Llévate la historia
a donde yo no pueda encontrarla...
Real de Catorce
(...)
A lo
largo de ese 1994 entre plática y plática, aderezada con café, amor y cigarros,
me fue quedando claro que esa primera percepción de Tamara era cierta. Parecía
que toda su vida había estado organizada para que llegara ahí, a donde llegamos
pensando que estábamos juntos, sin saber todo lo complejo que podía ser la vida
recién entrando a nuestros 19 años.
Tamara
se había hecho sola. Sola en serio, no sola como “era una niña muy callada y
esforzada”, no. Sola. Ella como yo, venía de una familia de la oligarquía
local, así que con el tiempo articulamos un discurso basado en uno de los
textos de Mao. Cuando alguien nos restregaba nuestro origen en la cara, le
decíamos con cara de no mames, compañero, uno es el origen de clase, otra la
conciencia de clase y otra más la práctica de clase. El primero no importa,
fíjese en los otros dos y deje de estar chingando con sus complejos de
pequeñoburgués resentido. Digo que se había hecho sola, porque su madre esperó
nomás parirla para tirarse al monte, al llano o al comando urbano, lo que fuera
que hubiera escogido como campo de batalla de un minúsculo grupo guerrillero de
mediados de los setenta. Así que digamos que planeada, pues Tamara no fue. Por
lo menos no para la mamá, de quien nunca más volvieron a saber, ni por fuentes
indirectas, aunque su padre dedicó una década completa a rastrearla, pero nada.
Nada de información, ni de los que estuvieron en el Campo Militar No. 1 ni de
nadie más de los que sobrevivieron a la Guerra Sucia. Apenas
alcanzaron a tener la certeza de que se había metido a un grupo que se llamaba
Ejército del Proletariado Mexicano, que recibió entrenamiento de segunda mano
de otro grupo que se había entrenado en Corea, y que estuvieron involucrados en
algunos asaltos bancarios (expropiaciones revolucionarias, compañero, no mames).
Nada más. Tamara le pusieron por la guerrillera que acompañó al Che en Bolivia,
por supuesto. Entre la militancia de sus papás y el origen alemán del padre
pues no había para donde hacerse. Tamara Ulrich. Si, de los Ulrich de las
fincas cafetaleras del Soconusco, de la parte pobre y repudiada de la familia.
En su primera década de vida entonces, Tamara no tuvo madre porque se fue, ni
padre porque la estuvo buscando. Una vez que vio que no la encontraba, decidió
aprovechar una oportunidad e irse de maestro de la UNACh ahí mero en San
Cristóbal, en la Facultad
de Ciencias Sociales, a dónde yo llegaría a encontrarme con su hija diez años
después.
Tamara tampoco tuvo a nadie en la segunda década de su vida porque su
papá se dedicó en las mañanas a dar clases, bien y con enjundia, y con la misma
enjundia dedicó las tardes a emborracharse. Recuerdo la primera vez que lo vi,
en la semipenumbra de la chimenea de la casa de madera que tenían en el Barrio
de Cuxtitali, en San Cristóbal. Entré y lo saludé, volteó a verme apenas para
luego empinar el vaso de brandy que tomaba, así derecho, poco a poco mientras
canturreaba despacito, para si mismo: …te sentirás acorralada, te sentirás
perdida o sola, tal vez querrás no haber nacido, no haber nacido… Pero tú
siempre acuérdate de lo que un día yo escribí pensando en ti, pensando en ti…
como ahora pienso. Nueve de cada diez veces que lo vi, lo que cantaba entre
dientes mientras se dedicaba con conciencia y método a emborracharse era esa
canción. Se le veía la ascendencia en la tez canela y los ojos claros, aunque
se veía también la herencia de su madre en los pómulos altos y los ojos
almendrados, esos que tenía Tamara y que la hacían tan ella y tan bella. El
primero de su apellido en tierras chiapanecas, el abuelo de Tamara había sido
de los alemanes de la segunda oleada, que llegaron a México enviados por las
casas comerciales con sede en Hamburgo, a verificar sobre el terreno la buena
marcha de las fincas. Era el período de entreguerras, 1929 para ser precisos y
Juan Ulrich, se independizó rápidamente de su casa matriz y se hizo de una
finca, a la que puso por nombre, por supuesto, Hamburgo. Fue de los fundadores
de la Verband Deutscher Reichsangehoringen, la Asociación de los
Ciudadanos del Tercer Reich. Nazi. Entre los días que festejaba antes de 1945
estaba el 20 de abril, día del nacimiento de Hitler. Le tenía un altar en la
sala de la casa grande de la finca. Fue un cabrón hijueputa completito, que un día
se oponía a las escuelas en sus fincas, y al siguiente formaba un ejido en la
periferia de sus tierras con los miembros de su guardia blanca. Tenía su propia
casa de enganche en San Cristóbal, desde donde salían caminando cientos de
tzotziles en una travesía infernal de 10 días hasta la finca, endeudados desde
ya con Don Juan, para la pizca del café. Al llegar a la finca la chinga se
recrudecía, y no eran pocos de los que hacían el camino de ida para nunca
regresar. Tenía desde ese entonces y hasta 1994, una remachadora donde acuñaba
fichas de su finca en hojalata, la única moneda que circulaba en la tienda de
raya. A finales de los años ochenta, mejor cambió el enganche de mano de obra hacia
Guatemala para evitarse las reivindicaciones de tierras. Indios son indios,
decía. Hasta la caída del Tercer Reich, fue un digno representante de la raza
aria: sobrio, culero, casado con una alemana que al inicio de la Guerra regresó a su patria
y de la cuál no volvió a saber nada. Una vez que Hitler murió, se volvió un
poco más ojete, y comenzó a emborracharse un día si y otro también, y a
incursionar en los galerones de los peones cada cierto tiempo, acompañado de
dos o tres guardias armados. De ahí salía con alguna muchachita apenas púber
arrastrada de los pelos, a la que violaba impunemente. De estas uniones
forzados fueron naciendo mestizos, que cuando se parecían a él se quedaban en
la casa, integradas las madres a la servidumbre permanente. A los más güeritos
les daba el apellido, en esas actas donde quedaba asentado “hijo natural
reconocido”. Uno de los últimos de estos niños, de los más vivos, fue Juan
Ulrich Pérez, el padre de Tamara. Orgullo disimulado de su padre por su
inteligencia y sus ganas de quedar bien con él, decidió prepararlo para manejar
Hamburgo, la que para ese entonces era sólo una de sus tantas fincas. Así que
en 1967, con diecisiete años cumplidos, Juan Ulrich Pérez se fue a estudiar
agronomía, en la Escuela Nacional,
que estaba en la ex hacienda de Chapingo. Error garrafal. Ahí me lo echaron a
perder, decía hasta sus últimos días el viejo Juan. El 68 tomó a Juan Ulrich
Pérez en plena militancia de unos de los muchos grupos marxistas que había en la ENA, y lo emparejó con la que
sería mamá de Tamara. La libraron y no cayeron al bote. En 1971 no le fue tan
bien, lo madrearon y detuvieron, y lo tuvieron tres días torturándolo. Nunca
hablaba de ello, pero tenía una cicatriz que le cruzaba la frente dando la
impresión de que estaba siempre con el ceño fruncido, aún en las contadas veces
que sonreía. Tamara suponía que la cicatriz venía de esos días...