Ha
sido un largo día de vueltas y espera en el aeropuerto. Se supone que
salía a las seis de la mañana, para estar, vía salto de diferencia horaria de
por medio, a las seis cuarenta en Hermosillo, a más de dos mil kilómetros y
después de dos horas cuarenta de vuelo. Pero no. Son las diez de la noche, y
recién apenas parece que va a salir. Más fastidiado que cansado, después del
apagón y los retrasos que le siguieron, el tipo por fin tiene un pase de
abordar; una hora de salida, las once y media; y una puerta de embarque,
setenta y uno de la terminal dos.
Hacia
allá se dirige. Se da cuenta que su natural talante antisocial tomó la
inconciente decisión de sentarlo justo en medio de la fila, con tres o cuatro
asientos libres a cada lado. Con parsimonia deja en la silla de al lado la
bolsa de libros, a sus pies la mochila de la compu, y saca con calma y desgana
el ipod, dudando si buscar algún álbum o artista en particular, poner alguna
lista, o escoger nomás las rolas en orden alfabético y dejar correr la música,
en espera de que algo lo sorprenda.
En
esas está, cuando percibe la presencia de alguien que se ha acercado pareciera
con sigilo hacia la silla en donde está todavía la bolsa de libros. Voltea
apenas hacia la derecha y hacia arriba y percibe a una rubia treintañera
enfundada en dos o tres capas de pana y de gamuza, como para el doble del frío
que realmente hace. Con un suspiro resignado pasa la bolsa de libros de la
izquierda a la derecha y decide no ceder a la tentación y voltear a ver a la
mujer que toma asiento, para evitar el inicio de alguna conversación, que
insulsa o no, no tiene ganas de sostener.
Cuando
el aire que ha desplazado suavemente con su cuerpo la mujer llega hasta él,
siente que casi se marea. Huele a madera y tabaco, con un toque de cereza,
esparcido como barniz sobre piel fresca tostada por el sol. Delicioso.
Excitante. Fascinante. Embriagador, piensa y entiende un poco la pertinencia
del lugar común. Mientras finge interesarse en la música del ipod,
inspira lentamente paladeando con placer cada capa de aire que pasa por su
nariz. En cada respiro trata de memorizar una de sus vetas. En esas está cuando
no puede aguantar más y voltea y le pregunta la rubia ¿a que hueles? A mi,
contesta ella, y con naturalidad extiende la mano hacia él mientras sonríe y
pregunta ¿Querés probar? El tipo mira la muñeca que se le ofrece, y duda entre
darle un beso o una mordida. La imagen que le resulta de la mezcla de ese olor
que casi lo atonta por cercano, con el sabor que recuerda de la sangre le
provoca que se le haga agua la boca.
Sin
poder evitarlo se acerca con la boca abierta, para retomar un poco de
conciencia en el último momento y terminar en un punto medio que se concreta en
una lamida profunda y parsimoniosa. El olor-sabor se le pega a la lengua y
paladar, se le enreda en la garganta, y lo hace sentir estúpidamente enamorado.
En ese momento resuena en la sala el anuncio de la última llamada del vuelo
fulanito con destino a Bueno Aires, en especial para Marina Gambazza, pues se
está removiendo su equipaje por procedimiento de seguridad. La rubia se levanta
y se enfila hacia la puerta 69 de donde sale el vuelo fulanito con destino a
Bueno Aires, y cuando está a punto de perderse para siempre, voltea para
decirle al tipo, bueno, ya sabés mi nombre, espero que podás encontrarme.
Cuando desaparece por la puerta de embarque, el tipo despierta un poco y abre
su computadora, para iniciar el feisbuk y la búsqueda.
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