jueves, 10 de noviembre de 2011

Miss Sinaloa

A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, pegadito a la mera zona industrial de Mazatlán, hay una colonia de paracaidistas, con casas precarias de madera y cartón. De una de ellas sale una mujer, una niña casi, enfundada en blusa blanca y mezclilla negra, asentadas en altisímas zapatillas de tacón.

A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, hay una camioneta Ford Explorer blanca, con los vidrios polarizados y sin placas. La niña-mujer aborda el vehículo donde se alcanza a distinguir apenas la silueta del chofer, que deja constancia de su autoridad y prepotencia con el acelerón y rechinido de llantas con que se va.

A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, al lado de donde sale el Mazatún para todo México, había una mujer, que se fue quien sabe para donde.

Se adivina con quien.

El Estero se llama El Infiernillo, con nombre que sabe más a confesión.


martes, 8 de noviembre de 2011

Apuntes de viaje: La vez que no había retorno

Fui a Culiacán otra vez. Mazatlán representa sin duda la zona de transición entre mesoamérica y aridoamérica en todos los sentidos. 100 kms al norte el paisaje y el acento cambian. Puro Sinaloa compa. 100 kms al sur, en Escuinapa, puedes sentirte casi como en casa. Me acuerdo la primera vez que fui a un pueblo pesquero que está en las Marismas Nacionales, hace como 5 años. Andaba atravesando una etapa de nostalgia feroz del sur, y el desorden y la vida de Escuinapa me hicieron sentir allá. Lo mejorcito fue cuando hablé con una doña del pueblito, y me empezó a platicar de un daño que le habían hecho, que la tenía enferma y sin ganas de nada. Tenía un sapo en la panza. Hola sapo en la panza, pensé. Nos volvemos a encontrar después de treinta años y como dos mil kilómetros de por medio. Estoy casi seguro que era el mismo que atosigaba sin tregua a Tere, una jovencita de Berrio que ayudaba a mi mamá con el aseo, y nos aterrorizaba a nosotros con las historias de aparecidos y hechiceros. Según ella, don Daniel, el que siempre estaba parado en la esquina a media cuadra de la casa, se transformaba en cochi. De seguro eso explicaba la peste de su hogar. Su papá lo hacía a la vista de la gente, él no. Él nomás con los que se la hacían de tos, se les aparecía luego. Tocaban a tu puerta y al asomarte lo único que veías era una cochón feroz. Y entonces a rezar y correr, con una biblia abierta, para tener alguna posibilidad de librarla. Así que imagínense la alegría y el gusto de sentirme como en casa al recobrar esas historias. Hacia el sur viajo entonces con gusto, y hacia el norte no tanto. El problema se agudiza además porque estoy cargado de prejuicios. Llegó a algún lugar y de volado hago propios los estereotipos y lugares comunes. Así, en Mazatlán con esa su dinámica de frontera que le da el ser puerto y lugar turístico, uno sobrevive. Aunque la violencia crezca a ratos y te hagan sentir que ya nada tiene remedio. En Culiacán en cambio, uno se siente ajeno, entre la ropa y música norteña, las camionetotas y la agresividá para manejar, prefiero ir cuando es indispensable. Además porque en los tres años que llevó acá han cerrado como tres veces la autopista por tiroteos y pues para que le buscamos.

Desde la salida y hasta Estación Dimas que está pasando el kilómetro 60 de más de doscientos, el paisaje es el   que rodea mi pueblo. La selva seca que sólo reverdece con las lluvias, con los mismos árboles, casi los mismos nombres y los mismos usos, tal palo que sirve para poste, tal otro para leña. Atraviesan la carretera las urracas y chachalacas de por allá, y también acá gritan que no hay cacao. En ese primer tramo literalmente languidecen a orillas de la autopista cuatro o cinco comunidades. Una de ellas, El Pozole, sobrevive en torno a la vieja y derruida estación de trenes que daba vida a la microregión. Se acabaron los trenes de pasajeros en el remate neoliberal, y ahora los únicos visitantes que se ven pasar son los migrantes que van colgados del tren, sin esperanza. El sur de Sinaloa ha sido excluido del desarrollo, escucho cada dos por tres. Y si por desarrollo se entiende presas y distritos de riego, pues si. Nada más pasar Estación Dimas comienzan a extenderse hasta donde la vista alcanza los campos agrícolas tecnificados. Cientos y cientos de hectáreas de maíz híbrido o transgénico que en apretadísima sucesión dan la impresión de que las cifras sobre importación de granos básicos no pueden ser ciertas. Pero son. En cada cerco una placa de Monsanto o Pioonner señalando que ahí se siembra tal o cuál semilla patentada por ellos y que da mejores rendimientos. Y de la localidad de Costa Rica hacia el norte, los últimos 80 o 100 kilómetros del recorrido, los campos agrícolas están aderezados por miles de invernaderos dónde se producen los tomates y hortalizas que todos consumimos. Como para dar miedo la cantidad de agroquimicos que está anunciados a orilla del camino. Sinaloa es un poco como Sonora y tantos otros lugares del país, que miran sobre todo y ante todo hacia si mismos. Así, en los noticieros de la radio mazatleca predominan las noticias sobre la pesca y el turismo, cuando y como se levanta la veda de camarón, cuantos gringos y canadienses van a invernar acá. En cuanto comienzas a sintonizar las radios culichis, la temática cambia, como está el precio de la semilla, cuanta agua hay en las presas.

Generalmente viajo hacia Culiacán temprano y regreso cayendo la tarde, con el sol metiéndose en el mar de Playa Ceuta. Cada que paso por ahí no puedo evitar recordar la rolita de Manu Chao, y me dejo arrastrar un poco por la nostalgia del sur profundo donde crecí. Como para oír la canción mixteca y enjugar con pudor una lagrimita. Pero como he contado en otra ocasión, el hogar está ahora dónde están Adriana y los niños, y frecuentemente me asalta la duda de si el regreso a los mares del sur no será la crónica de una decepción anunciada, cuando vea que nada es como solía ser, que el país todo está como está. El otro día que fui a Culiacán aprecié más que nunca el hogar mazatleco, pues no podía regresar. Me cae. Salir de Culiacán por el libramiento de la Ley del Valle fue un martirio. Iba en la camioneta grande, para estar a tono con el entorno, y cerca del aeropuerto, dónde están construyendo el puente que no va ninguna parte derrapé y casi le pego a un poste de luz. La libré apenas, para distraerme unos metros  más adelante y estar a punto de estamparme en un carro de esos deportivos de vidrios polarizados con los que más vale no meterte. En el crucero de la Ley había un tráfico encabronado, y con la vuelta al horario real empezó a oscurecer sin que dejara la zona suburbana de la ciudad, generándome una sensación de apremio y de que las cosas podían salir mal y era mejor y más prudente estar en casa. Al llegar a la caseta de Costa Rica, no había paso. Según que se había derramado amoníaco sobre la carretera y quien sabe a que hora se podría pasar. Que esperaba o me iba por la libre. Por la sierra. Por la sierra de Sinaloa, en la carreterita estrecha que usan los traileros para ahorrarse una lanita. ¿Cuanto va a tardar? Pregunté. No sabemos, contestó el de la caseta, pero ya casi sale para allá el equipo de limpieza. Pucha. Ni siquiera había salido, así que decidí atravesar Costa Rica e  irme por la libre. Para esas alturas me sentía como Truman tratando de salir de su pueblo, con todo en contra. Falta un incendio, pensé, pero no, empezó a llover. Con la lluvia y la falta de conocimiento termine enfilado hacia Los Mochis. Empecé a considerar quedarme en el primer hotel que se me atravesara y no seguir retando al destino. Decidí hacer un último intento y retomé el camino hacia Costa Rica. Atravesé el pueblo pensado en que era igualito que Miguel Alemán, el pueblo de la costa de Hermosillo donde viven los jornaleros agrícolas. Expendio tras expendio de Tecate y Pacifico, gente en las calles con la mirada perdida, pensando de  seguro, como yo, en el sur donde crecieron y lo lejos que ahora están. Salí del pueblo y en la carretera que conecta con la libre. De repente, a mi izquierda, se alzó una barda como de fortificación alemana de la segunda guerra mundial, que se extiende durante muchos cientos de metros. Este es el rancho del Mayo que tiene en Costa Rica, pensé, y mejor aceleré pensando en que iba a atravesar parte de la sierra con noche cerrada.

A esas alturas ya estaba muy preocupado, dudando de la posibilidad de llegar a Mazatlán ese día o cuando fuera. Como siempre que viajo llevo el ipod y el aparatito que transmite en FM, decidí poner música para relajarme en la vida y concentrarme en el camino ¿Qué pongo? Pensé ¿Alguien en particular, una lista, las 25 más escuchadas? Ya me las sé todas, y de repente si dejo la reproducción aleatoria me llevo una buena sorpresa. Decidí hacer eso, pero para no andar retando de más al destino, dejé que corrieran las canciones en orden alfabético. Escuché al Rockdrigo (Acerca de mi, acerca de ti), Sabina (Ahora que...), Silvio (Al final de este viaje) me dio escalofrío; Manu Chao (Amalucada vida) y otras que comienzan con A que me metían un poco más de presión, progresivamente, con la sensación de que algo iba a pasar, de que no podía ser así nomás porque sí toda esta cadena de obstáculos y casualidades, que quien sabe si algún día iba a llegar a Mazatlán a mi casa con los míos, o si me iba a quedar en otro espacio recorriendo por siempre la carretera Federal 15, tan lejos del sur, en territorio narco, en la camioneta Ram . A lo mejor ya me morí y esto es el infierno, pensé.  Se terminó otra rola que comenzaba con A, y mientras veía a lo lejos entre la lluvia un letrero de esos verdes que nombran las localidades de orilla de la carretera, todavía ilegible por la distancia y el agua que escurría en el parabrisas, se hizo un silencio en la cabina. Cuando estaba a punto de tomar con precaución el ipod para ver que pasaba que no seguía, llegué a suficiente distancia del letrero como para leerlo. Mientras se formaba en mi mente la palabra que tenía el letrero verde de orilla de la carretera, salió la mismísima palabra del ipod en un proceso de sincronización perfecta: Baila, decía el letrero, Baila baila bailarina cantó Víctor Manuel. fue tan abrupto el asunto y me trajo tantos y tan chidos recuerdos, que sentí perfecto como se rompía el maleficio, y tuve entonces la certeza, ahora sí, que llegaría a Mazatlán a abrazar a Víctor, Joaquín y Adriana. Así pasó. Días después verifiqué en el google earth y si, si existe a orillas de la carretera federal 15 una localidad que se llama Baila. Y de la canción de Víctor Manuel pues ni que decir.