martes, 2 de agosto de 2022

Sin maíz no hay país

Desde inicios del 2007 esta consigna ha resonado en las calles de las ciudades de México, gritada desde el campo. No es para menos, pues empezamos ese año con las noticias del incremento al precio de la tortilla hasta en un 60%, que quedó al final, pesos más, pesos menos, en un incremento del 40%. En los inicios de este año volvió a escucharse, siendo ahora el motivo la apertura plena del capítulo agropecuario del Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN), es decir, desde el el 1° de enero pasado, el maíz que viene en grandes cantidades de Estados Unidos no paga ningún arancel para ingresar a nuestro país. La bronca es que esto sucede cuando se ha dejado de producir este básico en grandes extensiones de nuestro suelo, bajo el argumento de que es más barato comprarlo en el extranjero que producirlo, lo cuál como teoría está bien, pero choca con la realidad del poder cuando resulta que para los productores gringos es mejor transformarlo en biocombustible que venderlo a México, teniendo como impacto final un incremento en los precios al consumidor. Recordemos además que nuestros productores no cuentan más con precios de garantía, desde que desapareció la Conasupo en 1999. "Dejemos que el Mercado regule los precios", dijeron los gobiernos neoliberales, y es exactamente lo que está pasando. Dentro de esa misma lógica se inscribe el que no haya más apoyos para la productividad, considerados estos como una falsa alteración del mercado, aunque se haya contado durante una década con el Procampo, subsidio directo en función de la extensión de tierra supuestamente cultivable, pero erogado sin ninguna relación con la productividad, con el evidente fin de servir de paliativo para las familias campesinas que ven desaparecer la posibilidad de vivir de lo que producen. Sin maíz no hay país, es más que una consigna. Es una de las contradicciones que caracterizó la vida de mi familia, clase media neta de entorno semi urbano, con una vinculación constante pero parcial con el campo. Es decir, vivíamos del trabajo de mi papá que no tenía nada que ver con el campo, pero siempre estaba el rancho ahí, y siempre nos tocaba participar en las faenas agropecuarias. En un principio fue la tortilla. Comenta mi mamá que cuando recién llegó a Chiapas le parecía que se la pasaban comiendo, recién levantados a las seis, el desayuno, café con pan, elaborado este en hornos de barro en forma de iglú, rosquillas, semitas, marquesote, banderillas y otras delicias. A eso de las 9 o 10, el almuerzo, huevos, frijoles, crema deliciosa y queso, con tortillas hechas a mano. Alrededor de las 2 la comida en forma, una sopa y un guisado, o las dos cosas en uno con un caldo de pollo con verduras y sopa de pasta o arroz, todo incluido en el mismo plato. A media tarde café con pan nuevamente, y en la noche la cena, café con leche y tortillas recalentadas con manteca o queso. En mi casa no se llevaba esto al pie de la letra, en la contradicción antes señalada, pues mi papá salía muy temprano, hora en que almorzaba, y regresaba de Tuxtla para comer, volver a irse y regresar tarde en la noche a la cena. En la casa de mi abuela si se llevaba más o menos el asunto de las 5 comidas cotidianas, y fue ahí donde tuve mis primeros contactos memorables con el maíz. Se me olvidaba, a mediodía, que para nosotros, los niños que volvíamos de la escuela era a la una, la hora de escuchar a Kalimán, nos echabamos un pozol, bebida elaborada con masa de maíz, y que puede ser blanco, la pura masa resultado del proceso de nixtamalización y molido, o pozol de cacao, la masa molida con unos granos de cacao tostados. El pozol blanco se tomaba sin azúcar y con un puñado de sal en una mano, le dabas un trago al pozol y tomabas un poco de sal. Nunca me gustó. Me fascinaba y extraño, el pozol de cacao, sencillamente delicioso. A medida que te lo ibas tomando iba quedando en el fondo del vaso un asiento que se llama musú, y tienes que menear al vaso con una cadencia particular para evitar que se te quede en el fondo. Por ahí existe un chiste local, del joven que sale a estudiar a México, la metrópoli inalcanzable, que era en aquel entonces como decir que te ibas a estudiar al otro lado del mundo, y regresa después de varios años pretendiendo haber olvidado los nombres de las cosas cotidianas. Le ofrecen pozol, y dice, meneando el vaso "¿Que fregados es esto?" A lo que contestan los familiares que lo han esperado todos esos años y que están molestos con su actitud de citadino, "Iday, No Sabés que es pero bien que lo estás meneando". Alguna vez, ya estudiante de sociales o recién graduado, me tocó tomar el pozol al estilo tzeltal, en la selva lacandona, donde es el único alimento por la mañana, que permite aguantar la jornada hasta que se regresa a la casa al caer la tarde. Ahí se toma blanco y agrio, literalmente se le deja uno o dos días que se agrié un poco, y luego se bate la masa en el agua para preparar la bebida y se bebe. Nunca he sabido si esto ofrece alguna ventaja nutritiva, pero lo que si sé es que no me gustaba, y que me lo tomé infinidad de veces, consciente del honor que se me hacía al compartir conmigo el pozol de una misma jícara. Otra bebida de maíz que está muy buena es el tascalate. Para esta el maíz no se cuece, se tuesta y se muele junto con achiote, lo que le da el color rojo que lo caracteriza. Menos cotidiano que el pozol, el tascalate lo asocio con las idas a Tuxtla a los Jugos California de la avenida central, donde con leche o con agua, te aliviaban del calor de la capital. El pinol por último, es el maíz tostado y molido, y se puede tomar como el tascalate. Es un polvo seco seco, y si prefieres comerlo, asegurate de tener suficiente saliva, y por favor, no se te ocurra chiflar en el proceso. Mi tía, la única de las dos hijas de mi abuela que vivía con ella, se levantaba a las cuatro de la mañana a hacer el nixtamal, en el fogón, quedaba preparado a eso de las seis, se pasaba por la pichancha, que es una olla de barro llena de hoyos, para colarlo. Otro chiste local resulta de cuando estás tomando, y te empieza a hacer efecto, "Ya estás bolo", te dicen, y la mejor salida para no comprometer tu hombría es contestar, "´Caso estoy tomando en pichancha pues". El maíz nixtamalizado se llevaba al molino, que quedaba ahí nomás al lado. Joaquín se llamaba el molinero, y entre mi tío Joaquín, su hijo del mismo nombre, mi otro primo Joaquín que vivía con mi abuela, el molinero, su hijo y su nieto, eramos siete Joaquines en menos de doscientos metros. Dos de los sonidos que más recuerdo de mi infancia tienen que ver con el molino, el uno es de los cinceles contra las piedras de moler, cuando el molinero se levantaba a las cuatro y comenzaba la faena remarcando las estrías de las piedras, y el otro el del molino funcionado, mezclado con los ruidos de las conversaciones de las mujeres, que empezaban a llegar a eso de las cinco. El molino era el punto de encuentro donde las mujeres se comunicaban las noticias del día previo y tomaban energías de su convivencia para la jornada que empezaba. Siempre me admiraba como caminaban con una cubeta de esas de veinte litros sobre la cabeza, guardando un perfecto equilibrio y repartiendo el peso del maíz primero, de la masa después, a lo largo de toda la columna vertebral. Después, mi tía se dedicaba sus buenas dos horas a tortear, de sus puras manos salían las tortillas redondas, gigantes, caían al comal, se inflaban, vuelta del otro lado y ya estaba. Los días que no teníamos clase era estar ahí junto al fogón, esperando las primeras tortillas, las mejores, para comerlas con sal, deliciosas en su sencillez. Los días de clases, nosotros que comíamos tortillas de tortillería, esperábamos que llegara mi papá y nos llevará a casa de mi abuela, a la hora de la cena. Nomás de recordar como se deshacía la manteca de cerdo en las tortillas recalentadas se me hace agua la boca. La alternativa a la manteca era el queso fresco, delicioso como no he probado otro en los lugares en que he vivido, de sabor fuerte que hace sentir que los quesos del resto del país son insípidos, sin chiste. La parte que no era tan agradable, al menos para mi, tenía que ver con el proceso de cultivo del grano. Tendría yo unos siete años cuando mi papá y los tíos compraron el rancho de Berriozábal, y decidieron sembrar maíz en algunas hectáreas, con doble propósito, aprovechar el grano para nosotros y la pastura para las vacas. Por aquél entonces todavía rifaban las historietas mexicanas en sepia, y la que nos traía locos a mi hermano mayor y a mi era la que se llamaba Samurai, que contaba la historia de un inglés, Jhon Barry, que se había quedado en Japón y se había integrado a la cultura local, convirtiéndose en Samurai, enamorado de la dama Sumara, en constante pleito con un Samurai autóctono que se llamaba, si mal no recuerdo, Buntaro. Total que entre samurais y ninjas, nos la pasábamos jugando con Katanas de palo. Mi papá, consciente de la oportunidad que se le presentaba, acorde con su filosofía de la vida de que había que aprender de todo, nos compró dos machetitos rectos, parecidísimos a katanas, y dale a afilarlos con la piedra para aprender a chaporrear. Una vez que más o menos dominábamos el arte del chaporreo, con gancho incluído, un palo en forma de L que permitía juntar el macizo vegetal que ibas a cortar, procedimos a colaborar en el desmonte de las hectáreas mentadas. Se acabaron los fines de semana al sol, sin nada que hacer, y comenzaron las jornadas de trabajo fecundo en el campo. Obviamente nosotros no hacíamos todo, había trabajadores, pero esto sólo complicaba más las cosas, porque resultaba entonces que nuestra hombría estaba constantemente a prueba. Como portadores del apellido que tenemos, teníamos que trabajar al ritmo de los jornaleros del campo, sin hacer caras, y de preferencia chiflando. Que vieran que el cansancio nos hacía lo que el viento a Juárez. Después de desmontado el terreno, dedicamos un fin de semana a la quema. Me acuerdo que mi hermano el menor de los hombres, Sergio, que tendría entonces tres o cuatro años, en algún momento se quedó en medio del fuego, recuerdo a mi padre corriendo a sacarlo. No creo que haya habido mucho riesgo de una tragedia, pero algo hubo. Alguien aró la tierra, seguramente entre semana porque no recuerdo haber estado en ese proceso, y si nos tocó estar en la siembra. Con un bote de leche nido lleno de maíz amarrado a la cintura, signo de la modernidad que sustituía, según escuchamos, a los pumpos (bules en otras regiones de México) recorríamos los surcos, con la instrucción de dar un paso y soltar cuatro o cinco granos, taparlos con un pie, otro paso, y así hasta que se acabara el bote, de los grandes de a dos kilos de leche, esa era nuestra tarea. Niños al fin, se nos hizo fácil acortar la tarea tirando diez, quince granos en lugar de cuatro o cinco. Fue caer las primeras lluvias, brotar el macizo de milpas amontonadas de diez en quince y recibir una santa regañada. Nos salió barato. Después de las primeras lluvias, volvimos a las katanas, para limpiar la milpa de las hierbas silvestres que competían ferozmente con ellas. De nueva cuenta la regamos, pues no le medíamos del todo y nos llevábamos entre katanazo y katanazo uno que otro grupo de milpitas. Para evitar el regaño les hicimos sus montoncitos de tierra y las dejamos muy paradas. Nuevo error de novatos, porque antes de tres días se habían secado las muy ingratas, delatándonos en su amarillez. Total que a pesar del amontonamiento y los katanazos, la milpa creció. Recuerdo cuando hubo elotes, y nos fuimos los puros hombres, como siempre, al rancho, por primera vez en la vida, viendo a mi padre y mis tíos llevar unas ollas. Llevamos además un frasco grande de mayonesa. Llegamos, hicieron un fuego, pusieron a hervir algunos elotes y asar otros y fue un verdadero banquete. Pasaron otras semanas y llegó el tiempo de la pizca. Esa tarea si que está de la chingada. Las milpas están, claro, secas. Es decir, caminas entre ellas y quedas todo aguatado, lleno de aguate, que son los pelitos de las hojas, que te provocan una comezón insoportable, que sólo pasa cuando te bañas y te tallas a conciencia. Te acercas a la milpa y la agarras descuidada del punto en que se une la mazorca con la caña, del cogollo digamos, le das un tirón hacia abajo haciendo palanca con la mano con que la tienes agarrada, y en ese punto el que no debe estar descuidado eres tú, porque el cogollo es la casa preferida de los alacranes. A mi nunca me picó ninguno, pero si me tocó ver llorar a un hombre que se decía muy macho, cuando le tocó un alacrán güero en suerte. Juntas cuatro o cinco mazorcas tomándolas de la punta y caminas entre el milperío (aguatándote más) hacia un claro en donde se hacen montones, que envueltos en una red de ixtle son sacadas hacia el camino. Ya en casa las pelas, quitándoles el totomoste de una pieza, metiendo un pulgar por el centro, luego el otro y jalando la pura mazorca hacia afuera. Al segundo día de esta tarea se te borran las huellas digitales. La desgranada es fácil, con un olote en una mano haces presión sobre una mazorca y ves como van cayendo los granos. Es fácil y entretenido, porque lo haces sentado y platicando, cambiando nomás cada cierto tiempo de postura para no entumirte. Entre las malas experiencias recuerdo unas muy buenas. La pausa que se hacía en el trabajo a eso de las once o doce de la mañana para tomar pozol era un verdadero remanso de calma, arrullados por el canto de las cigarras, que va creciendo creciendo hasta que se hace uno sólo sostenido. Como ya les platiqué, a mi el que me gusta es el pozol de cacao, que además es menos riesgoso. Está por ejemplo el caso del Abel, unos de los jornaleros que trabajó con la familia toda la vida. Él prefería el pozol blanco, que como les dije, se toma con un puño de sal en la mano, trago de pozol, lamida a la sal. Resulta que agarró sal de un saco que estaba en la casita del rancho, se echó su trago de pozol, su lamida de sal y casi se muere, primero de la impresión y luego del envenenamiento, no era sal, era fertilizante. Con el pozol de cacao no hay riesgo, si tienen oportunidad de probarlo, no se olviden de menearlo y todo estará bien. Neta, sin maíz no hay país ¿Ya se dieron cuenta de todo lo que perdemos?

1 comentario:

Mellin dijo...

Hola Joaquin
Estamos buscando un productor de Tascalate. No conoces a alguien?
Somos de Alemania y hemos tomado la bebida durante nuestro viaje en Chiapas. Lo queremos comprar como polvo.
Contactenos por favor, si sabes algo.

mellin@web.de