Cuando desperté estaba en un edificio grande de vidrio reluciente
y escaleras, donde un montón de gente caminaba presurosa, con cara de ir a
algún lado o quehacer muy importante. Los hombres estaban vestidos de traje
negro y camisa blanca. Las mujeres también, pero con falda y tacones que hacían
resonar contra el cristal del piso. Cada cinco pasos hombres y mujeres veían
con apremio su reloj y apretaban el paso y las
mandíbulas, conscientes de que llegaban todos tarde.
Aquí trabajo, pensé.
Vi hacia fuera, justo enfrente estaba un bosquecito sobre una pendiente,
con una escalinata que te llevaba a una fuente y la rodeaba para desembocar en
una casa. No había duda: era la casa de mis sueños. Me llené de orgullo porque
vista desde fuera la casa se alzaba en la colina, con el campo de fútbol de la
primaria de un lado, y el arroyo de San Cristóbal donde estaba el rosal gigante
del otro. Y en medio toda ella, con sus paredes de ladrillo y piedra, viejas
pero bellas y su puerta de madera. Al frente no tenía ventanas, nada más la
puerta que tocaba casi el techo de dos aguas, limitada por las vigas
gigantescas que detenían el resto de la estructura sobre la que descansaban las
tejas de barro, olorosas, ordenadas. Esa, definitivamente, es la casa de mis
sueños, pensé.
Estaba casi dispuesto a parar alguno de los transeúntes para
decirle sonrisa de por medio, mira, esa es la casa de mis sueños, cuando
comenzó a temblar. No era la suave oscilación del temblor del año de 1989 que
me despertó soñando que estaba en una hamaca, no. El suelo trepidaba
encabronado, mientras yo veía incrédulo que los hombres y mujeres apresuraban
el paso pero sin gritar, ni mirarse ni nada, mientras empezaban a chocar unos
con otros por las prisas y el temblor que arreciaba, y en ese momento caí en
cuenta que no sabía donde estaba Ella, y que mis hijos estaban en la casa de
mis sueños, y que cada vez temblaba más fuerte en el edificio de cristal, y que
tenía que ir a ayudarlos. Pero también me di cuenta de que hiciera lo que
hiciera, no iba a poder salir de ahí.
Miré entonces mi reloj, me di cuenta de que me estaba retrasando y
apreté las mandíbulas, mientras daba cinco pasos.