domingo, 10 de julio de 2011

Apuntes de viaje: La Habana

Desde que tengo uso de razón (más o menos desde los 15 años) tenía ganas de ir a Cuba. Por una cosa u otra, el tiempo se fue yendo y se fueron sucediendo las noticias de las cosas que pasaban en la Isla, y una cierta sensación de apremio, de que había que ir ya, se fue apoderando del suscrito. Imagínense nomás la expectativa acumulada de poco más de 20 años, el amor por su historia y por su música, pasando por Fidel y el Che, por Compay y Silvio. Cuando uno es latinoamericano y se le ha metido en la cabeza la tonta idea de que es posible mejorar un poquito el mundo, Cuba se vuelve una referencia permanente, la plática de siempre, el desconcierto ante algunas noticias, la alegría ante otras, la crítica fraterna y entre compas, la defensa a ultranza ante la propaganda de derecha, la esperanza de que si se puede y si se pudo, el temor post caída de la Unión Soviética a verla caminar hacia la inversa.

Con todas esas cosas en la maleta emprendí entonces un viaje cargado de preguntas y lleno de temores, digamos que sin exagerar, había que ver si hay futuro, o si por el contrario, Hobbes tuvo siempre la razón. Abordé el avión con la nota en La Jornada que reseñaba la última reforma cubana: las casas y los autos se pueden comprar y vender libremente. Aderezó alguito el viaje una escala en Panamá, que duró 30 minutos efectivos, suficientes para ver apenas y desde el aire, la masa oscura y contrastante del Canal, y pensar unos minutos en la bandera panameña, en Torrijos y Carter, en Noriega, en Latinoamérica.

Pasada la medianoche aterrizamos en el aeropuerto de La Habana. Entre el sueño y las ganas de verlo todo, pasé por los espacios de revisión y aduanas sin fijarme, sin sobresalto alguno y cuando me di cuenta estaba fumándome uno de los últimos marlboros que me quedaban y tratando de empezar a nombrar las cosas que veía: un aeropuerto con área de llegadas atrapada en los setenta, con una entrada moderna, donde cubanos y extranjeros esperaban a amigos y familiares. Lo primero que noté en el estacionamiento es que había más carros de los que esperaba, ninguno se veía nuevo, pero ninguno se veía más viejo que diez o veinte años como mucho, europeos la mayoría: Peugeot los taxis, Fiat los otros. Amabílisima, la mujer de la agencia que esperaba ese último vuelo nos puso en el mismo taxi a los tres mexicanos que íbamos para el mismo hotel, nos subimos y empezó a rodar. La carreterita que unía el aeropuerto con la zona metropolitana de La Habana, bien. Ya quisiera Tuxtla una calle así para una fiesta de domingo. Me sacó de mi abstracción la voz estentórea del taxista, que me preguntaba algo sobre mi turno. -Chin-, pensé. Nos subimos al carro equivocado, a ver si no nos metemos en una bronca. -¿Qué?- Alcancé a balbucear. - Qué si todos van al Hotel Nerturno, chico-, repitió. Nerturno. Neptuno. Me reí y recién entonces me la creí. Estaba en Cuba, recorriendo el camino del aeropuerto hacia La Habana. El cuadro se completó con al ruido del motor de un ford de los cincuenta que se nos atravesó en la primer entronque de la ciudad. Ver en la siguiente esquina la primera gasolinera fue impactante, tenía un supercito de conveniencia. El primer semáforo en la primera glorieta fue el acábose: funcionaba, y además tenía un tablero donde se contaban lo segundos que faltaban para el cambio. Había alumbrado público. Jardines. Las calles estaban limpias.

-¿Son mexicanos? -Preguntó el taxista.
-Si-, contestamos al unísono. ¿Y que quieren vel de La Habana?-. Todo, respondió uno. -La Habana Vieja y El Vedado-, dijo la otra. Yo me quedé pensando, y entonces tomó forma la idea que me había dado vuelta en la cabeza en los últimos quince días en que no pude quitarme de la cabeza el sonsonete ese de la canción de Carlos Puebla que dice "A Cuba y a Cuba, a Cuba iré".

-A la gente-, respondí.

Sabía que el asunto que me había llevado hasta ahí me iba a permitir platicar con un chingo de gente en los siguientes días. Así fue. Conversé con campesinos, obreros, funcionarios, periodistas, educadores, gente de a pié y sobre ruedas. Entré a algunas casas. Comí con ellos. Bailé.
Aclaro que fueron nomás cinco días efectivos pero me apliqué. Aclaro también que no pretendo ser objetivo ni mucho menos. Tampoco tengo ínfulas de oráculo o de interpréte. Faltaba más. Entre ayer y hoy pensaba en como platicar lo vivido. Como respuestas a preguntas que nos hemos hecho, en conjunto o individualmente. O como opinión sobre lo que está pasando después de haber estado. O mejor como una crónica salpicadita de anécdotas. O como me salga. Casi me decidí por esto último.

Y como son las doce de la noche y mañana muy temprano salgo para el norte, y sobre todo tomando en cuenta que como dijera la Julieta Venegas, "hay tanto que quiero contarles" mejor ahí la dejo. Mañana seguimos y terminamos. Tampoco se trata de hacerla de emoción.

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