martes, 28 de junio de 2011

No llueve



Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve.
Nos han dado la tierra. Juan Rulfo

Pasó el 24 de junio y nada que llovió. Apenitas anoche cayó una lluviecita cutre, ligera, casi tierna. Se alcanzó a sentir un leve aroma a tierra mojada y Joaquín corrió a la ventana y dijo -Está lloviendo-, para regresar luego a lo que estaba haciendo. Nada pues.

No sé que trae este año que noto en todo el mundo -incluyendo al suscrito por supuesto- una añoranza terrible de la lluvia. Será que han sido tantas y tan jodidas las malas noticias, que esperamos un poco de agua para lavarnos las manos y la cara.

Desde el fallido 24, no dejo de recordar otras lluvias de otros tiempos.

Me acuerdo por ejemplo de las lluvias en mi pueblo, antes de que las calles estuvieran encementadas tan horriblemente como hoy. La lluvia era el comienzo de la aventura, cuando corríamos al lado del arroyo donde habíamos soltado los barquitos de papel, con apuesta de por medio a ver cual aguantaba más. Doscientos metros más abajo de la casa, donde ahora van a poner la Boedega Aurrera que pone en jaque al pequeño comercio pueblerino, se despedazaban las naves y definíamos ganadores. Me acuerdo también de las lluvias que preferían la noche, y del repiqueteo en el techo de asbesto del cuartón donde hacíamos como que dormíamos escuchando el agua. Si llovía un poco más temprano nos quedábamos sin luz, en el otro cuarto de adobe y techo de teja que hacía las veces de comedor, sala y cocina, y jugaba entonces a encontrar formas en las sombras vacilantes de las velas en las vigas del techo. También hacíamos figuras y erámos un poco más felices que los otros días. Si el chubasco nos agarraba en la casa de mi abuela, en lugar de velas nos alumbraban los quinqués hechizos de frascos de nescafé con petróleo, con una una tira de tela haciando las veces de la mecha, distribuidos a lo largo del corredor, y veíamos las lluvia desde las butacas cayendo en el patio del árbol de aguacate, comiendo una tortilla grande con manteca, tomando un cafécito con leche para el alma. No recuerdo una sensación más reconfortante.

Recuerdo también la lluvia interminable de San Cristóbal, los días y noches en que no paraba de caer una lluvia suave, que te daba una falsa sensación de que podías salir y retarla, caminar el mundo en la búsqueda de los otros, para terminar totalmente mojado después de un cuarto de hora. Tuve unos zapatos rotos que me hicieron acostumbrarme al agua y encontrar un uso diferente a los periódicos, y tuve un chuj de lana basta, que guardaba todavía el olor del borrego, que me sirvió de impermeable varios meses, por aquello de la grasa que guardó cuando lo hilaron y tejieron. De ahí de Sancris recuerdo una de las lluvias peores, en la casa esa del barrio de Santa Lucía, que tenía dos pisos. Fue una noche después de levantarme, verme en el espejo y constatar los estragos de tres o cuatro días de excesos, viendo a un tipo que me veía a su vez con los ojos rojos y apagados, flaco, sucio, jodido, barbón. Me senté entonces en una silla de la sala del segundo piso frente al ventanal que ahí reinaba, y estuve torturándome desnudo y frío, viendo caer la lluvia fina y sintiendo como nunca la tristeza.

También me acuerdo de la multiplicación de las sombrillas de la estación de trenes Termini de Roma, cuando vimos con sorpresa Adriana y yo como surgían en las puertas montones de migrantes de Bangladesh, cada uno con un ramillete de paraguas, repitiendo lo que tal vez era la única palabra en italiano que importaba: piove, piove, piove.

Extraño también en estos días la lluvia de Hermosillo, siempre tan escasa y tan escandalosa. Nunca he escuchado tanto ruido antecediendo al chaparrón, con los truenos que barren el desierto como tanteando el suelo, a ver que tan sediento está. Una vez, cuando erámos tres, estabámos en un parquecito y nos llegó el aroma de la tierra del desierto mojada, antecediendo por segundos a una tormente de arena, que anunciaba a su vez el agua. Me quité la camisa para tapar a Joaquín, y un poco ciegos y un mucho gozosos, corrimos hacia el carro que nos permitió poner distancia. Todavía no supero la sorpresa de saber que existen los sapos del desierto, que se entierran durante meses y años a esperar el agua que los haga renacer, para enloquecer entonces en un frenesí reproductivo, y dedicarse luego a comer hasta hartarse y más allá, antes de regresar bajo la tierra, a esperar, otra vez.

Sé que cuando llueva por fin acá, se soltará la vida, y con ella las montañas de zancudos que te obligan a guardarte.

No importa.

Seguimos esperando.

Todavía no llueve.

No hay comentarios: