martes, 28 de junio de 2011

No llueve



Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve.
Nos han dado la tierra. Juan Rulfo

Pasó el 24 de junio y nada que llovió. Apenitas anoche cayó una lluviecita cutre, ligera, casi tierna. Se alcanzó a sentir un leve aroma a tierra mojada y Joaquín corrió a la ventana y dijo -Está lloviendo-, para regresar luego a lo que estaba haciendo. Nada pues.

No sé que trae este año que noto en todo el mundo -incluyendo al suscrito por supuesto- una añoranza terrible de la lluvia. Será que han sido tantas y tan jodidas las malas noticias, que esperamos un poco de agua para lavarnos las manos y la cara.

Desde el fallido 24, no dejo de recordar otras lluvias de otros tiempos.

Me acuerdo por ejemplo de las lluvias en mi pueblo, antes de que las calles estuvieran encementadas tan horriblemente como hoy. La lluvia era el comienzo de la aventura, cuando corríamos al lado del arroyo donde habíamos soltado los barquitos de papel, con apuesta de por medio a ver cual aguantaba más. Doscientos metros más abajo de la casa, donde ahora van a poner la Boedega Aurrera que pone en jaque al pequeño comercio pueblerino, se despedazaban las naves y definíamos ganadores. Me acuerdo también de las lluvias que preferían la noche, y del repiqueteo en el techo de asbesto del cuartón donde hacíamos como que dormíamos escuchando el agua. Si llovía un poco más temprano nos quedábamos sin luz, en el otro cuarto de adobe y techo de teja que hacía las veces de comedor, sala y cocina, y jugaba entonces a encontrar formas en las sombras vacilantes de las velas en las vigas del techo. También hacíamos figuras y erámos un poco más felices que los otros días. Si el chubasco nos agarraba en la casa de mi abuela, en lugar de velas nos alumbraban los quinqués hechizos de frascos de nescafé con petróleo, con una una tira de tela haciando las veces de la mecha, distribuidos a lo largo del corredor, y veíamos las lluvia desde las butacas cayendo en el patio del árbol de aguacate, comiendo una tortilla grande con manteca, tomando un cafécito con leche para el alma. No recuerdo una sensación más reconfortante.

Recuerdo también la lluvia interminable de San Cristóbal, los días y noches en que no paraba de caer una lluvia suave, que te daba una falsa sensación de que podías salir y retarla, caminar el mundo en la búsqueda de los otros, para terminar totalmente mojado después de un cuarto de hora. Tuve unos zapatos rotos que me hicieron acostumbrarme al agua y encontrar un uso diferente a los periódicos, y tuve un chuj de lana basta, que guardaba todavía el olor del borrego, que me sirvió de impermeable varios meses, por aquello de la grasa que guardó cuando lo hilaron y tejieron. De ahí de Sancris recuerdo una de las lluvias peores, en la casa esa del barrio de Santa Lucía, que tenía dos pisos. Fue una noche después de levantarme, verme en el espejo y constatar los estragos de tres o cuatro días de excesos, viendo a un tipo que me veía a su vez con los ojos rojos y apagados, flaco, sucio, jodido, barbón. Me senté entonces en una silla de la sala del segundo piso frente al ventanal que ahí reinaba, y estuve torturándome desnudo y frío, viendo caer la lluvia fina y sintiendo como nunca la tristeza.

También me acuerdo de la multiplicación de las sombrillas de la estación de trenes Termini de Roma, cuando vimos con sorpresa Adriana y yo como surgían en las puertas montones de migrantes de Bangladesh, cada uno con un ramillete de paraguas, repitiendo lo que tal vez era la única palabra en italiano que importaba: piove, piove, piove.

Extraño también en estos días la lluvia de Hermosillo, siempre tan escasa y tan escandalosa. Nunca he escuchado tanto ruido antecediendo al chaparrón, con los truenos que barren el desierto como tanteando el suelo, a ver que tan sediento está. Una vez, cuando erámos tres, estabámos en un parquecito y nos llegó el aroma de la tierra del desierto mojada, antecediendo por segundos a una tormente de arena, que anunciaba a su vez el agua. Me quité la camisa para tapar a Joaquín, y un poco ciegos y un mucho gozosos, corrimos hacia el carro que nos permitió poner distancia. Todavía no supero la sorpresa de saber que existen los sapos del desierto, que se entierran durante meses y años a esperar el agua que los haga renacer, para enloquecer entonces en un frenesí reproductivo, y dedicarse luego a comer hasta hartarse y más allá, antes de regresar bajo la tierra, a esperar, otra vez.

Sé que cuando llueva por fin acá, se soltará la vida, y con ella las montañas de zancudos que te obligan a guardarte.

No importa.

Seguimos esperando.

Todavía no llueve.

martes, 21 de junio de 2011

De la pedagogía del esfuerzo



Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?»
«Corazoncito, para devorarte mejor...»
Gabriela Mistral
Parte III de Crónica de 30 años de crisis ininterrumpida 1982-2012
Como muchas otras cosas relacionadas con la religión, no creo en el pecado original, la supuesta culpa ancestral que se transmite de padres a hijos desde el momento mismo de la procreación. 
Creo si, que la metáfora del pecado original nos sirve para justificar la terrible inocencia de los niños, tan lejana del control adulto y de sus reglas. Con toda la inconciencia que te da en los primeros años no distinguir completamente el bien del mal, según como indican los parámetros de los adultos, se pueden hacer cosas terribles, marcar vidas para siempre. Los adultos ven a los niños como medias-personas, dependientes para todo de ellos, necesitados de las reglas y límites que ellos les imponen, ignorantes de la jungla en que se vive en la escuela, confiados en la comunicación que tienen con sus hijos, con la certeza de que nada se les escapa, nada malo por lo menos. Mientras más te involucras en distintos grupos, conforme creces, más en contacto te pones con lo mejor y lo peor de las sociedades humanas, más aprendes a golpes a jugar el juego. A mi me pasó al entrar a segundo año de primaria.
Pasé el primer año en la dulce güeva, en la fiesta y la inconciencia que resultaba de una afortunada combinación de factores. Mi papá me enseñó a escribir en el verano previo a la entrada a la primaria, con un método propio, desarrollado por él, y que cuando me tocó experimentarlo ya estaba probado con mi hermano. La onda era levantarse con él, antes de que se fuera a Tuxtla a la oficina. Agarraba un cuaderno de raya, me alzaba sosteniéndome de las costillas para sentarme en el alto banco de su restirador, asentaba el cuaderno, agarraba el lápiz y escribía mientras me decía: Acá dice “El”, acá dice “caballo”, acá dice “corre” acá dice “por”, acá dice “el” otra vez pero con “e” minúscula, y acá dice “campo”. “Ahora tú, escribiendo en la siguiente línea”. Y yo a garabatear “El caballo corre por el campo”. “Ok”, decía mi padre, “ahora llena cinco hojas con ese enunciado, sin errores”. “Nomás no lo vayas hacer en escalerita porque me voy a dar cuenta” –remataba, mientras, no sé si consciente o inconscientemente, se acomodaba el pantalón sobre la panza prominente, con dos jalones de las manos sobre el cinturón, primero de los lados y luego de atrás y adelante. Yo, tragando saliva, digería la amenaza implícita en el ademán en cuestión, y le decía: “Si papá, como Usted ordene”.
Salía mi papá de la casa, yo desayunaba y me iba al estudio a acometer la terrible faena. Nada más subirme al banco del restirador me representaba un reto, sentía como se tambaleaba cuando me impulsaba hacia arriba, con toda la atención puesta en no echarle de más y terminar en el suelo. Después empezaba “Elcaballocorreporelcampo”, “Elcaballocorreporelcampo”. Las primeras veces intentaba hacerlo rápido, pero me daba cuenta que por mucho que apurara para salir a correr con mi primos y mi hermano, se me iba a ir toda la mañana. Yo estaba a 5 meses de cumplir 7 años, recién terminado el kinder, al que había llegado tarde y salido ídem, en un vano esfuerzo de mi padre por darme un poquito de ventaja ante lo que se vendría. Mi primo Layo y mi hermano, de diez ya cumplidos, estaban hacía mucho en las estadísticas de los mexicanos alfabetizados. No se diga mi primo el Heras, que con 11 acababa de terminar la primaria.
Así que mientras a mi me martirizaba la dureza del banco de restirador, diseñado por alguna mente maligna para impedir que se durmieran los dibujantes, llegaban a mi oídos la gritería de los otros jugando en el gran patio compartido que unía por detrás nuestra casa con la mi tío Heraclio. Cuando tras grandes esfuerzos llevaba dos o tres hojas, empezaba a alucinar con los caballos y los malditos campos donde se la pasaban corriendo, mezclando la realidad con el sueño. De a tiro por viaje me despertaba de un brinco, sobresaltado, con la sensación del chango primigenio que se cae del árbol, para descubrir que estaba a punto de correr la misma suerte. Alcanzaba a detenerme apenas, agarrado a dos manos de la tabla, para descubrir un instante después, horrorizado, que al dormirme me había equivocado, que la línea que estaba escribiendo, terminaba en un rayón, como de pájaro en picada, que echaba a perder toda la hoja. Suspiraba, la arrancaba y comenzaba de nuevo. La otra parte del sistema de mi papá para alfabetizar a sus hijos consistía en el deletreo. Cuando íbamos caminando con él, ya en la tarde, en la ronda de visitas que hacía por el centro del pueblo, de repente se detenía frente al rótulo de algún negocio: “Mira hijo, ahí dice Supermercado Cinco hermanos”. “Las letras de la última palabra son: hache, e, ere, eme, a, ene, o, ese. Ahora tú”. Y yo trastabillando, trataba de repetirlas: hache, e, ere, ene…”. “No seas pendejo, esa con las tres patas es la eme, la otra que tiene nomás dos es la ene” –me interrumpía mi sacrosanto padre. Y si me equivocaba otra vez me llevaba un zape, y seguro a la tercera me salía, cuando las manos del señor se habían acercado peligrosamente al cinturón. Así que no tuve más remedio que aprender a leer. El primer año entonces me la pasé platicando y distrayendo a mi compañeros, tratando de convencerlos de que tenía siete años, y ellos me veían desde su estatura reducida generada por la desnutrición y el trabajo del campo con cara de incredulidad donde se leía “Pinche ladino mamón” y me decían “No, si yo tengo 9 y tu eres más alto, has de tener como diez o doce años”. El Urtusuástegui, el hijo del ingeniero, el de la casa con techo de cemento y tele, ese era yo en primero, el rico pues, curiosamente, sin serlo. El blanco de todos los enconos, la demostración infantil de la existencia de la lucha de clases y la resistencia cultural. Mientras estuvieron mi hermano y mi primo, no hubo pedo. Nomás salir ellos y entrar a segundo y comenzó el tormento.
Un día iba yo con mi Sinrival y mi panza caminando por la vida cuando se me emparejaron tres chamacos de cuarto “Como te va”, dijeron. “Bien ¿Y a ustedes?” contesté, agradablemente sorprendido y pensando que a lo mejor podía tener amigos de los grados superiores, cuando me detuvieron entre dos mientras el tercero y mayor, el jefe, me sorrajaba tremendo reatazo en la panza, sacándome hasta la última gotita de aire disponible. “Para que no andes de pinche presumido” me dijo, y me quitaron mi refresco. Una vez que hube recuperado mis funciones respiratorias, me quedé pensando en lo que había sucedido, con la pinche duda de que lo había ocasionado, tratando de identificarlo para evitarlo, sin llegar a ninguna conclusión razonable.
Otro día, Dionel, que iba en mi salón, se me aventó encima por la espalda al salir apenas del salón, y me aplico una llave de lucha libre que me dejó inmovilizado, mientras me insultaba a placer. Dionel era dos años mayor que yo e hijo de albañil que trabajaba a destajo. Saliendo de la escuela se iba a la obra donde estuviera su papá y a darle acarreé que acarreé ladrillos, arena o grava. Así que ni como imponer mi recién adquirido y fofo cuerpo a su correosa y talluda humanidad. De cualquier forma me esforcé en librarme, alcanzando como único resultado un tallón y madrazo en la nariz, de la que empezó a gotear de manera grotesca y escandalosa la sangre, en una relación directamente proporcional a la humillación que yo sentía. Muchos años después, en la época de borracheras de la prepa, me lo encontré mientras iba con mi hermano y un amigo, el Erwin. Lo reconocí y me le fui encima a patadas y madrazos. En esa época había encontrado una vena peleonera que me daba la confianza para tener esos arranques, sobre todo cuando andaba con dos o tres alcoholes encima, como era el caso. Y entre mi borrachera y la de él, se impuso la de él que no alcanzó a reaccionar a los golpes, si apenas a cubrirse mientras gritaba “La ley, háblenle a la polecía”, “Llamen a la justicia”. Como era la época de terror del ex militar Chus rana como jefe de la policía municipal, mismo que madriza de por medio a todos entambaba, sin razón aparente o con, como fuera, por cualquier mamada (como nos tocaría a nosotros, pero eso se los cuento más adelante) la justicia hizo su pronta y oportuna aparición. “Ora hijos de la chingada, subanse pa´rriba” dijeron mientras cortaban cartucho de sus riflitos veintidós que usaban, dispuestos en semicírculo alrededor nuestro, empujándonos hacia la camioneta, con la prepotencia absoluta que da la certeza de que eres la autoridad y puedes hacer lo que quieras. “Momento oficiales”, dijo el mamón del Erwin que ya estaba estudiando derecho, “Nosotros veníamos transitando tranquilamente rumbo a mi casa que es la de ustedes, cuando fuimos agredidos por estos señores” completó señalando al Dionel y sus dos acompañantes. Ante la cara de “¿Qué dijo?” que pusieron los polis, mi carnal entró al quite y les aclaró, “Salimos apenas de la velada en el auditorio, y ya nos íbamos a dormir cuando aquí estos nos atacaron”. Los polis voltearon a ver a su jefe, que dijo, “Pues buenas noche señores”, mientras le soltaba un culatazo mayúsculo al pobre Dionel, que había conjurado su presencia, y esto fue la señal para que los demás le cayeran también a culatazos a sus acompañantes. Cuando nos alejábamos alcanzamos a oír el ruido de la lámina de la camioneta que recibía a los tres pobres tipos para transportarlos a la cárcel municipal. Muertos de la risa nos fuimos a la casa del Erwin a seguir tomando, festejando el inobjetable triunfo de las armas Urtusuástegui, con inconciencia total del desmadre que habíamos armado.
Más o menos dos semanas después de estos hechos, salíamos de nueva cuenta de una fiesta en el Auditorio, la boda del cuñado del Víctor creo, nuevamente mi carnal, el Erwin y yo, cuando de repente ya estábamos rodeados. Al frente del contingente enemigo el Dionel, con los ojos entrecerrados, trabado por la furia, con la cabeza levemente inclinada hacia adelante, con voz ahogada me dijo “¡¡Hijo de tu re puta madre que te parió al aire!!”, que venía siendo el non plus ultra de los insultos vallescentralenses. “No contento con que me madriaste, me llevó la autoridá, me terminaron de madriar ellos y me bajaron la raya de la semana” noté como se iba alimentando con su misma furia y creciendo. “Pero lo más pior de todo es que me peloniaron y me pusieron a barrer el parque el domingo temprano” pensé que había concluido, mientras a mi me recorría un escalofrío, pero no, todavía me dijo “¿Tenés idea de que se siente estar pelón, barriendo y que vaya llegando la gente a la primera misa y te vayan saludando aguantando apenas su pinchi risita de mierda?” aunque poco después estaría cerca de vivir en carne propia esa experiencia, en ese momento no tenía ni la menor idea de lo que sentía vivir la experiencia en cuestión, pero consideré pertinente de cualquier forma no comentarlo. “Tú me madreaste en la primaria, estamos a mano” le dije en cambio. “Ningún estamos a mano, sólo a sólo puto” respondió y tensé el cuerpo para lo inevitable. El “sólo a sólo” era ineludible. En cualquier otro contexto podrías tratar de escurrir el bulto, argüir inequidad, borrachera, o de plano hacerte pendejo. Pero cuando se pronunciaba esa frase, arrastraba una cauda de significado subyacente, que se resumía en que le entrabas o le entrabas, pues no tendrías sosiego nunca más en ninguna fiesta ni espacio público, donde todo el tiempo alguien te trataría de madrear pues eras puto, no le habías entrado a una pelea sólo a sólo. Uno a uno y hasta que quedará un claro vencedor, único momento en que los demás podrían intervenir. Así que me estaba disponiendo para lo inevitable, vencido ya secretamente antes de empezar, cuando se me dejó venir, no a golpes como esperaba, sino tratando de agarrarme por la cintura y tirarme. Estábamos justo en medio de la calle de la esquina surponiente del parque central, eran apenas las doce de la noche de un sábado, y no pasó ni un maldito carro. No pasó ni siquiera la policía, que habitualmente se la pasaban haciéndose pendejos dándole la vuelta al parque, molestando a las muchachas y cazando a los borrachos.
Del encontronazo con toda la furia del Dionel, di dos pasos para atrás, que hubieran sido más, o de plano me hubiera caído si no me detiene el barandalito de la jardinera que marcaba el perímetro del Parque Central. Le he dado un chingo de vueltas viéndolo en retrospectiva y siempre concluyo lo mismo. Hubiera sido mejor caer desde el principio y no quedar detenido ahí. El puto barandalito de mierda tenía picos en forma de flechita, de esos que se supone que le ponen para desalentar el que los pases. Como herramienta de persuasión servía para una chingada, todo mundo se metía a tirarse en el pastito. Como adorno estaba muy cutre, y como sostén en medio de una madriza, francamente insoportable. Mientras sentía como se me iban clavando las puntas en los muslos, y daba gracias al cielo por el pantalón de mezclilla Levi´s tan resistente que había recientemente adquirido con grandes sacrificios, pensaba a mil por hora que hacer en cada fracción de segundo del pleito. No podía darle de rodillazos ni patadas, pues me tenían atrapado contra el barandal de marras ejerciendo presión para tirarme. No podía levantarle la cabeza tomándolo del pelo, pues como el se había encargado de decirme, lo habían rapado recién y no había de donde agarrarse. Probé a pegarle golpes con toda mi fuerza en la espalda y en el costado, pero una vida de peón de albañil había dado resultados, y parecía que le estaba pegando a una tabla. Y él seguía empujando, y empecé a sentir como se rasgaba la mezclilla y me empezaba a rasgar la piel, y ahí, atrapado, tomé una decisión un poco idiota. Me dejé caer de espaldas hacia el pastito, arrastrando a Dionel en mi caída ¿Resultado? Quedé tirado de espaldas, con el Dionel montado sobre mí, con mi rostro a su alcance, y me empezó a tundir con enjundia justiciera en la cara, mientras yo atinaba a apenas a medio taparme y medio tratar, inútilmente, de devolver la agresión desde abajo. El entrarle a un “solo a sólo” tiene sus ventajas. Como ya era claro para aliados y enemigos que me estaban partiendo la madre y que no había posibilidad de revertir el resultado, ya le pudieron entrar todos los espectadores a separarnos al grito de “¡Ya estuvo, ya estuvo!” En estos casos había que asegurarse de que se tenía una sincronización milimétrica entre los que separaban a los contendientes (cada quien a su amigo) pues más de una vez había pasado que mientras tú detenías a tu amigo que estaba arriba e iba ganando, los cuates del otro se medio hacían pendejos y entonces le alcanzaban a plantar al tuyo un soberano reatazo en la cara, o una patada en los güevos que ponía en riesgo sus posibilidades de reproducción futura, transformando en victoria ajena de último momento, su triunfo. Como yo estaba abajo y madreado no fue el caso. Agradecido de que terminara el castigo no hice por intentar madrearlo, sólo me paré, me sacudí, me salí del jardín y nos fuimos caminando haciendo un recuento preliminar de los daños. La mandíbula hinchada y un ojo morado y en proceso de cerrarse era lo que saltaba a la vista. Lo que más me dolía sin embargo, era mi pantalón Levi´s 501, roto desde las nalgas hasta el tobillo, irremediablemente dañado. Con lo que ganaba trabajando en vacaciones en la tienda de Villahermosa me alcanzaba siempre para comprarme uno, así que más o menos tenía dos siempre. Livais y del que fuera. Dos nomás.
Pero eso pasó después. En el segundo de primaria que nos ocupa, llevaba en menos de una semana dos derrotas, la del golpe en la panza y la del Dionel niño. La tercera fue la mía, conseguí una primera victoria que me enfrentaría por primera vez con la maldad y el miedo. No me acuerdo como empezó el pleito, ni porque. Me recuerdo solamente corriendo tras Miguel, mi compañero de banca, que corría despavorido tratando de llegar a la dirección, donde se suponía que estaba la maestra Bety que, plana de por medio, nos había dejado solos un rato. Junto a nosotros corrían las tres cuartas partes masculinas del salón, azuzándonos, impulsándonos al pleito. Lo alcancé al final de la fila de salones de primero, lo tomé de un hombro y lo detuve de un jalón seco, de tal suerte que cambio de trayectoria y fue a estrellarse contra el filo de la ventana del primero A, donde daba clases muy orondo el maestro Wilson. Atontado por el golpe, Miguel quedó a mi merced y le empecé a pegar en la cara, como me había enseñado mi papá. El maestro Wilson salió ante la gritería, y me detuve, pero para mi sorpresa nada más se nos quedó viendo y dijo “¿Ya terminaron? Que nadie se meta”. Nadie se metió, y Miguel trató de darme un golpe, alcancé a esquivarlo y pegarle de vuelta en un ojo, provocando que se doblara llorando, mientras el maestro Wilson decía, “Sin llorar, aguántese como los hombres”. Aprovechando que estaba doblado lo tamborileé en la espalda a dos puños, y luego empecé a tirarle golpes de nuevo a la cara, desde abajo. En eso empezó a escurrirle entre las manos un hilo grueso, de sangre, y fue hasta ese momento que el maestro Wilson intervino y me dijo, “Ya déjalo, ganaste”. Sólo faltó que me levantara el puño en alto ante la concurrencia aumentada por sus tiernos discípulos.
La maestra Bety se puso furiosa, y en medio de una regañada fenomenal, la única que me dirigió directamente a mí en los dos años en que se dedico a aterrorizar a mis compañeros, nos obligó a hacer una especie de reconstrucción de hechos. Cuando llegamos a la parte en que le contamos como se había golpeado Miguel contra el filo de la ventana con la nuca, fue el acabóse, “Lo pudiste haber matado, inconciente” me dijo como mil veces. Mejor no lo hubiera hecho. Conciente ella de que estaba acercándose peligrosamente a una frontera que no debía cruzar con un Urtusuástegui, terminó el hecho dictando sentencia: me quedaría una semana sin recreo. A Miguel no le tocó castigo, así que les quedó completamente claro a todos, a mí el primero, que el único culpable en todo el asunto era yo.
Ahí empezó una de las etapas más negras de mi vida. No recuerdo cuanto duró, pero seguro no menos de unos días y no más de unas semanas, pero fueron insoportables. Al día siguiente, Miguel, que seguía siendo mi compañero de banca, al acercarse la hora del recreo comenzó a decirme “Yo no quería, pero tomando en cuenta que me pudiste haber matado, le voy a tener que decir a mi mamá, ahora que venga al recreo, lo que me hiciste. Seguro ella va a reclamar fuerte con el director y te van a expulsar. Es que imagínate, me pudiste haber matado”, insistió. Yo, que no había pensado en otra cosa desde que la maestra había dicho eso, comencé a temblar. Veía clarísimo que me iban a expulsar, y si me expulsaban ¿A que otra escuela podía ir? La única otra primaria que había en el pueblo, la Zapata, nos estaba ya vedada. Mi tío Heraclio había ido a mentotearle la madre al director que se había atrevido a castigar a su hijo, mi primo el Heras, y como resultado de ello habían sido expulsados sus hijos y mi hermano. Por eso íbamos a la escuela “El Porvenir” que nos quedaba tan lejos. Así que me veía condenado a estar en la casa haciendo plana tras plana de “Elcaballocorreporelcampo, elcaballocorreporelcampo, elcaballocorreporelcampo”. O la otra variante “Elperroladradenoche, elperroladradenoche”. No, era insoportable tal perspectiva. Prefería seguir en la escuela y tener una pelea diario antes que vivir de esa manera. Así que no pude más y le rogué “No le digas a tu mamá por favor (elcaballocorreporelcampo)”. Si hubiera tenido un poco más de malicia o dos años más, hubiera reconocido la sonrisa de suficiencia que se le dibujó en el rostro a Miguel, pero en ese momento la vi como una sonrisa de empatía, de que no le iba a decir, pero en cambio, dijo “No, pues si le tengo que decir, imagínate, mi vida estuvo en riesgo”. “No le digas por favor (elperroladradenoche)” supliqué. Y en ese momento, con la certeza que me tenía en sus manos, me dijo “¿O que me puedes dar pues, para que no le diga”. “¿Cómo?” le dije desde mi pendejez ingenua. “Si, no sé, si me das tu gasto o algo pues me aguanto y no le digo nada” vaciló. Pero yo no vi la vacilación, lo único que se abrió ante mí, fue una pradera de posibilidades, en la que un perro y un caballo se alejaban al galope. “Claro que si, te doy mi gasto”. Y así inauguramos un ritual que se repitió un número indeterminado de días. “Le voy a decir a mi mamá” “No le digas” “Que me vas a dar” y adiós a mi Sinrival y mis sabritas. Y Luego empezó a haber variantes “Le voy a decir a mi mamá” “No le digas” “Que me vas a dar” “Te doy mi gasto” “¿Y que más?”. Hijuelagranchingada. Tal cual se los platico. Cuanta maldá a tan temprana edá, diría un coterráneo. “Pues traigo dos canicas” “¿Agüitas o pintas?” “Pues agüitas” “Bueno, te las recibo hoy pero mañana que sean pintas, y que sean diez” Y al día siguiente eran pintas y eran diez. No sé cuanto duro, pues como dirían los románticos, el olvido tendió su manto protector sobre tan desagradable pasaje de mi vida. Si recuerdo que vivía lleno de miedo en esos días, temiendo que llegara el momento en que no pudiera cumplir con las expectativas de Miguel y este se viera obligado a decirle a su mamá, su madre al director y me expulsaran. Así de buey.

domingo, 12 de junio de 2011

A Matteo Dean


¿Te acordás hermano que tiempos aquellos?
Mario Benedetti


¡Ay Matteo, Mateíto, compañero, que madriza nos has puesto! Como dice el Soto, el problema en común de la muerte y la vida es que comparten una encabronada falta de puntería. Digo, habiendo tanto cabrón asesino suelto y te toca a vos. Desde la mañana en que me desperté con la noticia hasta ahorita, he estado jodido, con la opresión detrás de los ojos y la garganta atorada, buscando que hacer. Mi primer impulso fue viajar para estar con vos y con los otros, con los nosotros que de por si somos, con los que fuimos ¿Sabés Mateíto, Matteo, compañero? Siempre llego tarde a estas madres, o no llego. Es una de las desventajas de esta vida gitana que llevamos. Cuando se fue mi abuela la materna estaba en Querétaro, y entre los arreglos del viaje y el examen de italiano que tenía en el embajada para la beca, llegué nomás a llorar, cuando ya no estaba. Peor con mi abuelo. Llegó Adriana al salón de La Sapienza, a decirme, y alcanzamos a llegar a Castro Pretorio, donde me bajé a llorar desconsolado, desde el otro lado del oceáno. Eso fue allá en Roma, en tu país de origen compañero. Nunca estuvo mejor dicho eso del país de origen, porque tu país de destino siempre fue México. Acá estoy pues, desconsolado y sin saber que hacer, pues por un ratito ya no pude comprar los boletos, ya no llego a despedirte compañero. Y como no sé que hacer, escribo.

¿Te acordás hermano? Nos conocimos en el local del Frente, debe haber sido en el 96. Llegaste con otros italianos que poco a poco se fueron, mientras vos poco a poco te quedabas, abriéndote un espacio en el corazón de todos. Eran los años del Comité Civil de Diálogo 2 de octubre, de los 20 que nos multiplicábamos volanteando, marchando, organizando y convocando a marchas estudiantiles un día si y otro también y la gente llegaba ¿Te acordás? Si, seguro te acordás pues compartiste todo, lo que había y no, el entusiasmo por cambiar las cosas que traías de por si, con las certeza de que se podía que se confirmaba en cada convocatoria que tenía eco. Yo también me acuerdo. Me acuerdo del tiempo en que decidiste viajar por el país y por Estados Unidos, y que regresaste sin dinero en el tren de la ruta del migrante. Hasta Palenque llegaste sufriendo de regreso lo que a tantos otros les toca de ida. De ahí me llamaste. Las vías se acababan y no tenías dinero para completar los 300 kilometros que faltaban para Sancris. Como es obvio, yo tampoco tenía, pero entre todos juntamos un poco, apenas lo suficiente para el camión y algo de comer, para que regresaras con nosotros.

¿Te acordás después de los meses de La Trampa? Eras mejor activista que cocinero, y el negocio al final no resultó, pero resultó en cambio como un punto de encuentro. O sea que sirvió para lo mero bueno. Cuando cerrabas y poco a poco íbamos llegando varios, y platicábamos de la vida, de los cambios y de lo que se venía y de los pocos que nos íbamos quedando en Sancris mientras los demás se iban moviendo al DF. Hacia allá fuiste luego, y allá nos vimos varias veces ¿Te acordás cuando trajiste tu experiencia altermundista europea, y armaron un grupo en ciudad monstruo? Yo si me acuerdo. Me acuerdo también cuando sacaron el reportaje en Reforma de varias páginas, y en varias aparecías vos, y te nombraban el dirigente del grupo, ya sabés, el güero extranjero que venía a manipular a los chavitos mexicanos. Es increíble como el tiempo pasa y el poder no cambia. Siempre los mismos argumentos. Nosotros sabíamos que eras vos, y la Bárbara, y el Jorge, y la Amanda, y el Soto, y los demás del 2 de octubre transplantado que probaban ahora a revolucionar el mundo, un poquito en otra escala.

Un poco antes de eso, de que te fueras, fue la huelga de Sociales ¿Te acordás? Yo si me acuerdo. Me acuerdo de que en los varios días que duró, contra todo pronóstico la asamblea crecía. Empezamos sesenta y terminamos trescientos ¿Te acordás de esa última asamblea, la decisiva, en la que no cabía la gente en el auditorio y se votaba desde afuera? Seguro que te acordás, ahí estabas. En contra de mi encarecida recomendación de que no fueras, de que tuvieras presente que en México el artículo 33 y etcétera, de repente se me acercó una chava a la mesa, y me dijo -¿Conocés al extranjero que está allá al fondo? -lo dejamos entrar sólo porque dijo que te conocía. Y desde el fondo sonreías. Si, les dije- Es el Matteo, no es extranjero-. Y te quedaste con nosotros hasta la media noche en que firmamos la minuta.

Y de las largas noches en que platicábamos en mi casa o en tu casa, y no nomás de revolución y marchas. La ciencia ficción siempre me ha gustado, pero gracias a vos conocí, para no soltar más, a Philip K. Dick ¿Todavía te gusta? A mi si. Y muchos otros que he conocido en estos años, y que me hubiera gustado platicar con vos, con una botella de vino, o una cerveza en la mano.

La última vez que te vi, fue en marzo de 2001, cuando la marcha del color de la tierra pasó por Querétaro, y se quedaron vos y muchos otros en la casa que me prestaba la familia de Adriana. Es una lástima, no la conociste. Llegaron tarde en la noche y se fueron temprano, y después ya no nos vimos. Te hubiera caído bien. También mis hijos. El Joaquín desde los dos años va a las marchas, y al Víctor ya le tocó la primera. Van bien. En esa ocasión te pintaste el pelo de negro, pero no alcanzó compañero. A veces subestimamos al poder. Al poco de la marcha zapatista te pasó lo que a otros tantos, te citaron al INM dizque para hacer un trámite, y te aplicaron el 33. Así, como al Gianni Proeittis hace poco. Viaje exprés de vuelta a tu país de origen ¿Y si sabés, verdad, que entre otras cosas, fuiste una de las razones para vivir en Italia? Valía la pena conocer un país donde había gente como vos.

La última vez que hablamos fue en el 2003. Adriana y yo estábamos en Roma y te llamamos a Trieste para pedirte un paro. No se pudo. Me quedé dolido y recordando tu llamada de Palenque. Digamos que era equivalente. Al tiempo dije, son muchas las cosas que hemos vivido juntos, muchos y muy fuertes los amores. Queda un chingo de vida por delante, si seguimos en lo que estamos nos veremos y aclararemos todo. Valió madre compañero, no alcanzó la vida para hacerlo, se pasó el tiempo.

Regresaste a tu país de destino, a México, y comenzaste a escribir en Proceso un día, en La Jornada otro. Leí varias veces lo que escribiste. Hacia el año 2008 fue la última vez que te oí. Estaba escuchando la Bemba en Hermosillo, cuando reconocí con sorpresa tu voz. Estabas en un enlace del Contacto Sur de Aler desde Chile, hablando de reformas laborales. Ahí supe que colaborabas con el CILAS. Vos no lo sabés, pero compartimos ondas hertzianas compañero. Ahora pienso que que pendejo, que que chido hubiera estado que colaboraras en Política y Rock & Roll, como experto en temas laborales y migratorios, que estábamos al alcance de tres llamadas y un correo.

Déjame te platique que somos un chingo, que a todos lados donde hemos ido Adriana y yo desde la última vez que nos vimos, hemos encontrado gente buena, que se organiza y que está hasta la madre y que quiere cambiar las cosas. En Hermosillo hay muchos. Ahí, como contigo y los otros, hice grandes y comprometidos amigos, y existe una raza chida que también se da cuenta de como estás las cosas. En estos últimos años, Matteo, Mateíto, compañero, he fantaseado con la idea de poder juntar a todos con los que he compartido luchas, y junto con mi familia que ahora es parte indispensable de lo que soy, cambiar el mundo ¿Sabés? Ya somos muchos, y hoy como hace 15 años que nos conocimos, sigo pensando en que si podemos. En ese grupo amigo querido, compañero, tienes un lugar en primera línea, junto a los de antes y los de hoy.

Dice el José Alberto, nuestro Che, que todos los que te conocimos tenemos un poquito de ti. Vale madre compañero, la neta es que es cierto, pero en estos momentos no alcanza, no es consuelo.

viernes, 10 de junio de 2011

De volcanes y otras erupciones

Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.
Mario Benedetti

Parte I 

El 29 de marzo de 1982 mi papá no salió de la casa. Se levantó, prendió la radio y al más puro estilo rústico chiapaneco que lo caracteriza, echó mano a una sabana, sacó su navaja y corte que corte nos hizo en tres patadas unas mascarillas para protegernos de las partículas que lentamente descendían y se posaban en todos lados, sobre el piso, los árboles y los tejados. Hacía unas horas el volcán Chichonal había hecho erupción, llevándose entre el fuego y las rocas un número todavía indeterminado de personas, desapareciendo algunos pueblos, y provocando en todo el sureste una lluvia fina de cenizas, que me hizo pensar que eso era lo más cercano a ver nevar que me iba a tocar en la vida.
Esta catástrofe venía a sumarse a la devaluación de febrero de ese año, de la que yo en aquel entonces no tenía noticias más que de forma indirecta. Me acuerdo que por esas fechas vendió mi papá una camioneta vieja, en poco más de mil pesos. El que se la compró la había visto unos días antes y no se veía muy convencido con el precio, hasta una mañana en que llegó con una bolsa de papel llena de billetes arrugados, revueltos como para hacer notar que eran muchos. Mi papá la agarró, entregó las llaves, se metió a la casa, prendió el radio, y salió inmediatamente después mentando madres: el peso se había devaluado fuertemente, y lo que hasta el día anterior era un buen negocio se había convertido prácticamente en una estafa. Para acabarla de joder, el cliente vivía a la vuelta de la casa, y todas las mañanas pasaba muy orondo en la camioneta arreglada, lo que le provocaba a mi padre su retortijón cotidiano. En aquel entonces yo no lo entendía mucho porque para mi, mil pesos era un montón de lana. Por esas fechas me había encontrado tirado en la esquina de mi casa un billete de cien pesos, de esos morados de Carranza. Mi mamá me lo administró y me había durado un montón de idas a la tienda. Otra imagen de lo que representaba la devaluación para mí en aquel entonces es el recuerdo que tengo de una portada de la revista Contenido, donde una mujer (¿O un hombre?) sostenía con cara de asombro un billete pequeñito, encogido, de cincuenta pesos, de los azules de Morelos. En la línea patriotera de la prensa de aquel entonces, en ese número o en el siguiente la revista nos tranquilizaba: en Argentina la devaluación estaba peor, imagínense que un refresco costaba miles de pesos. Un refresco miles de pesos, pues ni siendo familiar. La publicidad de la coca te decía que la botella familiar rendía cuatro vasos, con sus 700 mililitrotes que cualquiera se empina solito cualquier día de la semana hoy. Los cheetos, que eran mis favoritas, costaban ocho pesos, y los compraba el domingo, pues entre semana estaban fuera de mi alcance, en la tiendita de la escuela vendían nomás tacos fritos y tostadas.
.....
Después de las vacaciones de ese verano, regresamos al pueblo y me toco entrar a segundo. Me tocó en la escuela la maestra Betty la mala (había claro una buena) y fue el año escolar en que use los zapatos ortopédicos pues dizque tenía los pies planos. Si de por si no era bueno para los deportes, con los ortopédicos me volví una nulidad. Daba tres pasos corriendo para alcanzar el balón, o para correr a primera, y terminaba en el suelo. Los equipos se formaban a la manera clásica, los dos mejores jugadores encabezaban cada bando, se echaban un volado y el que ganaba pedía primero, luego el otro y así alternadamente hasta que nos repartíamos todos. Yo, por supuesto, era el último en ser escogido. Si el número de jugadores era impar, yo quedaba en el equipo que tenía más elementos. Si éramos pares, era de plano el último de todos. Si el juego era fútbol, yo era el portero, si era beisbol, primero al bat y jardín derecho. Esto aplicaba para la escuela y para la esquina de la casa en los juegos de las tardes.

Hubo una breve temporada en ese septiembre en que cambiaron los cosas. Regresé de Villahermosa con un bat de madera verdadero. Antes y después de eso, jugábamos con un palo cualquiera o de plano con la mano. Así que de plano cuando llegué con el bat tabasqueño, me impuse y me volví capitán de uno de los equipos. No me dejaba de molestar el ver la cara de fastidio de los que escogía. Estábamos un día de triste memoria escogiendo a los miembros de los equipos, y un primo se fue quedando al final, y nadie que lo escogía, y el grite que grite, cuando de repente sentí que me arrebataban el bat que tenía como cetro símbolo de mi poder, y al voltearme alcancé a ver como lo estrellaba mi tío, el papá de mi primo que faltaba, en el poste de la esquina que servía de tercera. Con el bat se rompieron mis ilusiones y mi poder temporal, recogí los pedazos y regresé a mi casa hecho un mar de llanto, y esperé con ansia que llegara mi papá y me hiciera justicia, o de pérdida me comprara otro bat. Pero no. Mi tío era su hermano mayor y ante eso no había nada que valiera en la verticalidad de la familia. Lo que si hizo, es que sacó inmediatamente su navaja, cortó unos buenos metros de cable que andaban rondando por la casa, se los enrolló la bat y procedió a quemar el plástico aislante para darle cohesión a los pedazos de mi vida. Al día siguiente salí, con mi autoridad restaurada, para ver como volaba un pedazo al primer intento de bateo.
En aquél entonces no entendí porque no me compraron otro, fue hasta mucho después que supe que mi padre estaba desempleado. Había dejado su trabajo seguro en la SAHOP después de asociarse con otro de mis tíos para concursar por varias obras que harían como contratistas independientes, seguros de ganar los concursos por los contactos de un primo de ellos. Con lo que no contaban era con el agudizamiento de la crisis y la suspensión de los planes de obra pública, de donde resultó el desempleo y los nulos ingresos al hogar paterno durante un buen tiempo. Total que sin bat ni Kalimán, y con las madrizas y regaños que la maestra Betty le acomodaba a mis compañeros todos los días, comencé a volverme un poco retraído.

Por ese entonces salieron los primeros refrescos que rompían las proporciones y en lucha encarnizada de las pequeñas empresas ante la coca, una marca local “Rey”, sacó una presentación de medio litro. Así como lo leen. Medio litro de burbujeante sabor que se deslizaba por tu garganta, en las competencias de “a ver quien se lo acaba primero”. Y en un esfuerzo todavía mayor, sacaron la promoción “El rey paga”. Si te salía una corcholata con esa leyenda, el tendero estaba obligado a darte otro refresco. Mi primo el Heras, por una vez listo, se dio cuenta que si observabas por abajo la corcholata antes de destapar la botella, se alcanzaba a apreciar una sombrita en las que estaban marcadas. Durante días entonces llegábamos con jarras que sustraíamos de las casas, y nos tomábamos un litro o dos de refresco cada uno, hasta que nuestro estómago inflamado no daba más. La coca no tardó en percatarse del efecto que estaba teniendo el “Rey”, y sacó a su vez el refresco Sinrival, también de medio litro. Tal vez sea ese el primer estribillo de un comercial que recuerdo, de tan repetitiva que se volvió en radio y televisión la campaña: “Sinrival es mi refresco, mi refresco es sinrival” para cerrar con una voz de un niño, con un rarísimo (para nosotros) acento cubano que decía “Cosa má grande caballero”. Así que el “Rey” fue destronado, al tiempo que la sabritas y la coca hacían acuerdos con el director de la escuela y entraban de lleno a la tiendita de la cooperativa. Entre eso, mis zapatos ortopédicos y el terror que me ocasionaba la maestra Bety, pasé de estar sobre los árboles y corriendo la media hora que duraba el correo, a perder 15 minutos haciendo fila para comprarme un Sinrival de naranja, y perder los otros 15 dándole la vuelta a la escuela a paso lento, observando a todos jugar mientras me tomaba mi refresco.
Otro cambio de ese segundo año de primaria fue que me quedé sólo en la escuela. Sólo sin primos ni hermano, quiero decir. Terminaron los tres la primaria y se pasaron a la secu, y yo me quedé a la espera de los primos menores, en esa frontera tan jodida de ser el menor de los mayores y el mayor de los menores, sin contemporáneos propiamente dichos que me acompañarán en las batallas cotidianas de la escuela. Lo que pasa es que había llegado tarde a mi nacimiento y de ahí en adelante a todos lo demás compromisos venideros. Si me hubiera adelantado tantito, hubiera nacido en noviembre, otro hubiera sido el mes y el día de la muerte de mi abuelo que se fue unas horas después de que yo llegué, jodiéndome los cumpleaños de por vida. Pero no, nací en las primeras horas del mes de diciembre de 1974.

Lo peor del caso es que mi papá andaba ocupado en los menesteres de la muerte del suyo cuando vine al mundo, y mi abuela materna, que se suponía apoyo de mi mamá no estaba. “Esas son cosas de mujeres”, decían mi papá y el de mi mamá. Así que entre ausencias y la cancioncita esa que dice: “Me siento tan sooooooólo, me siento tan tristeeeeee”, pues no se puede decir que mi madre estaba rebosante de alegría por hacer traído otro (el segundo) hijo al mundo. Peor tantito porque por el retraso nací morado, así que me mandaron directo a la incubadora. En esas primeras horas mi mamá escuchaba dos llantos a lo lejos, imaginándose que el más ronco era yo, pero no. También llegué tarde a la repartición de voces roncas, así que me tocó un tono agudo que me jodió buena parte de la infancia. “Tienes voz de vieja”, gritaban los primos y los niños en el recreo. Yo me aguantaba las ganas de llorar, pues siempre he sido de lágrima fácil. Cuando no lloro de coraje, es de tristeza. Hasta de alegría se me vienen las lágrimas.

Lo que de plano fue el colmo es que nací con los pelos parados y con cara de asustado, como si me hubiera resistido a nacer conciente del horror cotidiano de afuera. Así que me pasé mis primeros dos años de vida rapado, en un casi vano esfuerzo de mis padres por aplacar algo la mata de abundante cabellera parada que dios me dio. Ante la disyuntiva de que me vieran como un indio pelos parados o como un pelón pelonete cabeza de cuete, mañana te quemo por ser alcahuete, mis padres escogieron la segunda. Desde los dos años tuve los cabellos más o menos acostados y en consecuencia me los dejaron crecer, pero el sonsonete ese me lo siguieron recetando los primos por un buen rato. Considerando que nací yo y en sincronía casi perfecta murió mi abuelo, no hubo duda posible, me pusieron Fortunato Manuel como él, como mi tío, como mi bisabuelo, como el chozno que firmó el acta de independencia de la Provincia de Chiapas, que fuera parte de la Capitanía General del Guatemala. La manía de la repetición de los nombres llegó al extremo de que mi tío Tiburcio, que no tuvo hijos varones, le puso Fortunata Manuela a la pobrecita de mi prima sin pensar en las consecuencias en su salud mental en la adolescencia: “Manuela, hazme-la-tarea por favor”, debe de haber escuchado miles de veces con pequeñas variantes.

Urtusuástegui de primer apellido, nunca tuve problemas mientras estuve en Chiapas para que escribieran mi nombre en miles de ventanillas, pero nada más salí del estado y casi se me ha hecho costumbre presentarme como Fortunato Manuel Urtusuástegui ¿Cómo? Urtusuástegui, sin h y con s, acento en la á. Crecí en los Valles Centrales del estado, que más bien parecían ironía que toponimia verdadera: para donde voltearas se veían los cerros. Un poco más lejos y hacia el este en los días soleados teníamos un atisbo de las montañas de verdad, de los Altos de Chiapas. Los terracalentanos de los valles y los coletos de los Altos se habían pasado todo el siglo XIX peleándose la sede de los poderes del estado, que al final quedó en Tuxtla. Cómo los coletos estaban íntimamente ligados al poder eclesial en esos ayeres, en los Valles se desarrolló una cierta tradición anticlerical que se refleja hasta ahora en los nombre de firmes resonancias latinas, así que nosotros, de bautizos, curas y misas, nada.
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viernes, 3 de junio de 2011

Viajes


Tuvimos un sirenito
justo al año de casados
con la cara de angelito
pero cola de pescado...
(Banda sonora permanente de los viajes entre mi pueblo y Tuxtla en los ochentas. Autor: Rigo Tovar. Solo por si alguien no lo sabía)
Parte II de Crónica de 30 años de crisis ininterrumpida 1982 - 2012
1982. Los efectos de la crisis y la devaluación se fueron sintiendo cada vez más mientras pasaba el tiempo, aunque yo no supiera (pero si sufriera) lo que era eso. Hasta ese año cada vez que viajábamos a Villahermosa a ver a los abuelos, nos íbamos en avión. Mi abuelito mandaba un giro y en menos de lo que canta un colorado, teníamos el dinero para comprar los boletos, y en un instante más, 25 minutos después de subirnos, aterrizábamos en Villahermosa. Tal vez estoy exagerando. Para cobrar el giro teníamos que preparar una expedición de ..., el pueblo de donde soy y crecí, a la oficina de Telégrafos en Tuxtla. Lo primero era subirse a empujones y codazos al camión, que salía cada hora del pueblo, hasta la madre de gente, bicicletas y gallinas. Con varios viajeros agarrados a la escalera que había detrás que permitía subir al techo donde había otra pirámide de costales, atados y animales. Casi nunca podíamos ir sentados, y el viajecito de más de una hora, que ahora se hace en media en los microbuses, se volvía una tortura. A mis 7 años era punto menos que imposible mantenerse despierto mientras el motor del camión revolucionaba con un quejido ronco, lento, hasta que llegaba al clímax de la velocidad, para después quedar en punto muerto y empezar su quejido ascendente de nuevo. El problema que se presentaba es que nunca he podido dormirme de pie, y más de una vez quedé parado gracias solamente al apretujamiento de todos contra todos. Alguna vez aunque parecía imposible dado el amontonadero, al demadejarme presa del sueño se hacía mágicamente un espacio y daba con mis huesos en el suelo. Después de semejante suplicio, llegábamos a Tuxtla, caminábamos seis o siete cuadras hasta el centro, y recomenzaba la tortura. Pocas cosas peores hay en la vida de un niño que hacer fila durante horas, literalmente pegado a la faldas de tu madre, con la amenaza del robachicos pendiendo sobre tu cabeza. Más una vez nos tocó que después de dos horas de fila, resultara que el primer apellido de mi mamá, González, estuviera escrito Gonsales, gracias a la brillante ortografía del telegrafista de turno, y entonces era pasar otra hora de tormento, ahora frente a la ventanilla que decía. Aclaraciones. Confusiones tendría que haber dicho. Después una combi con nuevo apretujamiento a Aeroméxico, sobre la avenida central, otra fila y por último, nueva combi y camión de regreso.
Después, llegado el día, nos llevaba mi papá hacia el aeropuerto del Llano San Juan, ubicado en la única zona de la región de los Valles Centrales donde hay niebla de manera casi permanente, lo que ocasionaba que un día si y otro también se cancelaran los vuelos ¿A quien se le había ocurrido construir ahí el aeropuerto? Pues al gobierno de mi General Castellanos Domínguez, que era por supuesto el dueño de los terrenos de marras. Me acuerdo de una vez en particular, en que mi hermanito se quedó casi desnudo pues ya habíamos documentado, y en la larga jornada de espera Laco se fue desmadrando paulatinamente la ropa que tenía puesta: primero la camisa, cuando se le cayó un refresco encima, después el pantalón, cuando se sentó sobre el chocolate, y la pérdida total que representó el vómito sobre si mismo que le ocasionó la sobredosis de golosinas en su tierno estomaguito campirano de dos años.
El regreso de Villahermosa en ese enero de 1982 fue la última vez que volamos en muchos años. El primer efecto concreto de la crisis mi vida fue que se suspendieron los giros del abuelo, y comenzamos a viajar en camión, en el Cristóbal Colón que representa la única opción de transporte público foráneo en el sureste. El alivio que representó el evitar las idas a Telegráfos nacionales no compensaba pero ni de lejos las 7 horas de tortura que representaba el viaje de Tuxtla a Villahermosa, en los camiones DINA, orgullo de la industria paraestatal lopezportillista, terror de mi hermano mayor y mío.
El primer viaje de triste memoria en La Colón, lo íbamos a realizar en semana santa de ese año. Debido a la erupción del Chichonal tuvimos que cancelarlo, y asistimos desolados a la posibilidad de no ir a Tabasco ese año, a la playa, a la tele a colores, a la tienda de mis abuelos donde nos llenábamos la boca de chicles mi hermano y yo. Pero si. Mi abuelo, que nos quería mucho en tanto primeros nietos, decidió ir por nosotros haciendo un largo rodeo, por el istmo de Tehuantepec, en un viaje de doce horas que además le serviría para estrenar y calar su Malibú color vino tinto, recién sacado de la agencia. De más está decir que sería el último auto que estrenaría en los años venideros.
El viaje estuvo chido. El Malibú era una lancha en la que íbamos cómodamente repartidos 6 personas. Las doce horas que tardó se pasaron como agua, a pesar de las mortales curvas de La Sepultura entre Chiapas y Oaxaca, las ráfagas de viento que casi nos voltean en “la ventosa” y los cientos de baches que nos atrasaron en Tapanatepec.
...
En ese mismo 1982 tuvimos un curso teórico práctico de política económica nacional. La primera lección se dio en las vacaciones de verano, cuando se concretó la pesadilla de la viaje por tierra de Tuxtla a Tabasco, a través de la Sierra Norte de Chiapas. Trescientos kilómetros en siete horas de pesadilla. Llegamos en la noche a la Colón, atiborrada de gente olorosa a sudor, amontonada, atentas a la cacofonía que salía de las bocinas de trompeta que había en la sala de espera, sorprendido yo de cómo podían entresacar entre la jerga ininteligible que vomitaban los aparatos en cuestión alguna información útil sobre la salida de los camiones a los distintos destinos. Me empezó a dar miedo, y le pregunté a mi mamá que porque no íbamos en avión como siempre, escueta me contestó “Por la crisis”. Estaba tan asustado que no le pregunté que significaba eso.
La única imagen que tenía del entonces presidente, José López Portillo, era la de los días del Informe de Gobierno, días peores que los domingos. No había escuela y en la tele y la radio no pasaba otra cosa que la voz e imagen del Presidente. A mi me sorprendía como si parecía que la gente lo quería tanto, como si le hacían valla kilómetros y kilómetros a su convertible descapotado mientras se dirigía al Congreso entre lluvias de confeti, mi tío Graco decía cada dos por tres “Nos deberíamos juntar todos los Urtusuásteguis como antes y alzarnos contra los federales”. La verdad es que lo atribuía a que era el loco de la familia, todas las familias tenían uno y ese era el nuestro, el loco Graco. A mi el loco me daba tanta risa como a mi papá encabronamiento, cuando se ponía a hacer sus poemas sobre el Presidente “Jolopito no sea ratero, devuélvanos el dinero” decía mi tío cuando se reunía la familia, mis primos y yo nos mirábamos con la risa contenida, y los tíos y mi papá con la rabia desatada. Esto último particularmente cuando mi tío metía los poemas en un sobre y decía que se los iba a mandar al Presidente. “No seas pendejo, te van a matar”, saltaba mi papá desde sus cien kilos y su metro con ochenta de estatura, hacía mi tío el loco, chaparrito, flaco, enjuto, pero con una mirada desorbitada. Invariablemente la escena terminaba con el portazo de despedida de mi tío, que a lo lejos gritaba la frase ritual: “Nos deberíamos juntar todos los Urtusuásteguis como antes y alzarnos contra el gobierno”.
De la política entendía poco, realmente nada. Sólo sabía que cada cierto tiempo las calles se llenaban de banderines tricolores y de fotos de señores con las siglas del omnipresente PRI. No sabía que existían otros partidos, aunque habían unos postes que decían PAN, y una vez estuvimos de babosos tirados de la risa como diez minutos mi hermano y yo, porque muy serio preguntó ¿Por qué no escribirán en los postes “galleta saladita”?
Sabía muy poco de política pero entendí perfecto que ciertas cosas no se debían ver el día que en víspera de elecciones el pueblo amaneció lleno de pintas que decían “Partido Mexicano de los Trabajadores, por la Unidad de la Clase Obrera”. Aunque no entendí nada, el jalón de pelos con el que mi madre me metió a la casa de la cuál había salido a ver como los policías se aplicaban con la brocha para borrarlas fue formativo. Aprendí también que había cosas que era mejor no oír la vez que regresábamos de Tuxtla y la carretera estaba bloqueada por un montón de gente. Alcancé a escuchar que por el equipo de sonido un orador gritaba “Libertad a los presos políticos de la CIOAC” y pregunté desde la inocencia de mis seis o siete años “¿Qué significa la CIOAC y quienes son los presos políticos?” “Déjate de pendejadas que ya viene la policía” me dijo mi padre, con el fondo musical de las aspas del helicóptero del gobierno del estado, mientras maniobraba para salir del atolladero. La única vía posible fue el camino de las carretas, que corría paralelo a la Panamericana. A la primera sacudida de la camioneta entre las piedras, me estampé con la frente en el tablero. Me regresó al asiento mi padre de un manotazo, mientras me gritaba “Agárrate y cállate” y oprimía el acelerador a fondo, con lo que me provocó otro golpe, ahora contra la puerta. Regresamos al pueblo dando un rodeo de tres horas por Villaflores.
Con ese magro conocimiento de la política nos subimos al camión de la Colón mi mamá, mi hermano, mi hermanito de brazos y yo. Nos sentamos ocupando cuatro asientos en fila con el pasillo de por medio. Nada más arrancar el camión, empecé a marearme por el olor a combustible quemado que llenó mi tierna naricita. Sostengo la teoría de que los gases del escape se metían al camión de alguna manera y que podíamos haber muerto. La primera hora fue soportable. Llevaba mi muñeco de Kalimán (ya lo había perdonado, aunque seguía sin escuchar la radio) y mi hermano que iba a mi lado llevaba un Santo, así íbamos felices de la vida jugando. El problema empezó cuando llegamos las curvas de la subida a San Cristóbal, en el tramo que se agarraba hasta El Escopetazo, donde está la desviación hacia Villahermosa. Estuve aguantándome las ganas de vomitar hasta que uno de los que iba en los asientos de adelante lo hizo. El olor a comida fermentada revuelto con alcohol y el ruido de las arcadas que le destrozaban la garganta me provocaron las propias, que traté de bloquear con la mano, con lo que logré bañarme en mi vómito. Mi hermano me hizo segunda, el pequeño se puso a llorar, y supongo que lo único que impidió el suicidio de mi mamá fue su instinto materno, el de supervivencia seguramente yacía aniquilado. Amanecimos en Villahermosa prácticamente desnudos, madreados, hambrientos y deshidratados. Kalimán y Santo habrán hecho la dicha de los hijos del limpiador de los camiones pues se nos olvidaron en los asientos.