lunes, 9 de diciembre de 2013

La casa de mis sueños

Cuando desperté estaba en un edificio grande de vidrio reluciente y escaleras, donde un montón de gente caminaba presurosa, con cara de ir a algún lado o quehacer muy importante. Los hombres estaban vestidos de traje negro y camisa blanca. Las mujeres también, pero con falda y tacones que hacían resonar contra el cristal del piso. Cada cinco pasos hombres y mujeres veían con apremio su reloj y apretaban el paso y las mandíbulas, conscientes de que llegaban todos tarde.  

Aquí trabajo, pensé.

Vi hacia fuera, justo enfrente estaba un bosquecito sobre una pendiente, con una escalinata que te llevaba a una fuente y la rodeaba para desembocar en una casa. No había duda: era la casa de mis sueños. Me llené de orgullo porque vista desde fuera la casa se alzaba en la colina, con el campo de fútbol de la primaria de un lado, y el arroyo de San Cristóbal donde estaba el rosal gigante del otro. Y en medio toda ella, con sus paredes de ladrillo y piedra, viejas pero bellas y su puerta de madera. Al frente no tenía ventanas, nada más la puerta que tocaba casi el techo de dos aguas, limitada por las vigas gigantescas que detenían el resto de la estructura sobre la que descansaban las tejas de barro, olorosas, ordenadas. Esa, definitivamente, es la casa de mis sueños, pensé.

Estaba casi dispuesto a parar alguno de los transeúntes para decirle sonrisa de por medio, mira, esa es la casa de mis sueños, cuando comenzó a temblar. No era la suave oscilación del temblor del año de 1989 que me despertó soñando que estaba en una hamaca, no. El suelo trepidaba encabronado, mientras yo veía incrédulo que los hombres y mujeres apresuraban el paso pero sin gritar, ni mirarse ni nada, mientras empezaban a chocar unos con otros por las prisas y el temblor que arreciaba, y en ese momento caí en cuenta que no sabía donde estaba Ella, y que mis hijos estaban en la casa de mis sueños, y que cada vez temblaba más fuerte en el edificio de cristal, y que tenía que ir a ayudarlos. Pero también me di cuenta de que hiciera lo que hiciera, no iba a poder salir de ahí.


Miré entonces mi reloj, me di cuenta de que me estaba retrasando y apreté las mandíbulas, mientras daba cinco pasos.

Mientras espera

Ha sido un largo día de vueltas y espera  en el aeropuerto. Se supone que salía a las seis de la mañana, para estar, vía salto de diferencia horaria de por medio, a las seis cuarenta en Hermosillo, a más de dos mil kilómetros y después de dos horas cuarenta de vuelo. Pero no. Son las diez de la noche, y recién apenas parece que va a salir. Más fastidiado que cansado, después del apagón y los retrasos que le siguieron, el tipo por fin tiene un pase de abordar; una hora de salida, las once y media; y una puerta  de embarque, setenta y uno de la terminal dos.

Hacia allá se dirige. Se da cuenta que su natural talante antisocial tomó la inconciente decisión de sentarlo justo en medio de la fila, con tres o cuatro asientos libres a cada lado. Con parsimonia deja en la silla de al lado la bolsa de libros, a sus pies la mochila de la compu, y saca con calma y desgana el ipod, dudando si buscar algún álbum o artista en particular, poner alguna lista, o escoger nomás las rolas en orden alfabético y dejar correr la música, en espera de que algo lo sorprenda.

En esas está, cuando percibe la presencia de alguien que se ha acercado pareciera con sigilo hacia la silla en donde está todavía la bolsa de libros. Voltea apenas hacia la derecha y hacia arriba y percibe a una rubia treintañera enfundada en dos o tres capas de pana y de gamuza, como para el doble del frío que realmente hace. Con un suspiro resignado pasa la bolsa de libros de la izquierda a la derecha y decide no ceder a la tentación y voltear a ver a la mujer que toma asiento, para evitar el inicio de alguna conversación, que insulsa o no, no tiene ganas de sostener.

Cuando el aire que ha desplazado suavemente con su cuerpo la mujer llega hasta él, siente que casi se marea. Huele a madera y tabaco, con un toque de cereza, esparcido como barniz sobre piel fresca tostada por el sol. Delicioso. Excitante. Fascinante. Embriagador, piensa y entiende un poco la pertinencia del lugar común. Mientras finge interesarse en la música  del ipod, inspira lentamente paladeando con placer cada capa de aire que pasa por su nariz. En cada respiro trata de memorizar una de sus vetas. En esas está cuando no puede aguantar más y voltea y le pregunta la rubia ¿a que hueles? A mi, contesta ella, y con naturalidad extiende la mano hacia él mientras sonríe y pregunta ¿Querés probar? El tipo mira la muñeca que se le ofrece, y duda entre darle un beso o una mordida. La imagen que le resulta de la mezcla de ese olor que casi lo atonta por cercano, con el sabor que recuerda de la sangre le provoca que se le haga agua la boca.


Sin poder evitarlo se acerca con la boca abierta, para retomar un poco de conciencia en el último momento y terminar en un punto medio que se concreta en una lamida profunda y parsimoniosa. El olor-sabor se le pega a la lengua y paladar, se le enreda en la garganta, y lo hace sentir estúpidamente enamorado. En ese momento resuena en la sala el anuncio de la última llamada del vuelo fulanito con destino a Bueno Aires, en especial para Marina Gambazza, pues se está removiendo su equipaje por procedimiento de seguridad. La rubia se levanta y se enfila hacia la puerta 69 de donde sale el vuelo fulanito con destino a Bueno Aires, y cuando está a punto de perderse para siempre, voltea para decirle al tipo, bueno, ya sabés mi nombre, espero que podás encontrarme. Cuando desaparece por la puerta de embarque, el tipo despierta un poco y abre su computadora, para iniciar el feisbuk y la búsqueda.