lunes, 18 de julio de 2011

Lunes

De por sí los lunes no me gustan. Cuando llevo varias semanas cargaditas de trabajo al hilo, menos. Me comienzan a arruinar las cosas desde la tarde del domingo, cuando empiezo a recordar la lista de pendientes. Tendría que aprender yoga o algo, que me permita ignorarlos para siempre. Otra opción sería trabajar en un museo. Hoy es de esos lunes que saben un poquito más amargos, pues regreso a donde siempre después de prácticamente dos semanas fuera. Para colmo, este lunes todavía no cuaja, entre las leves vacaciones y el viaje exprés de mañana el DF, nomás no. Agarro la lista de pendientes y hagan de cuenta que estuviera escrita en arameo.

Lo que son las cosas, antes, cuando niño y joven, los que no me gustaban eran los domingos. Como les conté en otra ocasión, me parecían un día enmedio de la nada, un puente apenas entre el sábado de desmadre y el lunes de inicio de semana. Desde niño los recuerdo así, con el calorcito de verano que me tumbaba en la cama al mediodía, escuchando a lo lejos la música de marimba, que lo mismo era por un festejo que amanecía en su tercer día (celebremos con gusto señores) que por un cortejo fúnebre que avanzaba lentamente sobre la calle central, hacia el rumbo de los conos de la CONASUPO, derechito hacia el panteón (adiós muchachos compañeros de mi vida). Ahora los domingos son Joaquín y Víctor, Adriana: la felicidad pues.

Pero hoy es lunes.

martes, 12 de julio de 2011

Apuntes de viaje: La Habana II

El primer día hubo sol. Como todavía no empezaban de lleno las actividades del Congreso, cambié los pesos y los euros que llevaba (sale más o menos igual) y me apersoné en la entrada del hotel para platicar con los porteros y ver para donde y como podía moverme para conocer La Habana. Resulta que en concordancia con lo que sucede en la economía toda, en La Habana hay tres tipos de taxis: los primeros son carros de modelo reciente, oficiales y pertenecientes al Estado, el chofer es empleado público y se cobran en los pesos convertibles que equivalen a un dólar (cucs) y supuestamente deberían funcionar con taxímetro, que no me tocó ver a nadie usando. Los segundos son "piratas", sus dueños son familiares de personas que obtuvieron la autorización (y en algunos casos facilidades de pago) por parte del Estado para adquirirlos después de años al servicio de la revolución, se cobran también en cucs y también son modelos no muy antiguos, de los noventas. Los últimos son los carros que hasta hace unos días eran los únicos de libre compra-venta, modelos 59 y anteriores, que la iniciativa e ingenio del pueblo cubano ha mantenido funcionando en estas décadas a pesar del bloqueo, se cobran en los que los cubanos llaman Moneda Nacional (MN) y dan servicio colectivo. Para que se den una idea, 1 cuc equivale a 25 pesos MN. Según lo que pude averiguar los salarios oscilan entre los 400 pesos MN (los porteros) y los 1000 pesos MN (los maestros universitarios).

Previa negociación con un mulato de nombre ruso que tenía un taxi “pirata” (25 cucs por 4 horas), me lancé a la aventura de conocer La Habana. Recorrimos los lugares de cajón, la Plaza de la Revolución, el lugar donde está el Granma (en ese vino Fidel de tu país a liberarnos), mi sorpresa ante su tamaño, tratando de visualizar a 82 personas ahí. El museo de la revolución (por fuera) la plaza donde está un tanque de guerra (“con el que Fidel bajó a un avión yanqui en Playa Girón”). No resistí el cliché de tomarme un helado en Copellia (1.50 cucs). La Habana Vieja, con sus edificios coloniales con el paso del tiempo bien marcado. Casi ninguno con pintura nueva pero todos vivos, habitados. La plaza frente a Catedral donde tomé en dos minutos una tacita de café fuerte, amargo. Enseguida pedí un refresco de cola y casi me desmayo cuando me sirvieron una coca, envasada en México para acabarla de chingar. El “paladar” El Guajirito para comer picadillo, con arroz y frijoles, o congrí como le dicen los habaneros. En ese y otros restaurantes en cucs, vi siempre dos o tres mesas ocupadas por familias cubanas -¿Cómo le hacen? Pregunté, pensando en los 20 cucs de la cuenta. “Igual que para comprar un televisor o un dvd, la gente se programa, ahora hay más porque es el fin de cursos y a los niños que les va bien en la escuela los traen acá”. La cola en la panadería. Las tiendas en MN con gente entrando y saliendo en la compra de básicos, las otras en cucs donde se merca el jabón, los shampoos, perfumes y demás parafernalia a la que estamos tan acostumbrados los clasemedieros mexicanos. Los precios más o menos los mismos que acá en lo superfluo, infinitamente más baratos en lo básico. El malecón de La Habana. Gente, gente por todas partes a pie, en bicicleta, en carros viejos, gritando, discutiendo, bailando.

Al final de ese recorrido tenía claras algunas cosas que se fueron confirmando en los días posteriores. La cubana es una economía en tres carriles que discurren paralelos. En uno juegan todos, en MN, con libreta de racionamiento de por medio, que les permite cubrir a precios irrisorios la luz, el gas, y una canasta básica con arroz, frijoles, viandas (yuca, papa o plátanos) y dos o tres cosas más. Además están los mercados campesinos, o también llamados de “la oferta y la demanda”, donde corre la MN. Ahí llegan las cooperativas campesinas que tienen la tierra en usufructo a raíz de las reformas impulsadas por Raúl, a vender sus excedentes. Entre la libreta y los mercados campesinos, los habaneros se alimentan todo el mes. El segundo carril es del mercado en cucs, abierto a todo aquél que los tenga, donde se consiguen las cosas que les comentaba arriba: jabones, shampoos, desodorantes, pasta de dientes, y un surtido mayor en alimentos. Son todas tiendas del Estado. Y el último carril es el que discurre en torno al turismo, también en cucs, en establecimientos de inversión mixta abiertos a los cubanos pero con precios un poco más altos, sin que lleguen a ser escandalosos. Pasados a cucs, los salarios cubanos son muy bajos, así que una buena parte de la población de La Habana complementa sus ingresos con las propinas, las actividades independientes y “lo que se pega”, o “lo que se mueve de lugar”.

Las propinas que vienen del turismo. Es un bálsamo para la vida de un chiapaneco acostumbrado al servilismo impuesto a la gente que está en una posición de servicio, el ser atendido con franqueza y desenfado. Se sirve una mesa porque se tiene que servir y ya. Se te busca un taxi. Se ofrece un servicio cualquiera, sin servilismo.

Las actividades independientes de reparación de todo por “cuenta propia” electrodomésticos, calzado, ropa, casas, autos, de todo todo. “Acá el que no es chapistero y te hace una salpicadura de un pedazo de metal, es zapatero o sastre o panadero independiente”.

“Lo que se pega” en los centros de trabajo del Estado ¿Cómo? Si, al que trabaja en una panadería se le pega harina, al que trabaja en la construcción se le pegan materiales, al que trabaja en los jardines se le pega el combustible de la podadora, al que trabaja en una tienda se le pegan mercancías, y a los inspectores se les pega un poco de todo. Es decir, “las cosas se mueven de lugar” de los centros de trabajo hacia las casas particulares, sin cubrir los cauces institucionales. Digamos que vendría a ser un mecanismo popular de redistribución de la riqueza. Los que te comentan eso dan por hecho que en cuanto la situación y los salarios mejoren eso se acaba. Ante la incredulidad del suscrito, insistían que teniendo un buen salario todos se dedicarían “a cuidar su centro de trabajo, que es de todos chico”.

Toda la gente con la que platiqué está orgullosisima de su sistema de salud y de la educación gratuita. Todos tienen algún pariente que se ha visto en problemas graves de salud y ha salido de ellos sin gastar ni un peso.

Más tarde esa noche, en una cena oficial con funcionarios medios cubanos, Directores Generales de empresa, miembros del partido, explicaba mi confusión, que es la de muchos, ante las reformas sobre el pequeño comercio y los cuentapropistas. Uno de ellos me decía que era algo que se debía de haber hecho hace mucho. Que las cosas se burocratizaron y la economía se estancó y que ahora era necesario dinamizarla sin renunciar a los principios de la revolución. Que el problema era la pasividad de la gente, acostumbrada a que el Estado resolviera las cosas y a ser empleados estatales todos, que muy pocas microempresas se habían registrado. –Ah chingá-, pensé. Y resulta que lo que he visto es todo lo contrario, una creatividá y ganas de vivir que rebasa los límites del aparato estatal. Me quedó claro que las reformas mentadas reconocen una situación de facto, que lo que se dice “innovar” ya se dio hace un rato gracias a la gente. En esa cena escuché más de veinte veces: “México es el país que más nos gusta después de Cuba”. “Lástima que ahora estamos un poco separados”. “¿Y cómo está la situación del narcotráfico? Acá la vida es muy segura”. No sirvieron puerco y congrí, y estaban pidiendo una salsa picante para un servidor, cuando les dije que yo de chile, nada, que nunca me acostumbré. Al rato llamaron a los músicos y pidieron una canción de Manzanero. Al ver que yo no cantaba el que presidía la mesa me dijo –Oye chico, es que tú eres de la CIA., no comes picante y no conoces a Manzanero, coño-. Risas y reivindicaciones chacoteras de la diversidad cultural del mexicano de por medio, seguimos departiendo alegremente, con mojitos y cervezas. En esa cena conocí también una canción que compuso uno de los Comandantes de la revolución, Juan Almeida, y que se llama La Lupe. Acá la versión de Silvio que está en la red. Me gustó más la versión guapachosa de la cena.

A partir del segundo día estuvo nublado y lloviendo. Conocí y platiqué ampliamente con un grupo de campesinos de distintas provincias, que estaban presentando los resultados de su trabajo en cooperativas de reciente formación, de las que tienen la concesión en usufructo de la tierra. La mayoría dice que ahora que están trabajando así les va bien, que ya producen un poco más, y que las cosas ya no se echan a perder, porque ellos se organizan para distribuir los excedentes en el mercado de la oferta y la demanda. Al inicio del ciclo agrícola hacen un convenio con el Estado, comprometiendo parte de su producción a precios preestablecidos. A cambio, reciben un adelanto en especie, en los insumos que necesitan para trabajar. Al final entregan lo acordado al precio idem, y mercan libremente el resto. No hay intermediarios como tales. El que tiene transporte se los alquila. La economía campesina discurre toda en MN. Uno de ellos llevaba el original de un oficio en el que autoridad provincial le reconocía los aportes en toneladas de leche en polvo a los centros de distribución estatal, y a la menor provocación se lo enseñaba a todo el mundo. Casi todos me enseñaron fotos de sus casas y su familia, casas de de dos habitaciones, de ladrillo, con techo de lámina de asbesto la mayoría, con tele y equipo de sonido. Todas electrificadas, muchas con energía solar, y los de una comunidad con una pequeña turbina de generación en un río. Ellos también orgullosos de la salud y la educación gratuita. Para propaganda me pareció muy elaborada, y días después me dijo un habanero inconforme: “Acá los que se salvan son los guajiros, son muy limpios”.

Las casas en las que entré, incluyendo un departamento chiquito en La Habana Vieja, tienen estufa de gas (una eléctrica), refrigerador, televisión, dvd y reproductor de cds. La queja es que no hay lavadora casi en ninguna casa. Donde vi comida casera en preparación, era arroz, con o sin frijoles y viandas.

La música y el baile son otra cosa. Uno se imagina desde acá por lo que conoce que es así, pero la imaginación se queda corta. Para donde tú voltees ves a alguien bailando, en la calle, en la tienda, en la plaza. Chingón. Salsa, reggaeton y hip hop. Como para no bailar de la pena por lo mal que uno se ve en comparación. También vi a un cubano con cara de tristeza: no se le daba el baile. Para consolarlo le dije que yo era mexicano y no comía chile. Como que no me creyó.

Una actividad floreciente en el mundo de los cuentapropistas es la venta de discos y dvds quemados, así que por distribución de música no se para. Lo mismo oí en los lugares de baile (discotecas) a Jennifer López y Pitbull con el éxito del momento, que la salsa de siempre y el hip hop auténtico habanero. En La Habana el que puede pagar 6 cucs la hora tiene acceso a Internet (de velocidad media) libremente en los hoteles, y conocí a un maestro que tiene Internet en su casa. De ahí sale la música del momento, luego a los cds “piratas-legales” y de ahí a las pistas de baile. No estuve tanto tiempo como para pronunciarme respecto a la libertad de expresión en Cuba, pero escuché en una discoteca llena de cubanos lo siguiente:

Hay confusión

En toda la población

Ahora resulta que es muy normal

Que haya una clase empresarial

Es que este mundo está más loco

A los gobernantes les patina el coco

Otra persona me dijo lo mismo: “La gente está confusa chico, hay gente que cogió cárcel por cosas que ahora son legales”. Sobre la consulta para las reformas el mismo interlocutor me dijo que se había dado de dos formas, una abierta en los CDRs, y otra con encuestas anónimas en los centros de trabajo, por iniciativa de Raúl. Que la segunda era la buena.

Al final, con un pie en el estribo del avión de regreso, tuve oportunidad de platicar y conocer la casa de una cubana, maestra de la Universidad de La Habana. Tenía 18 años cuando triunfó la revolución, sin estudios. En los primeros años logró estudiar una licenciatura, y después ya en la Universidad el master y el doctorado. Ha viajado a congresos y eventos en varios países de Latinoamérica, y se mostró más que dispuesta a platicar a fondo de todo. Como todos los otros cubanos con lo que platiqué, me recibió con una amabilidad y cariño que te hacen sentir en casa. Me ofreció café, lamentándose de que se hubiera “liberado” y no estuviera más en la libreta. Defendió la revolución a capa y espada, aunque con una visión crítica sobre la burocratización de la que siente que van saliendo. Como no defenderla -me dijo, si tengo un nieto con problemas, con discapacidad, y no hemos gastado un peso en su atención, la madre recibe un salario para dedicarse a él de tiempo completo, y dos veces por semana viene acá a la casa una terapeuta. Casi al irme, tomó una hoja de papel y una pluma, trazó una línea por el medio, y me comentó, con tono didáctico:

“Te lo voy a poner de manera gráfica. De este lado estamos, con carencias, con cuentapropistas y empresas mixtas, que tienen una participación del 51% del Estado. De este otro lado están ustedes, con las transnacionales acabando con la pequeña empresa y los recursos de los países capitalistas. Nunca vamos a cruzar esta línea”.

Al último, al despedirnos, reafirmó –Téngannos confianza chico, somos el pueblo cubano-.

Yo, con la cortedad de haber estado sólo 5 días comiendo, viviendo, bailando, maravillado de la vitalidad y la creatividad del pueblo cubano, se la tengo. Como dijera otro mexicano que conocí allá, las cosas están díficiles pero se siente que todos están en el mismo barco. Hay esperanza.

De nuevo, o por primera vez, hay que ir.

domingo, 10 de julio de 2011

Apuntes de viaje: La Habana

Desde que tengo uso de razón (más o menos desde los 15 años) tenía ganas de ir a Cuba. Por una cosa u otra, el tiempo se fue yendo y se fueron sucediendo las noticias de las cosas que pasaban en la Isla, y una cierta sensación de apremio, de que había que ir ya, se fue apoderando del suscrito. Imagínense nomás la expectativa acumulada de poco más de 20 años, el amor por su historia y por su música, pasando por Fidel y el Che, por Compay y Silvio. Cuando uno es latinoamericano y se le ha metido en la cabeza la tonta idea de que es posible mejorar un poquito el mundo, Cuba se vuelve una referencia permanente, la plática de siempre, el desconcierto ante algunas noticias, la alegría ante otras, la crítica fraterna y entre compas, la defensa a ultranza ante la propaganda de derecha, la esperanza de que si se puede y si se pudo, el temor post caída de la Unión Soviética a verla caminar hacia la inversa.

Con todas esas cosas en la maleta emprendí entonces un viaje cargado de preguntas y lleno de temores, digamos que sin exagerar, había que ver si hay futuro, o si por el contrario, Hobbes tuvo siempre la razón. Abordé el avión con la nota en La Jornada que reseñaba la última reforma cubana: las casas y los autos se pueden comprar y vender libremente. Aderezó alguito el viaje una escala en Panamá, que duró 30 minutos efectivos, suficientes para ver apenas y desde el aire, la masa oscura y contrastante del Canal, y pensar unos minutos en la bandera panameña, en Torrijos y Carter, en Noriega, en Latinoamérica.

Pasada la medianoche aterrizamos en el aeropuerto de La Habana. Entre el sueño y las ganas de verlo todo, pasé por los espacios de revisión y aduanas sin fijarme, sin sobresalto alguno y cuando me di cuenta estaba fumándome uno de los últimos marlboros que me quedaban y tratando de empezar a nombrar las cosas que veía: un aeropuerto con área de llegadas atrapada en los setenta, con una entrada moderna, donde cubanos y extranjeros esperaban a amigos y familiares. Lo primero que noté en el estacionamiento es que había más carros de los que esperaba, ninguno se veía nuevo, pero ninguno se veía más viejo que diez o veinte años como mucho, europeos la mayoría: Peugeot los taxis, Fiat los otros. Amabílisima, la mujer de la agencia que esperaba ese último vuelo nos puso en el mismo taxi a los tres mexicanos que íbamos para el mismo hotel, nos subimos y empezó a rodar. La carreterita que unía el aeropuerto con la zona metropolitana de La Habana, bien. Ya quisiera Tuxtla una calle así para una fiesta de domingo. Me sacó de mi abstracción la voz estentórea del taxista, que me preguntaba algo sobre mi turno. -Chin-, pensé. Nos subimos al carro equivocado, a ver si no nos metemos en una bronca. -¿Qué?- Alcancé a balbucear. - Qué si todos van al Hotel Nerturno, chico-, repitió. Nerturno. Neptuno. Me reí y recién entonces me la creí. Estaba en Cuba, recorriendo el camino del aeropuerto hacia La Habana. El cuadro se completó con al ruido del motor de un ford de los cincuenta que se nos atravesó en la primer entronque de la ciudad. Ver en la siguiente esquina la primera gasolinera fue impactante, tenía un supercito de conveniencia. El primer semáforo en la primera glorieta fue el acábose: funcionaba, y además tenía un tablero donde se contaban lo segundos que faltaban para el cambio. Había alumbrado público. Jardines. Las calles estaban limpias.

-¿Son mexicanos? -Preguntó el taxista.
-Si-, contestamos al unísono. ¿Y que quieren vel de La Habana?-. Todo, respondió uno. -La Habana Vieja y El Vedado-, dijo la otra. Yo me quedé pensando, y entonces tomó forma la idea que me había dado vuelta en la cabeza en los últimos quince días en que no pude quitarme de la cabeza el sonsonete ese de la canción de Carlos Puebla que dice "A Cuba y a Cuba, a Cuba iré".

-A la gente-, respondí.

Sabía que el asunto que me había llevado hasta ahí me iba a permitir platicar con un chingo de gente en los siguientes días. Así fue. Conversé con campesinos, obreros, funcionarios, periodistas, educadores, gente de a pié y sobre ruedas. Entré a algunas casas. Comí con ellos. Bailé.
Aclaro que fueron nomás cinco días efectivos pero me apliqué. Aclaro también que no pretendo ser objetivo ni mucho menos. Tampoco tengo ínfulas de oráculo o de interpréte. Faltaba más. Entre ayer y hoy pensaba en como platicar lo vivido. Como respuestas a preguntas que nos hemos hecho, en conjunto o individualmente. O como opinión sobre lo que está pasando después de haber estado. O mejor como una crónica salpicadita de anécdotas. O como me salga. Casi me decidí por esto último.

Y como son las doce de la noche y mañana muy temprano salgo para el norte, y sobre todo tomando en cuenta que como dijera la Julieta Venegas, "hay tanto que quiero contarles" mejor ahí la dejo. Mañana seguimos y terminamos. Tampoco se trata de hacerla de emoción.