jueves, 29 de marzo de 2012

Una piedra, una canción

Dónde estarán los zapatos aquellos
que tuve y anduve con ellos,
dónde estarán mi cuchillo y mi honda,
el muchacho que fui que responda

Candombé del olvido
Alfredo Zitarroza

Hoy me dieron una piedra
y tropecé con una canción
Tal vez fue al revés
No lo sé

Ayer los zapatos estaban rotos
los pasos rojos
y el cuchillo romo
Eso sé


Así que hoy escuché la piedra
coloqué  la canción
en la honda rota
si lo sé

viernes, 9 de marzo de 2012

Otro fragmento

Llévate la  historia
a donde yo no pueda encontrarla...
Real de Catorce

(...) 

A lo largo de ese 1994 entre plática y plática, aderezada con café, amor y cigarros, me fue quedando claro que esa primera percepción de Tamara era cierta. Parecía que toda su vida había estado organizada para que llegara ahí, a donde llegamos pensando que estábamos juntos, sin saber todo lo complejo que podía ser la vida recién entrando a nuestros 19 años.

Tamara se había hecho sola. Sola en serio, no sola como “era una niña muy callada y esforzada”, no. Sola. Ella como yo, venía de una familia de la oligarquía local, así que con el tiempo articulamos un discurso basado en uno de los textos de Mao. Cuando alguien nos restregaba nuestro origen en la cara, le decíamos con cara de no mames, compañero, uno es el origen de clase, otra la conciencia de clase y otra más la práctica de clase. El primero no importa, fíjese en los otros dos y deje de estar chingando con sus complejos de pequeñoburgués resentido. Digo que se había hecho sola, porque su madre esperó nomás parirla para tirarse al monte, al llano o al comando urbano, lo que fuera que hubiera escogido como campo de batalla de un minúsculo grupo guerrillero de mediados de los setenta. Así que digamos que planeada, pues Tamara no fue. Por lo menos no para la mamá, de quien nunca más volvieron a saber, ni por fuentes indirectas, aunque su padre dedicó una década completa a rastrearla, pero nada. Nada de información, ni de los que estuvieron en el Campo Militar No. 1 ni de nadie más de los que sobrevivieron a la Guerra Sucia. Apenas alcanzaron a tener la certeza de que se había metido a un grupo que se llamaba Ejército del Proletariado Mexicano, que recibió entrenamiento de segunda mano de otro grupo que se había entrenado en Corea, y que estuvieron involucrados en algunos asaltos bancarios (expropiaciones revolucionarias, compañero, no mames). Nada más. Tamara le pusieron por la guerrillera que acompañó al Che en Bolivia, por supuesto. Entre la militancia de sus papás y el origen alemán del padre pues no había para donde hacerse. Tamara Ulrich. Si, de los Ulrich de las fincas cafetaleras del Soconusco, de la parte pobre y repudiada de la familia. En su primera década de vida entonces, Tamara no tuvo madre porque se fue, ni padre porque la estuvo buscando. Una vez que vio que no la encontraba, decidió aprovechar una oportunidad e irse de maestro de la UNACh ahí mero en San Cristóbal, en la Facultad de Ciencias Sociales, a dónde yo llegaría a encontrarme con su hija diez años después. 


Tamara tampoco tuvo a nadie en la segunda década de su vida porque su papá se dedicó en las mañanas a dar clases, bien y con enjundia, y con la misma enjundia dedicó las tardes a emborracharse. Recuerdo la primera vez que lo vi, en la semipenumbra de la chimenea de la casa de madera que tenían en el Barrio de Cuxtitali, en San Cristóbal. Entré y lo saludé, volteó a verme apenas para luego empinar el vaso de brandy que tomaba, así derecho, poco a poco mientras canturreaba despacito, para si mismo: …te sentirás acorralada, te sentirás perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido… Pero tú siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti, pensando en ti… como ahora pienso. Nueve de cada diez veces que lo vi, lo que cantaba entre dientes mientras se dedicaba con conciencia y método a emborracharse era esa canción. Se le veía la ascendencia en la tez canela y los ojos claros, aunque se veía también la herencia de su madre en los pómulos altos y los ojos almendrados, esos que tenía Tamara y que la hacían tan ella y tan bella. El primero de su apellido en tierras chiapanecas, el abuelo de Tamara había sido de los alemanes de la segunda oleada, que llegaron a México enviados por las casas comerciales con sede en Hamburgo, a verificar sobre el terreno la buena marcha de las fincas. Era el período de entreguerras, 1929 para ser precisos y Juan Ulrich, se independizó rápidamente de su casa matriz y se hizo de una finca, a la que puso por nombre, por supuesto, Hamburgo. Fue de los fundadores de la Verband Deutscher Reichsangehoringen, la Asociación de los Ciudadanos del Tercer Reich. Nazi. Entre los días que festejaba antes de 1945 estaba el 20 de abril, día del nacimiento de Hitler. Le tenía un altar en la sala de la casa grande de la finca. Fue un cabrón hijueputa completito, que un día se oponía a las escuelas en sus fincas, y al siguiente formaba un ejido en la periferia de sus tierras con los miembros de su guardia blanca. Tenía su propia casa de enganche en San Cristóbal, desde donde salían caminando cientos de tzotziles en una travesía infernal de 10 días hasta la finca, endeudados desde ya con Don Juan, para la pizca del café. Al llegar a la finca la chinga se recrudecía, y no eran pocos de los que hacían el camino de ida para nunca regresar. Tenía desde ese entonces y hasta 1994, una remachadora donde acuñaba fichas de su finca en hojalata, la única moneda que circulaba en la tienda de raya.  A finales de los años ochenta,  mejor cambió el enganche de mano de obra hacia Guatemala para evitarse las reivindicaciones de tierras. Indios son indios, decía. Hasta la caída del Tercer Reich, fue un digno representante de la raza aria: sobrio, culero, casado con una alemana que al inicio de la Guerra regresó a su patria y de la cuál no volvió a saber nada. Una vez que Hitler murió, se volvió un poco más ojete, y comenzó a emborracharse un día si y otro también, y a incursionar en los galerones de los peones cada cierto tiempo, acompañado de dos o tres guardias armados. De ahí salía con alguna muchachita apenas púber arrastrada de los pelos, a la que violaba impunemente. De estas uniones forzados fueron naciendo mestizos, que cuando se parecían a él se quedaban en la casa, integradas las madres a la servidumbre permanente. A los más güeritos les daba el apellido, en esas actas donde quedaba asentado “hijo natural reconocido”. Uno de los últimos de estos niños, de los más vivos, fue Juan Ulrich Pérez, el padre de Tamara. Orgullo disimulado de su padre por su inteligencia y sus ganas de quedar bien con él, decidió prepararlo para manejar Hamburgo, la que para ese entonces era sólo una de sus tantas fincas. Así que en 1967, con diecisiete años cumplidos, Juan Ulrich Pérez se fue a estudiar agronomía, en la Escuela Nacional, que estaba en la ex hacienda de Chapingo. Error garrafal. Ahí me lo echaron a perder, decía hasta sus últimos días el viejo Juan. El 68 tomó a Juan Ulrich Pérez en plena militancia de unos de los muchos grupos marxistas que había en la ENA, y lo emparejó con la que sería mamá de Tamara. La libraron y no cayeron al bote. En 1971 no le fue tan bien, lo madrearon y detuvieron, y lo tuvieron tres días torturándolo. Nunca hablaba de ello, pero tenía una cicatriz que le cruzaba la frente dando la impresión de que estaba siempre con el ceño fruncido, aún en las contadas veces que sonreía. Tamara suponía que la cicatriz venía de esos días...