero me daba cuenta que por mucho que apurara para salir a correr con mi primos y mi hermano, se me iba a ir toda la mañana. Yo estaba a 5 meses de cumplir 7 años, recién terminado el kinder, al que había llegado tarde y salido ídem, en un vano esfuerzo de mi padre por darme un poquito de ventaja ante lo que se vendría. Mi primo Layo y mi hermano, de diez ya cumplidos, estaban hacía mucho en las estadísticas de los mexicanos alfabetizados. No se diga mi primo el Heras, que con 11 acababa de terminar la primaria.
Así que mientras a mi me martirizaba la dureza del banco de restirador, diseñado por alguna mente maligna para impedir que se durmieran los dibujantes, llegaban a mi oídos la gritería de los otros jugando en el gran patio compartido que unía por detrás nuestra casa con la mi tío Heraclio. Cuando tras grandes esfuerzos llevaba dos o tres hojas, empezaba a alucinar con los caballos y los malditos campos donde se la pasaban corriendo, mezclando la realidad con el sueño. De a tiro por viaje me despertaba de un brinco, sobresaltado, con la sensación del chango primigenio que se cae del árbol, para descubrir que estaba a punto de correr la misma suerte. Alcanzaba a detenerme apenas, agarrado a dos manos de la tabla, para descubrir un instante después, horrorizado, que al dormirme me había equivocado, que la línea que estaba escribiendo, terminaba en un rayón, como de pájaro en picada, que echaba a perder toda la hoja. Suspiraba, la arrancaba y comenzaba de nuevo. La otra parte del sistema de mi papá para alfabetizar a sus hijos consistía en el deletreo. Cuando íbamos caminando con él, ya en la tarde, en la ronda de visitas que hacía por el centro del pueblo, de repente se detenía frente al rótulo de algún negocio: “Mira hijo, ahí dice Supermercado Cinco hermanos”. “Las letras de la última palabra son: hache, e, ere, eme, a, ene, o, ese. Ahora tú”. Y yo trastabillando, trataba de repetirlas: hache, e, ere, ene…”. “No seas pendejo, esa con las tres patas es la eme, la otra que tiene nomás dos es la ene” –me interrumpía mi sacrosanto padre. Y si me equivocaba otra vez me llevaba un zape, y seguro a la tercera me salía, cuando las manos del señor se habían acercado peligrosamente al cinturón. Así que no tuve más remedio que aprender a leer. El primer año entonces me la pasé platicando y distrayendo a mi compañeros, tratando de convencerlos de que tenía siete años, y ellos me veían desde su estatura reducida generada por la desnutrición y el trabajo del campo con cara de incredulidad donde se leía “Pinche ladino mamón” y me decían “No, si yo tengo 9 y tu eres más alto, has de tener como diez o doce años”. El Urtusuástegui, el hijo del ingeniero, el de la casa con techo de cemento y tele, ese era yo en primero, el rico pues, curiosamente, sin serlo. El blanco de todos los enconos, la demostración infantil de la existencia de la lucha de clases y la resistencia cultural. Mientras estuvieron mi hermano y mi primo, no hubo pedo. Nomás salir ellos y entrar a segundo y comenzó el tormento.
Un día iba yo con mi Sinrival y mi panza caminando por la vida cuando se me emparejaron tres chamacos de cuarto “Como te va”, dijeron. “Bien ¿Y a ustedes?” contesté, agradablemente sorprendido y pensando que a lo mejor podía tener amigos de los grados superiores, cuando me detuvieron entre dos mientras el tercero y mayor, el jefe, me sorrajaba tremendo reatazo en la panza, sacándome hasta la última gotita de aire disponible. “Para que no andes de pinche presumido” me dijo, y me quitaron mi refresco. Una vez que hube recuperado mis funciones respiratorias, me quedé pensando en lo que había sucedido, con la pinche duda de que lo había ocasionado, tratando de identificarlo para evitarlo, sin llegar a ninguna conclusión razonable.
Otro día, Dionel, que iba en mi salón, se me aventó encima por la espalda al salir apenas del salón, y me aplico una llave de lucha libre que me dejó inmovilizado, mientras me insultaba a placer. Dionel era dos años mayor que yo e hijo de albañil que trabajaba a destajo. Saliendo de la escuela se iba a la obra donde estuviera su papá y a darle acarreé que acarreé ladrillos, arena o grava. Así que ni como imponer mi recién adquirido y fofo cuerpo a su correosa y talluda humanidad. De cualquier forma me esforcé en librarme, alcanzando como único resultado un tallón y madrazo en la nariz, de la que empezó a gotear de manera grotesca y escandalosa la sangre, en una relación directamente proporcional a la humillación que yo sentía. Muchos años después, en la época de borracheras de la prepa, me lo encontré mientras iba con mi hermano y un amigo, el Erwin. Lo reconocí y me le fui encima a patadas y madrazos. En esa época había encontrado una vena peleonera que me daba la confianza para tener esos arranques, sobre todo cuando andaba con dos o tres alcoholes encima, como era el caso. Y entre mi borrachera y la de él, se impuso la de él que no alcanzó a reaccionar a los golpes, si apenas a cubrirse mientras gritaba “La ley, háblenle a la polecía”, “Llamen a la justicia”. Como era la época de terror del ex militar Chus rana como jefe de la policía municipal, mismo que madriza de por medio a todos entambaba, sin razón aparente o con, como fuera, por cualquier mamada (como nos tocaría a nosotros, pero eso se los cuento más adelante) la justicia hizo su pronta y oportuna aparición. “Ora hijos de la chingada, subanse pa´rriba” dijeron mientras cortaban cartucho de sus riflitos veintidós que usaban, dispuestos en semicírculo alrededor nuestro, empujándonos hacia la camioneta, con la prepotencia absoluta que da la certeza de que eres la autoridad y puedes hacer lo que quieras. “Momento oficiales”, dijo el mamón del Erwin que ya estaba estudiando derecho, “Nosotros veníamos transitando tranquilamente rumbo a mi casa que es la de ustedes, cuando fuimos agredidos por estos señores” completó señalando al Dionel y sus dos acompañantes. Ante la cara de “¿Qué dijo?” que pusieron los polis, mi carnal entró al quite y les aclaró, “Salimos apenas de la velada en el auditorio, y ya nos íbamos a dormir cuando aquí estos nos atacaron”. Los polis voltearon a ver a su jefe, que dijo, “Pues buenas noche señores”, mientras le soltaba un culatazo mayúsculo al pobre Dionel, que había conjurado su presencia, y esto fue la señal para que los demás le cayeran también a culatazos a sus acompañantes. Cuando nos alejábamos alcanzamos a oír el ruido de la lámina de la camioneta que recibía a los tres pobres tipos para transportarlos a la cárcel municipal. Muertos de la risa nos fuimos a la casa del Erwin a seguir tomando, festejando el inobjetable triunfo de las armas Urtusuástegui, con inconciencia total del desmadre que habíamos armado.
Más o menos dos semanas después de estos hechos, salíamos de nueva cuenta de una fiesta en el Auditorio, la boda del cuñado del Víctor creo, nuevamente mi carnal, el Erwin y yo, cuando de repente ya estábamos rodeados. Al frente del contingente enemigo el Dionel, con los ojos entrecerrados, trabado por la furia, con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, con voz ahogada me dijo “¡¡Hijo de tu re puta madre que te parió al aire!!”, que venía siendo el non plus ultra de los insultos vallescentralenses. “No contento con que me madriaste, me llevó la autoridá, me terminaron de madriar ellos y me bajaron la raya de la semana” noté como se iba alimentando con su misma furia y creciendo. “Pero lo más pior de todo es que me peloniaron y me pusieron a barrer el parque el domingo temprano” pensé que había concluido, mientras a mi me recorría un escalofrío, pero no, todavía me dijo “¿Tenés idea de que se siente estar pelón, barriendo y que vaya llegando la gente a la primera misa y te vayan saludando aguantando apenas su pinchi risita de mierda?” aunque poco después estaría cerca de vivir en carne propia esa experiencia, en ese momento no tenía ni la menor idea de lo que sentía vivir la experiencia en cuestión, pero consideré pertinente de cualquier forma no comentarlo. “Tú me madreaste en la primaria, estamos a mano” le dije en cambio. “Ningún estamos a mano, sólo a sólo puto” respondió y tensé el cuerpo para lo inevitable. El “sólo a sólo” era ineludible. En cualquier otro contexto podrías tratar de escurrir el bulto, argüir inequidad, borrachera, o de plano hacerte pendejo. Pero cuando se pronunciaba esa frase, arrastraba una cauda de significado subyacente, que se resumía en que le entrabas o le entrabas, pues no tendrías sosiego nunca más en ninguna fiesta ni espacio público, donde todo el tiempo alguien te trataría de madrear pues eras puto, no le habías entrado a una pelea sólo a sólo. Uno a uno y hasta que quedará un claro vencedor, único momento en que los demás podrían intervenir. Así que me estaba disponiendo para lo inevitable, vencido ya secretamente antes de empezar, cuando se me dejó venir, no a golpes como esperaba, sino tratando de agarrarme por la cintura y tirarme. Estábamos justo en medio de la calle de la esquina surponiente del parque central, eran apenas las doce de la noche de un sábado, y no pasó ni un maldito carro. No pasó ni siquiera la policía, que habitualmente se la pasaban haciéndose pendejos dándole la vuelta al parque, molestando a las muchachas y cazando a los borrachos.
Del encontronazo con toda la furia del Dionel, di dos pasos para atrás, que hubieran sido más, o de plano me hubiera caído si no me detiene el barandalito de la jardinera que marcaba el perímetro del Parque Central. Le he dado un chingo de vueltas viéndolo en retrospectiva y siempre concluyo lo mismo. Hubiera sido mejor caer desde el principio y no quedar detenido ahí. El puto barandalito de mierda tenía picos en forma de flechita, de esos que se supone que le ponen para desalentar el que los pases. Como herramienta de persuasión servía para una chingada, todo mundo se metía a tirarse en el pastito. Como adorno estaba muy cutre, y como sostén en medio de una madriza, francamente insoportable. Mientras sentía como se me iban clavando las puntas en los muslos, y daba gracias al cielo por el pantalón de mezclilla Levi´s tan resistente que había recientemente adquirido con grandes sacrificios, pensaba a mil por hora que hacer en cada fracción de segundo del pleito. No podía darle de rodillazos ni patadas, pues me tenían atrapado contra el barandal de marras ejerciendo presión para tirarme. No podía levantarle la cabeza tomándolo del pelo, pues como el se había encargado de decirme, lo habían rapado recién y no había de donde agarrarse. Probé a pegarle golpes con toda mi fuerza en la espalda y en el costado, pero una vida de peón de albañil había dado resultados, y parecía que le estaba pegando a una tabla. Y él seguía empujando, y empecé a sentir como se rasgaba la mezclilla y me empezaba a rasgar la piel, y ahí, atrapado, tomé una decisión un poco idiota. Me dejé caer de espaldas hacia el pastito, arrastrando a Dionel en mi caída ¿Resultado? Quedé tirado de espaldas, con el Dionel montado sobre mí, con mi rostro a su alcance, y me empezó a tundir con enjundia justiciera en la cara, mientras yo atinaba a apenas a medio taparme y medio tratar, inútilmente, de devolver la agresión desde abajo. El entrarle a un “solo a sólo” tiene sus ventajas. Como ya era claro para aliados y enemigos que me estaban partiendo la madre y que no había posibilidad de revertir el resultado, ya le pudieron entrar todos los espectadores a separarnos al grito de “¡Ya estuvo, ya estuvo!” En estos casos había que asegurarse de que se tenía una sincronización milimétrica entre los que separaban a los contendientes (cada quien a su amigo) pues más de una vez había pasado que mientras tú detenías a tu amigo que estaba arriba e iba ganando, los cuates del otro se medio hacían pendejos y entonces le alcanzaban a plantar al tuyo un soberano reatazo en la cara, o una patada en los güevos que ponía en riesgo sus posibilidades de reproducción futura, transformando en victoria ajena de último momento, su triunfo. Como yo estaba abajo y madreado no fue el caso. Agradecido de que terminara el castigo no hice por intentar madrearlo, sólo me paré, me sacudí, me salí del jardín y nos fuimos caminando haciendo un recuento preliminar de los daños. La mandíbula hinchada y un ojo morado y en proceso de cerrarse era lo que saltaba a la vista. Lo que más me dolía sin embargo, era mi pantalón Levi´s 501, roto desde las nalgas hasta el tobillo, irremediablemente dañado. Con lo que ganaba trabajando en vacaciones en la tienda de Villahermosa me alcanzaba siempre para comprarme uno, así que más o menos tenía dos siempre. Livais y del que fuera. Dos nomás.
Pero eso pasó después. En el segundo de primaria que nos ocupa, llevaba en menos de una semana dos derrotas, la del golpe en la panza y la del Dionel niño. La tercera fue la mía, conseguí una primera victoria que me enfrentaría por primera vez con la maldad y el miedo. No me acuerdo como empezó el pleito, ni porque. Me recuerdo solamente corriendo tras Miguel, mi compañero de banca, que corría despavorido tratando de llegar a la dirección, donde se suponía que estaba la maestra Bety que, plana de por medio, nos había dejado solos un rato. Junto a nosotros corrían las tres cuartas partes masculinas del salón, azuzándonos, impulsándonos al pleito. Lo alcancé al final de la fila de salones de primero, lo tomé de un hombro y lo detuve de un jalón seco, de tal suerte que cambio de trayectoria y fue a estrellarse contra el filo de la ventana del primero A, donde daba clases muy orondo el maestro Wilson. Atontado por el golpe, Miguel quedó a mi merced y le empecé a pegar en la cara, como me había enseñado mi papá. El maestro Wilson salió ante la gritería, y me detuve, pero para mi sorpresa nada más se nos quedó viendo y dijo “¿Ya terminaron? Que nadie se meta”. Nadie se metió, y Miguel trató de darme un golpe, alcancé a esquivarlo y pegarle de vuelta en un ojo, provocando que se doblara llorando, mientras el maestro Wilson decía, “Sin llorar, aguántese como los hombres”. Aprovechando que estaba doblado lo tamborileé en la espalda a dos puños, y luego empecé a tirarle golpes de nuevo a la cara, desde abajo. En eso empezó a escurrirle entre las manos un hilo grueso, de sangre, y fue hasta ese momento que el maestro Wilson intervino y me dijo, “Ya déjalo, ganaste”. Sólo faltó que me levantara el puño en alto ante la concurrencia aumentada por sus tiernos discípulos.
La maestra Bety se puso furiosa, y en medio de una regañada fenomenal, la única que me dirigió directamente a mí en los dos años en que se dedico a aterrorizar a mis compañeros, nos obligó a hacer una especie de reconstrucción de hechos. Cuando llegamos a la parte en que le contamos como se había golpeado Miguel contra el filo de la ventana con la nuca, fue el acabóse, “Lo pudiste haber matado, inconciente” me dijo como mil veces. Mejor no lo hubiera hecho. Conciente ella de que estaba acercándose peligrosamente a una frontera que no debía cruzar con un Urtusuástegui, terminó el hecho dictando sentencia: me quedaría una semana sin recreo. A Miguel no le tocó castigo, así que les quedó completamente claro a todos, a mí el primero, que el único culpable en todo el asunto era yo.
Ahí empezó una de las etapas más negras de mi vida. No recuerdo cuanto duró, pero seguro no menos de unos días y no más de unas semanas, pero fueron insoportables. Al día siguiente, Miguel, que seguía siendo mi compañero de banca, al acercarse la hora del recreo comenzó a decirme “Yo no quería, pero tomando en cuenta que me pudiste haber matado, le voy a tener que decir a mi mamá, ahora que venga al recreo, lo que me hiciste. Seguro ella va a reclamar fuerte con el director y te van a expulsar. Es que imagínate, me pudiste haber matado”, insistió. Yo, que no había pensado en otra cosa desde que la maestra había dicho eso, comencé a temblar. Veía clarísimo que me iban a expulsar, y si me expulsaban ¿A que otra escuela podía ir? La única otra primaria que había en el pueblo, la Zapata, nos estaba ya vedada. Mi tío Heraclio había ido a mentotearle la madre al director que se había atrevido a castigar a su hijo, mi primo el Heras, y como resultado de ello habían sido expulsados sus hijos y mi hermano. Por eso íbamos a la escuela “El Porvenir” que nos quedaba tan lejos. Así que me veía condenado a estar en la casa haciendo plana tras plana de “Elcaballocorreporelcampo, elcaballocorreporelcampo, elcaballocorreporelcampo”. O la otra variante “Elperroladradenoche, elperroladradenoche”. No, era insoportable tal perspectiva. Prefería seguir en la escuela y tener una pelea diario antes que vivir de esa manera. Así que no pude más y le rogué “No le digas a tu mamá por favor (elcaballocorreporelcampo)”. Si hubiera tenido un poco más de malicia o dos años más, hubiera reconocido la sonrisa de suficiencia que se le dibujó en el rostro a Miguel, pero en ese momento la vi como una sonrisa de empatía, de que no le iba a decir, pero en cambio, dijo “No, pues si le tengo que decir, imagínate, mi vida estuvo en riesgo”. “No le digas por favor (elperroladradenoche)” supliqué. Y en ese momento, con la certeza que me tenía en sus manos, me dijo “¿O que me puedes dar pues, para que no le diga”. “¿Cómo?” le dije desde mi pendejez ingenua. “Si, no sé, si me das tu gasto o algo pues me aguanto y no le digo nada” vaciló. Pero yo no vi la vacilación, lo único que se abrió ante mí, fue una pradera de posibilidades, en la que un perro y un caballo se alejaban al galope. “Claro que si, te doy mi gasto”. Y así inauguramos un ritual que se repitió un número indeterminado de días. “Le voy a decir a mi mamá” “No le digas” “Que me vas a dar” y adiós a mi Sinrival y mis sabritas. Y Luego empezó a haber variantes “Le voy a decir a mi mamá” “No le digas” “Que me vas a dar” “Te doy mi gasto” “¿Y que más?”. Hijuelagranchingada. Tal cual se los platico. Cuanta maldá a tan temprana edá, diría un coterráneo. “Pues traigo dos canicas” “¿Agüitas o pintas?” “Pues agüitas” “Bueno, te las recibo hoy pero mañana que sean pintas, y que sean diez” Y al día siguiente eran pintas y eran diez. No sé cuanto duro, pues como dirían los románticos, el olvido tendió su manto protector sobre tan desagradable pasaje de mi vida. Si recuerdo que vivía lleno de miedo en esos días, temiendo que llegara el momento en que no pudiera cumplir con las expectativas de Miguel y este se viera obligado a decirle a su mamá, su madre al director y me expulsaran. Así de buey.

domingo, 12 de junio de 2011

A Matteo Dean


¿Te acordás hermano que tiempos aquellos?
Mario Benedetti


¡Ay Matteo, Mateíto, compañero, que madriza nos has puesto! Como dice el Soto, el problema en común de la muerte y la vida es que comparten una encabronada falta de puntería. Digo, habiendo tanto cabrón asesino suelto y te toca a vos. Desde la mañana en que me desperté con la noticia hasta ahorita, he estado jodido, con la opresión detrás de los ojos y la garganta atorada, buscando que hacer. Mi primer impulso fue viajar para estar con vos y con los otros, con los nosotros que de por si somos, con los que fuimos ¿Sabés Mateíto, Matteo, compañero? Siempre llego tarde a estas madres, o no llego. Es una de las desventajas de esta vida gitana que llevamos. Cuando se fue mi abuela la materna estaba en Querétaro, y entre los arreglos del viaje y el examen de italiano que tenía en el embajada para la beca, llegué nomás a llorar, cuando ya no estaba. Peor con mi abuelo. Llegó Adriana al salón de La Sapienza, a decirme, y alcanzamos a llegar a Castro Pretorio, donde me bajé a llorar desconsolado, desde el otro lado del oceáno. Eso fue allá en Roma, en tu país de origen compañero. Nunca estuvo mejor dicho eso del país de origen, porque tu país de destino siempre fue México. Acá estoy pues, desconsolado y sin saber que hacer, pues por un ratito ya no pude comprar los boletos, ya no llego a despedirte compañero. Y como no sé que hacer, escribo.

¿Te acordás hermano? Nos conocimos en el local del Frente, debe haber sido en el 96. Llegaste con otros italianos que poco a poco se fueron, mientras vos poco a poco te quedabas, abriéndote un espacio en el corazón de todos. Eran los años del Comité Civil de Diálogo 2 de octubre, de los 20 que nos multiplicábamos volanteando, marchando, organizando y convocando a marchas estudiantiles un día si y otro también y la gente llegaba ¿Te acordás? Si, seguro te acordás pues compartiste todo, lo que había y no, el entusiasmo por cambiar las cosas que traías de por si, con las certeza de que se podía que se confirmaba en cada convocatoria que tenía eco. Yo también me acuerdo. Me acuerdo del tiempo en que decidiste viajar por el país y por Estados Unidos, y que regresaste sin dinero en el tren de la ruta del migrante. Hasta Palenque llegaste sufriendo de regreso lo que a tantos otros les toca de ida. De ahí me llamaste. Las vías se acababan y no tenías dinero para completar los 300 kilometros que faltaban para Sancris. Como es obvio, yo tampoco tenía, pero entre todos juntamos un poco, apenas lo suficiente para el camión y algo de comer, para que regresaras con nosotros.

¿Te acordás después de los meses de La Trampa? Eras mejor activista que cocinero, y el negocio al final no resultó, pero resultó en cambio como un punto de encuentro. O sea que sirvió para lo mero bueno. Cuando cerrabas y poco a poco íbamos llegando varios, y platicábamos de la vida, de los cambios y de lo que se venía y de los pocos que nos íbamos quedando en Sancris mientras los demás se iban moviendo al DF. Hacia allá fuiste luego, y allá nos vimos varias veces ¿Te acordás cuando trajiste tu experiencia altermundista europea, y armaron un grupo en ciudad monstruo? Yo si me acuerdo. Me acuerdo también cuando sacaron el reportaje en Reforma de varias páginas, y en varias aparecías vos, y te nombraban el dirigente del grupo, ya sabés, el güero extranjero que venía a manipular a los chavitos mexicanos. Es increíble como el tiempo pasa y el poder no cambia. Siempre los mismos argumentos. Nosotros sabíamos que eras vos, y la Bárbara, y el Jorge, y la Amanda, y el Soto, y los demás del 2 de octubre transplantado que probaban ahora a revolucionar el mundo, un poquito en otra escala.

Un poco antes de eso, de que te fueras, fue la huelga de Sociales ¿Te acordás? Yo si me acuerdo. Me acuerdo de que en los varios días que duró, contra todo pronóstico la asamblea crecía. Empezamos sesenta y terminamos trescientos ¿Te acordás de esa última asamblea, la decisiva, en la que no cabía la gente en el auditorio y se votaba desde afuera? Seguro que te acordás, ahí estabas. En contra de mi encarecida recomendación de que no fueras, de que tuvieras presente que en México el artículo 33 y etcétera, de repente se me acercó una chava a la mesa, y me dijo -¿Conocés al extranjero que está allá al fondo? -lo dejamos entrar sólo porque dijo que te conocía. Y desde el fondo sonreías. Si, les dije- Es el Matteo, no es extranjero-. Y te quedaste con nosotros hasta la media noche en que firmamos la minuta.

Y de las largas noches en que platicábamos en mi casa o en tu casa, y no nomás de revolución y marchas. La ciencia ficción siempre me ha gustado, pero gracias a vos conocí, para no soltar más, a Philip K. Dick ¿Todavía te gusta? A mi si. Y muchos otros que he conocido en estos años, y que me hubiera gustado platicar con vos, con una botella de vino, o una cerveza en la mano.

La última vez que te vi, fue en marzo de 2001, cuando la marcha del color de la tierra pasó por Querétaro, y se quedaron vos y muchos otros en la casa que me prestaba la familia de Adriana. Es una lástima, no la conociste. Llegaron tarde en la noche y se fueron temprano, y después ya no nos vimos. Te hubiera caído bien. También mis hijos. El Joaquín desde los dos años va a las marchas, y al Víctor ya le tocó la primera. Van bien. En esa ocasión te pintaste el pelo de negro, pero no alcanzó compañero. A veces subestimamos al poder. Al poco de la marcha zapatista te pasó lo que a otros tantos, te citaron al INM dizque para hacer un trámite, y te aplicaron el 33. Así, como al Gianni Proeittis hace poco. Viaje exprés de vuelta a tu país de origen ¿Y si sabés, verdad, que entre otras cosas, fuiste una de las razones para vivir en Italia? Valía la pena conocer un país donde había gente como vos.

La última vez que hablamos fue en el 2003. Adriana y yo estábamos en Roma y te llamamos a Trieste para pedirte un paro. No se pudo. Me quedé dolido y recordando tu llamada de Palenque. Digamos que era equivalente. Al tiempo dije, son muchas las cosas que hemos vivido juntos, muchos y muy fuertes los amores. Queda un chingo de vida por delante, si seguimos en lo que estamos nos veremos y aclararemos todo. Valió madre compañero, no alcanzó la vida para hacerlo, se pasó el tiempo.

Regresaste a tu país de destino, a México, y comenzaste a escribir en Proceso un día, en La Jornada otro. Leí varias veces lo que escribiste. Hacia el año 2008 fue la última vez que te oí. Estaba escuchando la Bemba en Hermosillo, cuando reconocí con sorpresa tu voz. Estabas en un enlace del Contacto Sur de Aler desde Chile, hablando de reformas laborales. Ahí supe que colaborabas con el CILAS. Vos no lo sabés, pero compartimos ondas hertzianas compañero. Ahora pienso que que pendejo, que que chido hubiera estado que colaboraras en Política y Rock & Roll, como experto en temas laborales y migratorios, que estábamos al alcance de tres llamadas y un correo.

Déjame te platique que somos un chingo, que a todos lados donde hemos ido Adriana y yo desde la última vez que nos vimos, hemos encontrado gente buena, que se organiza y que está hasta la madre y que quiere cambiar las cosas. En Hermosillo hay muchos. Ahí, como contigo y los otros, hice grandes y comprometidos amigos, y existe una raza chida que también se da cuenta de como estás las cosas. En estos últimos años, Matteo, Mateíto, compañero, he fantaseado con la idea de poder juntar a todos con los que he compartido luchas, y junto con mi familia que ahora es parte indispensable de lo que soy, cambiar el mundo ¿Sabés? Ya somos muchos, y hoy como hace 15 años que nos conocimos, sigo pensando en que si podemos. En ese grupo amigo querido, compañero, tienes un lugar en primera línea, junto a los de antes y los de hoy.

Dice el José Alberto, nuestro Che, que todos los que te conocimos tenemos un poquito de ti. Vale madre compañero, la neta es que es cierto, pero en estos momentos no alcanza, no es consuelo.

viernes, 10 de junio de 2011

De volcanes y otras erupciones

Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.
Mario Benedetti

Parte I 

El 29 de marzo de 1982 mi papá no salió de la casa. Se levantó, prendió la radio y al más puro estilo rústico chiapaneco que lo caracteriza, echó mano a una sabana, sacó su navaja y corte que corte nos hizo en tres patadas unas mascarillas para protegernos de las partículas que lentamente descendían y se posaban en todos lados, sobre el piso, los árboles y los tejados. Hacía unas horas el volcán Chichonal había hecho erupción, llevándose entre el fuego y las rocas un número todavía indeterminado de personas, desapareciendo algunos pueblos, y provocando en todo el sureste una lluvia fina de cenizas, que me hizo pensar que eso era lo más cercano a ver nevar que me iba a tocar en la vida.
Esta catástrofe venía a sumarse a la devaluación de febrero de ese año, de la que yo en aquel entonces no tenía noticias más que de forma indirecta. Me acuerdo que por esas fechas vendió mi papá una camioneta vieja, en poco más de mil pesos. El que se la compró la había visto unos días antes y no se veía muy convencido con el precio, hasta una mañana en que llegó con una bolsa de papel llena de billetes arrugados, revueltos como para hacer notar que eran muchos. Mi papá la agarró, entregó las llaves, se metió a la casa, prendió el radio, y salió inmediatamente después mentando madres: el peso se había devaluado fuertemente, y lo que hasta el día anterior era un buen negocio se había convertido prácticamente en una estafa. Para acabarla de joder, el cliente vivía a la vuelta de la casa, y todas las mañanas pasaba muy orondo en la camioneta arreglada, lo que le provocaba a mi padre su retortijón cotidiano. En aquel entonces yo no lo entendía mucho porque para mi, mil pesos era un montón de lana. Por esas fechas me había encontrado tirado en la esquina de mi casa un billete de cien pesos, de esos morados de Carranza. Mi mamá me lo administró y me había durado un montón de idas a la tienda. Otra imagen de lo que representaba la devaluación para mí en aquel entonces es el recuerdo que tengo de una portada de la revista Contenido, donde una mujer (¿O un hombre?) sostenía con cara de asombro un billete pequeñito, encogido, de cincuenta pesos, de los azules de Morelos. En la línea patriotera de la prensa de aquel entonces, en ese número o en el siguiente la revista nos tranquilizaba: en Argentina la devaluación estaba peor, imagínense que un refresco costaba miles de pesos. Un refresco miles de pesos, pues ni siendo familiar. La publicidad de la coca te decía que la botella familiar rendía cuatro vasos, con sus 700 mililitrotes que cualquiera se empina solito cualquier día de la semana hoy. Los cheetos, que eran mis favoritas, costaban ocho pesos, y los compraba el domingo, pues entre semana estaban fuera de mi alcance, en la tiendita de la escuela vendían nomás tacos fritos y tostadas.
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Después de las vacaciones de ese verano, regresamos al pueblo y me toco entrar a segundo. Me tocó en la escuela la maestra Betty la mala (había claro una buena) y fue el año escolar en que use los zapatos ortopédicos pues dizque tenía los pies planos. Si de por si no era bueno para los deportes, con los ortopédicos me volví una nulidad. Daba tres pasos corriendo para alcanzar el balón, o para correr a primera, y terminaba en el suelo. Los equipos se formaban a la manera clásica, los dos mejores jugadores encabezaban cada bando, se echaban un volado y el que ganaba pedía primero, luego el otro y así alternadamente hasta que nos repartíamos todos. Yo, por supuesto, era el último en ser escogido. Si el número de jugadores era impar, yo quedaba en el equipo que tenía más elementos. Si éramos pares, era de plano el último de todos. Si el juego era fútbol, yo era el portero, si era beisbol, primero al bat y jardín derecho. Esto aplicaba para la escuela y para la esquina de la casa en los juegos de las tardes.

Hubo una breve temporada en ese septiembre en que cambiaron los cosas. Regresé de Villahermosa con un bat de madera verdadero. Antes y después de eso, jugábamos con un palo cualquiera o de plano con la mano. Así que de plano cuando llegué con el bat tabasqueño, me impuse y me volví capitán de uno de los equipos. No me dejaba de molestar el ver la cara de fastidio de los que escogía. Estábamos un día de triste memoria escogiendo a los miembros de los equipos, y un primo se fue quedando al final, y nadie que lo escogía, y el grite que grite, cuando de repente sentí que me arrebataban el bat que tenía como cetro símbolo de mi poder, y al voltearme alcancé a ver como lo estrellaba mi tío, el papá de mi primo que faltaba, en el poste de la esquina que servía de tercera. Con el bat se rompieron mis ilusiones y mi poder temporal, recogí los pedazos y regresé a mi casa hecho un mar de llanto, y esperé con ansia que llegara mi papá y me hiciera justicia, o de pérdida me comprara otro bat. Pero no. Mi tío era su hermano mayor y ante eso no había nada que valiera en la verticalidad de la familia. Lo que si hizo, es que sacó inmediatamente su navaja, cortó unos buenos metros de cable que andaban rondando por la casa, se los enrolló la bat y procedió a quemar el plástico aislante para darle cohesión a los pedazos de mi vida. Al día siguiente salí, con mi autoridad restaurada, para ver como volaba un pedazo al primer intento de bateo.
En aquél entonces no entendí porque no me compraron otro, fue hasta mucho después que supe que mi padre estaba desempleado. Había dejado su trabajo seguro en la SAHOP después de asociarse con otro de mis tíos para concursar por varias obras que harían como contratistas independientes, seguros de ganar los concursos por los contactos de un primo de ellos. Con lo que no contaban era con el agudizamiento de la crisis y la suspensión de los planes de obra pública, de donde resultó el desempleo y los nulos ingresos al hogar paterno durante un buen tiempo. Total que sin bat ni Kalimán, y con las madrizas y regaños que la maestra Betty le acomodaba a mis compañeros todos los días, comencé a volverme un poco retraído.

Por ese entonces salieron los primeros refrescos que rompían las proporciones y en lucha encarnizada de las pequeñas empresas ante la coca, una marca local “Rey”, sacó una presentación de medio litro. Así como lo leen. Medio litro de burbujeante sabor que se deslizaba por tu garganta, en las competencias de “a ver quien se lo acaba primero”. Y en un esfuerzo todavía mayor, sacaron la promoción “El rey paga”. Si te salía una corcholata con esa leyenda, el tendero estaba obligado a darte otro refresco. Mi primo el Heras, por una vez listo, se dio cuenta que si observabas por abajo la corcholata antes de destapar la botella, se alcanzaba a apreciar una sombrita en las que estaban marcadas. Durante días entonces llegábamos con jarras que sustraíamos de las casas, y nos tomábamos un litro o dos de refresco cada uno, hasta que nuestro estómago inflamado no daba más. La coca no tardó en percatarse del efecto que estaba teniendo el “Rey”, y sacó a su vez el refresco Sinrival, también de medio litro. Tal vez sea ese el primer estribillo de un comercial que recuerdo, de tan repetitiva que se volvió en radio y televisión la campaña: “Sinrival es mi refresco, mi refresco es sinrival” para cerrar con una voz de un niño, con un rarísimo (para nosotros) acento cubano que decía “Cosa má grande caballero”. Así que el “Rey” fue destronado, al tiempo que la sabritas y la coca hacían acuerdos con el director de la escuela y entraban de lleno a la tiendita de la cooperativa. Entre eso, mis zapatos ortopédicos y el terror que me ocasionaba la maestra Bety, pasé de estar sobre los árboles y corriendo la media hora que duraba el correo, a perder 15 minutos haciendo fila para comprarme un Sinrival de naranja, y perder los otros 15 dándole la vuelta a la escuela a paso lento, observando a todos jugar mientras me tomaba mi refresco.
Otro cambio de ese segundo año de primaria fue que me quedé sólo en la escuela. Sólo sin primos ni hermano, quiero decir. Terminaron los tres la primaria y se pasaron a la secu, y yo me quedé a la espera de los primos menores, en esa frontera tan jodida de ser el menor de los mayores y el mayor de los menores, sin contemporáneos propiamente dichos que me acompañarán en las batallas cotidianas de la escuela. Lo que pasa es que había llegado tarde a mi nacimiento y de ahí en adelante a todos lo demás compromisos venideros. Si me hubiera adelantado tantito, hubiera nacido en noviembre, otro hubiera sido el mes y el día de la muerte de mi abuelo que se fue unas horas después de que yo llegué, jodiéndome los cumpleaños de por vida. Pero no, nací en las primeras horas del mes de diciembre de 1974.

Lo peor del caso es que mi papá andaba ocupado en los menesteres de la muerte del suyo cuando vine al mundo, y mi abuela materna, que se suponía apoyo de mi mamá no estaba. “Esas son cosas de mujeres”, decían mi papá y el de mi mamá. Así que entre ausencias y la cancioncita esa que dice: “Me siento tan sooooooólo, me siento tan tristeeeeee”, pues no se puede decir que mi madre estaba rebosante de alegría por hacer traído otro (el segundo) hijo al mundo. Peor tantito porque por el retraso nací morado, así que me mandaron directo a la incubadora. En esas primeras horas mi mamá escuchaba dos llantos a lo lejos, imaginándose que el más ronco era yo, pero no. También llegué tarde a la repartición de voces roncas, así que me tocó un tono agudo que me jodió buena parte de la infancia. “Tienes voz de vieja”, gritaban los primos y los niños en el recreo. Yo me aguantaba las ganas de llorar, pues siempre he sido de lágrima fácil. Cuando no lloro de coraje, es de tristeza. Hasta de alegría se me vienen las lágrimas.

Lo que de plano fue el colmo es que nací con los pelos parados y con cara de asustado, como si me hubiera resistido a nacer conciente del horror cotidiano de afuera. Así que me pasé mis primeros dos años de vida rapado, en un casi vano esfuerzo de mis padres por aplacar algo la mata de abundante cabellera parada que dios me dio. Ante la disyuntiva de que me vieran como un indio pelos parados o como un pelón pelonete cabeza de cuete, mañana te quemo por ser alcahuete, mis padres escogieron la segunda. Desde los dos años tuve los cabellos más o menos acostados y en consecuencia me los dejaron crecer, pero el sonsonete ese me lo siguieron recetando los primos por un buen rato. Considerando que nací yo y en sincronía casi perfecta murió mi abuelo, no hubo duda posible, me pusieron Fortunato Manuel como él, como mi tío, como mi bisabuelo, como el chozno que firmó el acta de independencia de la Provincia de Chiapas, que fuera parte de la Capitanía General del Guatemala. La manía de la repetición de los nombres llegó al extremo de que mi tío Tiburcio, que no tuvo hijos varones, le puso Fortunata Manuela a la pobrecita de mi prima sin pensar en las consecuencias en su salud mental en la adolescencia: “Manuela, hazme-la-tarea por favor”, debe de haber escuchado miles de veces con pequeñas variantes.

Urtusuástegui de primer apellido, nunca tuve problemas mientras estuve en Chiapas para que escribieran mi nombre en miles de ventanillas, pero nada más salí del estado y casi se me ha hecho costumbre presentarme como Fortunato Manuel Urtusuástegui ¿Cómo? Urtusuástegui, sin h y con s, acento en la á. Crecí en los Valles Centrales del estado, que más bien parecían ironía que toponimia verdadera: para donde voltearas se veían los cerros. Un poco más lejos y hacia el este en los días soleados teníamos un atisbo de las montañas de verdad, de los Altos de Chiapas. Los terracalentanos de los valles y los coletos de los Altos se habían pasado todo el siglo XIX peleándose la sede de los poderes del estado, que al final quedó en Tuxtla. Cómo los coletos estaban íntimamente ligados al poder eclesial en esos ayeres, en los Valles se desarrolló una cierta tradición anticlerical que se refleja hasta ahora en los nombre de firmes resonancias latinas, así que nosotros, de bautizos, curas y misas, nada.
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