lunes, 27 de febrero de 2012

Fragmento


Tele, rock gringo y mexicano, literatura existencialista, y decepción amorosa de por medio, llegué ese primero de diciembre de mis dieciocho un poco más jodido que de costumbre, que ya es decir. Estaba encabronado por estar triste, y triste por no ser felicitado por nadie. Para acabarla de joder hasta a mi madre se le había olvidado y muy sonriente (lo que fue la puntilla) me despidió con su: Que tengas buen día hijito, como todas las mañanas. Ese año fue el del divorcio de mis papás así que él ya ni vivía en la casa, mis carnales estaban dormidos, y yo con la amargura rebosando. Me subí al micro y prendí un cigarro, una señora tosió tímidamente y yo me la quedé viendo feo y le dije: Pues abra su ventana, y ella, Pues es que está atorada. Y mi mirada de acero templado, escrito en mi ceño fruncido con toda claridad: Pues se aguanta. Nadie dijo nada. Lo que son las cosas, si ahora se me ocurriera hacer algo semejante, barato me saldría si sólo me bajaran a patadas. Pero fue hace muchos años, y fumé y fumé y triste triste llegué a la escuela, y la misma que en la casa: nadie se había acordado. Y la mezcla de sensaciones, por un lado alivio de no tener que forzar una explicación a partir de la frase: A mi no me gustan mis cumpleaños, y por el otro encabronamiento como la primera vez que me escondí de niño debajo de la cama y pasó un chingo de tiempo y nadie se dio cuenta y todos siguieron tan contentos jugando y mis papás adelante con su vida, hasta que no me quedó más remedio que salir ¿Es que era tan difícil recordar mi cumpleaños, tan de plano imposible felicitarme con tacto? Contra mi costumbre de todos lo días entré a la clase para evitar a la banda. Aguanté a Burguete con sus historias de éxito espiritual y emocional sobre el éxito material, que más parecían justificación de por que él llegaba en una lancha de hacía veinte años y su carnal en una moto del año, con su jodida manía de tirarnos el rollo media hora y llenar en diez minutos el pizarrón de fórmulas matemáticas, que no dejaban de a seis, literalmente, y eso si corríamos con un poco de suerte. Aguanté a Piñuelas con su clase de geografía, con los textos trasnochados que nos dividían al mundo en blanco y negro, en capitalismo y socialismo, aunque el Muro ya había caído y Gorbachov estaba más cerca de vender pizza que de gobernar algo. Eso sí, los libros no se cansaban de decir que México tenía una economía mixta, por lo que tenía lo mejor de los dos sistemas. Lo curioso era que corría el sexenio de Salinas y muy pocas paraestatales habían sobrevivido al naufragio. Aguanté con un poco más de ánimo a la Mónica, que estaba muy mona y hablaba muy bien inglés, y se prestaba a despejar nuestras dudas sobre el significado real de las rolas que nos llegaban de inglesia, cuando los significados literales no nos decían  nada: maestra ¿Qué quiere decir She´s got the look? Y el pendejo del gordo como siempre oportuno y acelerado: Ella no puede mirar para atrás, y la Moniquita tan bonita, Noooooo, quiere decir literalmente que ella tiene el “look”, es decir que se ve muy bien”. Mientras yo pensaba, bien buenita como tú.

Después de la clase de inglés, andaba tristeando por la vida y decidí salir a fumarme un cigarrito (otro saldo negativo de la huelga, no se podía fumar más dentro de la escuela, nos consolábamos pensando que podía haber sido peor y que podían haber cerrado por siempre el portón como ya pasaba en las otras escuelas). Me senté con mi cara de atormentado en la piedrona del tabaco rápido, cuando me cayó un vergazo de agua, luego fui acribillado con huevos llenos de harina y confeti, mientras se me aventaban todos los amigos (y las amigas) a darme abrazos y besos al por mayor. A toda madre. Fue tan brutal el asalto que ni tiempo de encabronarme me dio, y luego, cosa inédita, todos los amigos (y las amigas) se mocharon con regalos bien chingones. Lo mejor es que no era nada comprado, todos se habían dado su tiempito para hacer alguna chingaderita con referencia a mi amarguez cumpleañeresca o al fin de cursos, desde la cursi agringadita de la tarjeta de “Friends 4 ever” hasta el carnal de “Aliviánese, viene lo mejor”. El único que nada más me dio abrazo y apapacho fue el Beto, mientras me decía: “Su regalo se lo doy al rato compa”, y yo “¡Ah chingá! No me preocupe compadrito”. “No, no chingues, ya verás”, me dijo, y me quedé con la duda de que sería, pues se veía muy serio. Ya contento, por primera vez en un cumpleaños desde que tenía memoria, me dieron la noticia que hizo redondo el día: a la mamá del Flaco le tocaba guardia en el plantón que tenían los maestros en el Parque Central, donde estaban desde hacía un mes exigiendo que se esclareciera el asesinato del líder del Comité Central de Lucha de la Coordinadora. Sin muchas esperanzas pues hasta nosotros sabíamos (con Juanito lo habíamos aprendido) que el asesino despachaba en el Palacio al pie del cual estaban. El punto era que gracias a la CNTE la casa era nuestra, y me dieron alborozados la noticia de que dos cartones de caguamas nos esperaban. Hacia allá nos fuimos, empezando a preocuparnos sobre la marcha, al ver la cantidad de gente que nos acompañaba. Los ocho o diez de siempre se habían triplicado. Apretujados en los 50 metros cuadrados de casa del fovissste, empezamos a bebernos las caguamas. Afortunadamente era inicio de semana y la banda llevaba lana y los dos cartones se hicieron cuatro, y alguien sacó un pomo de añejito, y visita a La Tía de por medio, algunas calculadoras se transmutaron en vino. En medio de la bacanal el hermano del Flaco puso una película, que había traído de su última visita a Tepito, que cambió mi forma de ver el cine. Era “Perros de reserva” de Tarantino, mandé a callar a todo mundo desde la impunidad que te brinda ser el festejado y me sumergí en el dialogo inicial. Cuando empezó la rolita que después supe que era de George Baker, la de “Little Green Bag” fue la apoteosis, poca madre la conjunción de la rola setentera con los trajeados que avanzan por la calle, disponiéndose al asalto donde se desmadra todo. Definitivamente, cambió mi forma de ver el cine. Cuando avanzó la tarde  y quedábamos los amigos de siempre (sin las amigas) el Beto sacó una cajita de cerillos y me dijo: “Acá está su regalo”, al tiempo que ponía la rola de Caifanes esa que dice, “Vamos a dar una vuelta al cielo, para ver lo que es eterno”. Hasta la fecha la oigo y me acuerdo del asunto, y se me viene a la cabeza el Maya con su “Checa el requinto” de toda la vida. Abrí los cerillos intrigado, y aunque no la había visto nunca, identifiqué de volada la mariguana, la yerba. Con una maestría hasta entonces desconocida para el resto, el buen Beto armó un joint y le pusimos todos. Nos agarró la simpática tremenda, y nos tiramos de la risa como babosos por un buen rato, hasta que a mi carnal, que se nos había unido hacía un rato, le dio la pálida y se puso frío frío y a sudar como un puerco. Se nos bajó la peda del susto, y me empezó a dar un ataque de angustia, pues ya era entrada la noche y el tiempo seguía transcurriendo lento lento, como los cuadros de las pelis que veíamos en el cine del pueblo cuando niños, que de repente se atoraban y pasaban uno a uno descomponiendo la secuencia. Con la experiencia que le correspondía como iniciador del asunto, el Beto se aplicó, me calmó y sacó a mi hermano del abismo sideral en el que estaba.

Estuvo chido el cumpleaños y marcó el inicio de un diciembre inolvidable. Y por inolvidable no quiero decir precisamente bueno.
Ese fue el año del divorcio de mis padres. Mi papá se casó de volada y tuvo cuatro hijos más, y hasta la fecha dice que se quedó corto, que en lugar de siete hubiera querido setenta, como se le calculan al suyo. Un montón de veces mientras caminábamos en Tuxtla, se detenía a saludar a alguien, y me decía muy serio “Saluda a tu tío fulanito” y yo “Buenas tardes tío fulanito, zutano, merengano”. Nunca pude llevar la cuenta, ya no digamos recordar los nombres.

  En su boda fue la única vez que nos dijo, “Pueden fumar si quieren”. Hasta la fecha considera una falta de respeto si fumamos delante de él.

Mi jefa la pasó mal al principio, y después se alivianó. Ese año se fue a casa de los abuelos a Villahermosa desde  el dos de diciembre, día en que me pidió disculpas por el olvido del día previo. Se llevó a Edipson Ricardo y nos dejó a mi carnal y a mi, que estábamos por comenzar los exámenes de fin de semestre, yo en la prepa, mi carnal en la uni. Junto con un cúmulo de recomendaciones nos dejó un menú por escrito, con recetas, ingredientes y dinero suficiente para comprarlos, con la preocupación de que comiéramos bien. En cuanto regresamos al pueblo, después de dejarla en Tuxtla en la Colón, compramos media caja de huevos para todo el mes, y dos paquetes de cigarros para empezar. Entre que yo terminaba la prepa y mi carnal estaba en medio de una crisis existencial porque no le gustaba la carrera de sistemas que había escogido, los días que venían se presentaban raros. Como que las cosas no encajaban, como que el mundo no se nos terminaba de acomodar. La borrachera de mi cumpleaños fue la única alegre de esa temporada. Antes de una semana terminamos los compromisos escolares y nos quedamos dueños y señores de la casa, con todos lo amigos y cuates de vacaciones y con ganas de convertirla en el centro de una borrachera permanente. Corrieron al Maya de casa de sus tíos, y nos quedamos los tres de anfitriones. Empezó un desfile interminable, noche tras noche llegaba un chingo de gente con cerveza, Añejo, Presidente y Bacardí al por mayor. Perdí la cuenta, no supe cuantos ni quienes estaban. Se sucedían las rolas de Caifanes, La Maldita, La Lupita, Real de Catorce, Guns, Skid Row, Motley Crue y Metallica. Nos poníamos fresas y escuchábamos a Tesla con sus baladitas acústicas, o peor, a Bon Jovi con su pseudo rock pesado. He de confesar que escuchamos varias veces a Alejandro Sanz fantaseando con ser adolescentes que andaban con mujeres mayores, y si, es probable que hayamos puesto en alguna noche de desamor de algún invitado a Luis Miguel. De seguro recuerdo que salimos hasta la madre de borrachos siguiendo a un perfecto desconocido, escuchando en la grabadora con pilas que salieron de no sé donde a Los Temerarios “He pasado mucho tiempo ya sin ti, pero más no puedo…” cantamos  a coro frente una casa que no puedo recordar donde estaba, de lo que si me acuerdo es que el compa de la serenata, como no salió la aludida se robó el foquito que estaba sobre la puerta, el que desparramaba un circulito de luz amarillenta sobre la banqueta. Le dije: Que haces, no mames, y desde la profunda lucidez de su peda me contestó: Lo necesito, sin ella vivo en la oscuridad.

 La desazón crecía conforme pasaban los días. Extrañaba la época en que la onda eran Kalimán, Kendor, los vaqueros buenos. Extrañaba los días en que las cosas eran como nuestra tele, blanco y negro, blanco o negro. Sin la maldita confusión de ahora. Si la policía mataba y los matones protegían ¿Qué pedo con la vida? Intuíamos a medias que algo no estaba entero. Nos hacía falta algo cierto. Un día. Otro. Cerveza, alcohol. Mariguana y coca. Nada pasaba, pero se sentía venir. La maldita confusión interna ¿Letras, sociología o sistemas? ¿Lo que me gusta o lo que me permita comer? Letras para comérmelas, sistemas para triunfar. Sociología como un cobarde término medio. Sistemas como carrera del futuro, que como presente estaba resultando de la chingada para mi hermano. Otra mañana crudo. Otro desayuno de huevo a güevo. La casa se estaba desmoronando y desmadrando, y nadie que agarrara una escoba, ya no digamos un trapeador y pusiera algo de orden en nuestras vidas, que se descomponían como la casa toda. Ese fue el año de la sequía fenomenal y se acabó el agua de la cisterna, y el dinero que nos dejó la mamá hacía mucho se había acabado. O sea que al desmadre general había que sumar la ausencia de agua. Los trastes sucios acumulándose. La poca agua que quedaba destinada a la taza del baño. “Prohibido orinar aquí, hay un chingo de patio”. Recuerdo que un sábado por fin acarreamos agua de la casa vecina y nos dimos los tres a la tarea de limpiar el desmadre. Desahuciados como estábamos le entramos a la tarea sin hablar. Para no estar a solas con nuestro silencio prendimos la tele de fondo. Me acuerdo que estaba pasando un programa australiano tonto a más no poder “just for the records” se llamaba o algo así. Cuando empezaron a pasar al imbécil  que tenía el record mundial en lanzamiento de caca de vaca la apagamos. Verídico. A nuestro mundo se le estaba llevando la chingada y el muy pendejo explicaba muy orondo como había que escoger una plasta aerodinámica para asegurar el éxito del lanzamiento. No la volvimos a prender en esos días. Ni para ver Los Simpson.  Se acercaba navidad. Se afianzaba en mi hermano y en mí la idea de que por primera vez en la vida no la pasaríamos en casa de los abuelos. La onda era ahí. Emborracharse ahí. Ponerse hasta la madre de mota ahí. Atiborrarse la nariz de coca. Entristecerse, encabronarse con los policías que nos habían madreado, con los que mataron al Juanito ahí, en esa casa, en ese pueblo, tratando de encontrar el rumbo, que se había perdido entre la tele, la música, las películas, las novelas, la vida.
Acercándose el 24 las cosas empeoraron. Llegó  un compa medio conocido, el Caripumpo le decían, que se dedicaba a organizar fiestas en el local de la ganadera, al que le habían quedado como 30 cartones de medias de una posada fallida. Estaba hasta el cuello de deudas con la Superior, que le daba todo el producto a consignación. Se instaló en la casa y entonces nos emborrachábamos en la noche con Fandango, un ron inmundo de 12 pesos el litro, nadie tenía ya para añejito, y en el día le pegábamos a las medias. Medio parábamos para prepararnos unos huevos. Dormíamos y seguíamos, sin alcanzar a salir de la borrachera, nunca. Grabé un cassete que repetía hasta la náusea la rola de “Perros de Reserva”. Cerveza tras cerveza (des)entonábamos
Lookin´ for some happiness
but theres is only loneliness to fiiiiiiiiiind
turn to the leeeeeeeft,
 turn to the riiiiiiiight…
Con la redonda certeza que la rola reflejaba nuestra cruda, nuestra peda, nuestros días. Un día, acercándonos al 31 de ese diciembre que recordaré siempre, entré al cuarto de mi mamá buscando no me acuerdo qué. Hasta ese momento era la única parte la casa que seguía en pie, lo único que respetábamos. Me vi en el espejo de cuerpo entero. Flaco. Barbón. Sucio. En una palabra, jodido. Me cayó el veinte de que había que recoger los pedazos de mi tierna vida y echar a andar de nuevo, que nunca jamás en lo que me restara de vida, iba a dejar que la policía me madreara, que Juanito seguiría siempre ahí, que segurito me iba a clavar de nuevo con alguna mujer, que sociología como proyecto de vida no estaba mal, que podía comer y escribir sobre Kalimán, sobre Félix el Gato, el Único Único Gato, sobre los años maravillosos, sobre la música que me gustaba, que seguramente Tarantino haría más películas, que quedaba mucho que leer, que ver, que sentir. Que algo se estaba moviendo. Que las cosas no podían seguir así.  No así.

En ese momento no lo sabía pero estaba a punto de conocer a Tamara y comenzar a hacer la revolución. 

Era diciembre de 1993.


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