viernes, 10 de junio de 2011

De volcanes y otras erupciones

Cuando éramos niños
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.
Mario Benedetti

Parte I 

El 29 de marzo de 1982 mi papá no salió de la casa. Se levantó, prendió la radio y al más puro estilo rústico chiapaneco que lo caracteriza, echó mano a una sabana, sacó su navaja y corte que corte nos hizo en tres patadas unas mascarillas para protegernos de las partículas que lentamente descendían y se posaban en todos lados, sobre el piso, los árboles y los tejados. Hacía unas horas el volcán Chichonal había hecho erupción, llevándose entre el fuego y las rocas un número todavía indeterminado de personas, desapareciendo algunos pueblos, y provocando en todo el sureste una lluvia fina de cenizas, que me hizo pensar que eso era lo más cercano a ver nevar que me iba a tocar en la vida.
Esta catástrofe venía a sumarse a la devaluación de febrero de ese año, de la que yo en aquel entonces no tenía noticias más que de forma indirecta. Me acuerdo que por esas fechas vendió mi papá una camioneta vieja, en poco más de mil pesos. El que se la compró la había visto unos días antes y no se veía muy convencido con el precio, hasta una mañana en que llegó con una bolsa de papel llena de billetes arrugados, revueltos como para hacer notar que eran muchos. Mi papá la agarró, entregó las llaves, se metió a la casa, prendió el radio, y salió inmediatamente después mentando madres: el peso se había devaluado fuertemente, y lo que hasta el día anterior era un buen negocio se había convertido prácticamente en una estafa. Para acabarla de joder, el cliente vivía a la vuelta de la casa, y todas las mañanas pasaba muy orondo en la camioneta arreglada, lo que le provocaba a mi padre su retortijón cotidiano. En aquel entonces yo no lo entendía mucho porque para mi, mil pesos era un montón de lana. Por esas fechas me había encontrado tirado en la esquina de mi casa un billete de cien pesos, de esos morados de Carranza. Mi mamá me lo administró y me había durado un montón de idas a la tienda. Otra imagen de lo que representaba la devaluación para mí en aquel entonces es el recuerdo que tengo de una portada de la revista Contenido, donde una mujer (¿O un hombre?) sostenía con cara de asombro un billete pequeñito, encogido, de cincuenta pesos, de los azules de Morelos. En la línea patriotera de la prensa de aquel entonces, en ese número o en el siguiente la revista nos tranquilizaba: en Argentina la devaluación estaba peor, imagínense que un refresco costaba miles de pesos. Un refresco miles de pesos, pues ni siendo familiar. La publicidad de la coca te decía que la botella familiar rendía cuatro vasos, con sus 700 mililitrotes que cualquiera se empina solito cualquier día de la semana hoy. Los cheetos, que eran mis favoritas, costaban ocho pesos, y los compraba el domingo, pues entre semana estaban fuera de mi alcance, en la tiendita de la escuela vendían nomás tacos fritos y tostadas.
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Después de las vacaciones de ese verano, regresamos al pueblo y me toco entrar a segundo. Me tocó en la escuela la maestra Betty la mala (había claro una buena) y fue el año escolar en que use los zapatos ortopédicos pues dizque tenía los pies planos. Si de por si no era bueno para los deportes, con los ortopédicos me volví una nulidad. Daba tres pasos corriendo para alcanzar el balón, o para correr a primera, y terminaba en el suelo. Los equipos se formaban a la manera clásica, los dos mejores jugadores encabezaban cada bando, se echaban un volado y el que ganaba pedía primero, luego el otro y así alternadamente hasta que nos repartíamos todos. Yo, por supuesto, era el último en ser escogido. Si el número de jugadores era impar, yo quedaba en el equipo que tenía más elementos. Si éramos pares, era de plano el último de todos. Si el juego era fútbol, yo era el portero, si era beisbol, primero al bat y jardín derecho. Esto aplicaba para la escuela y para la esquina de la casa en los juegos de las tardes.

Hubo una breve temporada en ese septiembre en que cambiaron los cosas. Regresé de Villahermosa con un bat de madera verdadero. Antes y después de eso, jugábamos con un palo cualquiera o de plano con la mano. Así que de plano cuando llegué con el bat tabasqueño, me impuse y me volví capitán de uno de los equipos. No me dejaba de molestar el ver la cara de fastidio de los que escogía. Estábamos un día de triste memoria escogiendo a los miembros de los equipos, y un primo se fue quedando al final, y nadie que lo escogía, y el grite que grite, cuando de repente sentí que me arrebataban el bat que tenía como cetro símbolo de mi poder, y al voltearme alcancé a ver como lo estrellaba mi tío, el papá de mi primo que faltaba, en el poste de la esquina que servía de tercera. Con el bat se rompieron mis ilusiones y mi poder temporal, recogí los pedazos y regresé a mi casa hecho un mar de llanto, y esperé con ansia que llegara mi papá y me hiciera justicia, o de pérdida me comprara otro bat. Pero no. Mi tío era su hermano mayor y ante eso no había nada que valiera en la verticalidad de la familia. Lo que si hizo, es que sacó inmediatamente su navaja, cortó unos buenos metros de cable que andaban rondando por la casa, se los enrolló la bat y procedió a quemar el plástico aislante para darle cohesión a los pedazos de mi vida. Al día siguiente salí, con mi autoridad restaurada, para ver como volaba un pedazo al primer intento de bateo.
En aquél entonces no entendí porque no me compraron otro, fue hasta mucho después que supe que mi padre estaba desempleado. Había dejado su trabajo seguro en la SAHOP después de asociarse con otro de mis tíos para concursar por varias obras que harían como contratistas independientes, seguros de ganar los concursos por los contactos de un primo de ellos. Con lo que no contaban era con el agudizamiento de la crisis y la suspensión de los planes de obra pública, de donde resultó el desempleo y los nulos ingresos al hogar paterno durante un buen tiempo. Total que sin bat ni Kalimán, y con las madrizas y regaños que la maestra Betty le acomodaba a mis compañeros todos los días, comencé a volverme un poco retraído.

Por ese entonces salieron los primeros refrescos que rompían las proporciones y en lucha encarnizada de las pequeñas empresas ante la coca, una marca local “Rey”, sacó una presentación de medio litro. Así como lo leen. Medio litro de burbujeante sabor que se deslizaba por tu garganta, en las competencias de “a ver quien se lo acaba primero”. Y en un esfuerzo todavía mayor, sacaron la promoción “El rey paga”. Si te salía una corcholata con esa leyenda, el tendero estaba obligado a darte otro refresco. Mi primo el Heras, por una vez listo, se dio cuenta que si observabas por abajo la corcholata antes de destapar la botella, se alcanzaba a apreciar una sombrita en las que estaban marcadas. Durante días entonces llegábamos con jarras que sustraíamos de las casas, y nos tomábamos un litro o dos de refresco cada uno, hasta que nuestro estómago inflamado no daba más. La coca no tardó en percatarse del efecto que estaba teniendo el “Rey”, y sacó a su vez el refresco Sinrival, también de medio litro. Tal vez sea ese el primer estribillo de un comercial que recuerdo, de tan repetitiva que se volvió en radio y televisión la campaña: “Sinrival es mi refresco, mi refresco es sinrival” para cerrar con una voz de un niño, con un rarísimo (para nosotros) acento cubano que decía “Cosa má grande caballero”. Así que el “Rey” fue destronado, al tiempo que la sabritas y la coca hacían acuerdos con el director de la escuela y entraban de lleno a la tiendita de la cooperativa. Entre eso, mis zapatos ortopédicos y el terror que me ocasionaba la maestra Bety, pasé de estar sobre los árboles y corriendo la media hora que duraba el correo, a perder 15 minutos haciendo fila para comprarme un Sinrival de naranja, y perder los otros 15 dándole la vuelta a la escuela a paso lento, observando a todos jugar mientras me tomaba mi refresco.
Otro cambio de ese segundo año de primaria fue que me quedé sólo en la escuela. Sólo sin primos ni hermano, quiero decir. Terminaron los tres la primaria y se pasaron a la secu, y yo me quedé a la espera de los primos menores, en esa frontera tan jodida de ser el menor de los mayores y el mayor de los menores, sin contemporáneos propiamente dichos que me acompañarán en las batallas cotidianas de la escuela. Lo que pasa es que había llegado tarde a mi nacimiento y de ahí en adelante a todos lo demás compromisos venideros. Si me hubiera adelantado tantito, hubiera nacido en noviembre, otro hubiera sido el mes y el día de la muerte de mi abuelo que se fue unas horas después de que yo llegué, jodiéndome los cumpleaños de por vida. Pero no, nací en las primeras horas del mes de diciembre de 1974.

Lo peor del caso es que mi papá andaba ocupado en los menesteres de la muerte del suyo cuando vine al mundo, y mi abuela materna, que se suponía apoyo de mi mamá no estaba. “Esas son cosas de mujeres”, decían mi papá y el de mi mamá. Así que entre ausencias y la cancioncita esa que dice: “Me siento tan sooooooólo, me siento tan tristeeeeee”, pues no se puede decir que mi madre estaba rebosante de alegría por hacer traído otro (el segundo) hijo al mundo. Peor tantito porque por el retraso nací morado, así que me mandaron directo a la incubadora. En esas primeras horas mi mamá escuchaba dos llantos a lo lejos, imaginándose que el más ronco era yo, pero no. También llegué tarde a la repartición de voces roncas, así que me tocó un tono agudo que me jodió buena parte de la infancia. “Tienes voz de vieja”, gritaban los primos y los niños en el recreo. Yo me aguantaba las ganas de llorar, pues siempre he sido de lágrima fácil. Cuando no lloro de coraje, es de tristeza. Hasta de alegría se me vienen las lágrimas.

Lo que de plano fue el colmo es que nací con los pelos parados y con cara de asustado, como si me hubiera resistido a nacer conciente del horror cotidiano de afuera. Así que me pasé mis primeros dos años de vida rapado, en un casi vano esfuerzo de mis padres por aplacar algo la mata de abundante cabellera parada que dios me dio. Ante la disyuntiva de que me vieran como un indio pelos parados o como un pelón pelonete cabeza de cuete, mañana te quemo por ser alcahuete, mis padres escogieron la segunda. Desde los dos años tuve los cabellos más o menos acostados y en consecuencia me los dejaron crecer, pero el sonsonete ese me lo siguieron recetando los primos por un buen rato. Considerando que nací yo y en sincronía casi perfecta murió mi abuelo, no hubo duda posible, me pusieron Fortunato Manuel como él, como mi tío, como mi bisabuelo, como el chozno que firmó el acta de independencia de la Provincia de Chiapas, que fuera parte de la Capitanía General del Guatemala. La manía de la repetición de los nombres llegó al extremo de que mi tío Tiburcio, que no tuvo hijos varones, le puso Fortunata Manuela a la pobrecita de mi prima sin pensar en las consecuencias en su salud mental en la adolescencia: “Manuela, hazme-la-tarea por favor”, debe de haber escuchado miles de veces con pequeñas variantes.

Urtusuástegui de primer apellido, nunca tuve problemas mientras estuve en Chiapas para que escribieran mi nombre en miles de ventanillas, pero nada más salí del estado y casi se me ha hecho costumbre presentarme como Fortunato Manuel Urtusuástegui ¿Cómo? Urtusuástegui, sin h y con s, acento en la á. Crecí en los Valles Centrales del estado, que más bien parecían ironía que toponimia verdadera: para donde voltearas se veían los cerros. Un poco más lejos y hacia el este en los días soleados teníamos un atisbo de las montañas de verdad, de los Altos de Chiapas. Los terracalentanos de los valles y los coletos de los Altos se habían pasado todo el siglo XIX peleándose la sede de los poderes del estado, que al final quedó en Tuxtla. Cómo los coletos estaban íntimamente ligados al poder eclesial en esos ayeres, en los Valles se desarrolló una cierta tradición anticlerical que se refleja hasta ahora en los nombre de firmes resonancias latinas, así que nosotros, de bautizos, curas y misas, nada.
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