viernes, 3 de junio de 2011

Viajes


Tuvimos un sirenito
justo al año de casados
con la cara de angelito
pero cola de pescado...
(Banda sonora permanente de los viajes entre mi pueblo y Tuxtla en los ochentas. Autor: Rigo Tovar. Solo por si alguien no lo sabía)
Parte II de Crónica de 30 años de crisis ininterrumpida 1982 - 2012
1982. Los efectos de la crisis y la devaluación se fueron sintiendo cada vez más mientras pasaba el tiempo, aunque yo no supiera (pero si sufriera) lo que era eso. Hasta ese año cada vez que viajábamos a Villahermosa a ver a los abuelos, nos íbamos en avión. Mi abuelito mandaba un giro y en menos de lo que canta un colorado, teníamos el dinero para comprar los boletos, y en un instante más, 25 minutos después de subirnos, aterrizábamos en Villahermosa. Tal vez estoy exagerando. Para cobrar el giro teníamos que preparar una expedición de ..., el pueblo de donde soy y crecí, a la oficina de Telégrafos en Tuxtla. Lo primero era subirse a empujones y codazos al camión, que salía cada hora del pueblo, hasta la madre de gente, bicicletas y gallinas. Con varios viajeros agarrados a la escalera que había detrás que permitía subir al techo donde había otra pirámide de costales, atados y animales. Casi nunca podíamos ir sentados, y el viajecito de más de una hora, que ahora se hace en media en los microbuses, se volvía una tortura. A mis 7 años era punto menos que imposible mantenerse despierto mientras el motor del camión revolucionaba con un quejido ronco, lento, hasta que llegaba al clímax de la velocidad, para después quedar en punto muerto y empezar su quejido ascendente de nuevo. El problema que se presentaba es que nunca he podido dormirme de pie, y más de una vez quedé parado gracias solamente al apretujamiento de todos contra todos. Alguna vez aunque parecía imposible dado el amontonadero, al demadejarme presa del sueño se hacía mágicamente un espacio y daba con mis huesos en el suelo. Después de semejante suplicio, llegábamos a Tuxtla, caminábamos seis o siete cuadras hasta el centro, y recomenzaba la tortura. Pocas cosas peores hay en la vida de un niño que hacer fila durante horas, literalmente pegado a la faldas de tu madre, con la amenaza del robachicos pendiendo sobre tu cabeza. Más una vez nos tocó que después de dos horas de fila, resultara que el primer apellido de mi mamá, González, estuviera escrito Gonsales, gracias a la brillante ortografía del telegrafista de turno, y entonces era pasar otra hora de tormento, ahora frente a la ventanilla que decía. Aclaraciones. Confusiones tendría que haber dicho. Después una combi con nuevo apretujamiento a Aeroméxico, sobre la avenida central, otra fila y por último, nueva combi y camión de regreso.
Después, llegado el día, nos llevaba mi papá hacia el aeropuerto del Llano San Juan, ubicado en la única zona de la región de los Valles Centrales donde hay niebla de manera casi permanente, lo que ocasionaba que un día si y otro también se cancelaran los vuelos ¿A quien se le había ocurrido construir ahí el aeropuerto? Pues al gobierno de mi General Castellanos Domínguez, que era por supuesto el dueño de los terrenos de marras. Me acuerdo de una vez en particular, en que mi hermanito se quedó casi desnudo pues ya habíamos documentado, y en la larga jornada de espera Laco se fue desmadrando paulatinamente la ropa que tenía puesta: primero la camisa, cuando se le cayó un refresco encima, después el pantalón, cuando se sentó sobre el chocolate, y la pérdida total que representó el vómito sobre si mismo que le ocasionó la sobredosis de golosinas en su tierno estomaguito campirano de dos años.
El regreso de Villahermosa en ese enero de 1982 fue la última vez que volamos en muchos años. El primer efecto concreto de la crisis mi vida fue que se suspendieron los giros del abuelo, y comenzamos a viajar en camión, en el Cristóbal Colón que representa la única opción de transporte público foráneo en el sureste. El alivio que representó el evitar las idas a Telegráfos nacionales no compensaba pero ni de lejos las 7 horas de tortura que representaba el viaje de Tuxtla a Villahermosa, en los camiones DINA, orgullo de la industria paraestatal lopezportillista, terror de mi hermano mayor y mío.
El primer viaje de triste memoria en La Colón, lo íbamos a realizar en semana santa de ese año. Debido a la erupción del Chichonal tuvimos que cancelarlo, y asistimos desolados a la posibilidad de no ir a Tabasco ese año, a la playa, a la tele a colores, a la tienda de mis abuelos donde nos llenábamos la boca de chicles mi hermano y yo. Pero si. Mi abuelo, que nos quería mucho en tanto primeros nietos, decidió ir por nosotros haciendo un largo rodeo, por el istmo de Tehuantepec, en un viaje de doce horas que además le serviría para estrenar y calar su Malibú color vino tinto, recién sacado de la agencia. De más está decir que sería el último auto que estrenaría en los años venideros.
El viaje estuvo chido. El Malibú era una lancha en la que íbamos cómodamente repartidos 6 personas. Las doce horas que tardó se pasaron como agua, a pesar de las mortales curvas de La Sepultura entre Chiapas y Oaxaca, las ráfagas de viento que casi nos voltean en “la ventosa” y los cientos de baches que nos atrasaron en Tapanatepec.
...
En ese mismo 1982 tuvimos un curso teórico práctico de política económica nacional. La primera lección se dio en las vacaciones de verano, cuando se concretó la pesadilla de la viaje por tierra de Tuxtla a Tabasco, a través de la Sierra Norte de Chiapas. Trescientos kilómetros en siete horas de pesadilla. Llegamos en la noche a la Colón, atiborrada de gente olorosa a sudor, amontonada, atentas a la cacofonía que salía de las bocinas de trompeta que había en la sala de espera, sorprendido yo de cómo podían entresacar entre la jerga ininteligible que vomitaban los aparatos en cuestión alguna información útil sobre la salida de los camiones a los distintos destinos. Me empezó a dar miedo, y le pregunté a mi mamá que porque no íbamos en avión como siempre, escueta me contestó “Por la crisis”. Estaba tan asustado que no le pregunté que significaba eso.
La única imagen que tenía del entonces presidente, José López Portillo, era la de los días del Informe de Gobierno, días peores que los domingos. No había escuela y en la tele y la radio no pasaba otra cosa que la voz e imagen del Presidente. A mi me sorprendía como si parecía que la gente lo quería tanto, como si le hacían valla kilómetros y kilómetros a su convertible descapotado mientras se dirigía al Congreso entre lluvias de confeti, mi tío Graco decía cada dos por tres “Nos deberíamos juntar todos los Urtusuásteguis como antes y alzarnos contra los federales”. La verdad es que lo atribuía a que era el loco de la familia, todas las familias tenían uno y ese era el nuestro, el loco Graco. A mi el loco me daba tanta risa como a mi papá encabronamiento, cuando se ponía a hacer sus poemas sobre el Presidente “Jolopito no sea ratero, devuélvanos el dinero” decía mi tío cuando se reunía la familia, mis primos y yo nos mirábamos con la risa contenida, y los tíos y mi papá con la rabia desatada. Esto último particularmente cuando mi tío metía los poemas en un sobre y decía que se los iba a mandar al Presidente. “No seas pendejo, te van a matar”, saltaba mi papá desde sus cien kilos y su metro con ochenta de estatura, hacía mi tío el loco, chaparrito, flaco, enjuto, pero con una mirada desorbitada. Invariablemente la escena terminaba con el portazo de despedida de mi tío, que a lo lejos gritaba la frase ritual: “Nos deberíamos juntar todos los Urtusuásteguis como antes y alzarnos contra el gobierno”.
De la política entendía poco, realmente nada. Sólo sabía que cada cierto tiempo las calles se llenaban de banderines tricolores y de fotos de señores con las siglas del omnipresente PRI. No sabía que existían otros partidos, aunque habían unos postes que decían PAN, y una vez estuvimos de babosos tirados de la risa como diez minutos mi hermano y yo, porque muy serio preguntó ¿Por qué no escribirán en los postes “galleta saladita”?
Sabía muy poco de política pero entendí perfecto que ciertas cosas no se debían ver el día que en víspera de elecciones el pueblo amaneció lleno de pintas que decían “Partido Mexicano de los Trabajadores, por la Unidad de la Clase Obrera”. Aunque no entendí nada, el jalón de pelos con el que mi madre me metió a la casa de la cuál había salido a ver como los policías se aplicaban con la brocha para borrarlas fue formativo. Aprendí también que había cosas que era mejor no oír la vez que regresábamos de Tuxtla y la carretera estaba bloqueada por un montón de gente. Alcancé a escuchar que por el equipo de sonido un orador gritaba “Libertad a los presos políticos de la CIOAC” y pregunté desde la inocencia de mis seis o siete años “¿Qué significa la CIOAC y quienes son los presos políticos?” “Déjate de pendejadas que ya viene la policía” me dijo mi padre, con el fondo musical de las aspas del helicóptero del gobierno del estado, mientras maniobraba para salir del atolladero. La única vía posible fue el camino de las carretas, que corría paralelo a la Panamericana. A la primera sacudida de la camioneta entre las piedras, me estampé con la frente en el tablero. Me regresó al asiento mi padre de un manotazo, mientras me gritaba “Agárrate y cállate” y oprimía el acelerador a fondo, con lo que me provocó otro golpe, ahora contra la puerta. Regresamos al pueblo dando un rodeo de tres horas por Villaflores.
Con ese magro conocimiento de la política nos subimos al camión de la Colón mi mamá, mi hermano, mi hermanito de brazos y yo. Nos sentamos ocupando cuatro asientos en fila con el pasillo de por medio. Nada más arrancar el camión, empecé a marearme por el olor a combustible quemado que llenó mi tierna naricita. Sostengo la teoría de que los gases del escape se metían al camión de alguna manera y que podíamos haber muerto. La primera hora fue soportable. Llevaba mi muñeco de Kalimán (ya lo había perdonado, aunque seguía sin escuchar la radio) y mi hermano que iba a mi lado llevaba un Santo, así íbamos felices de la vida jugando. El problema empezó cuando llegamos las curvas de la subida a San Cristóbal, en el tramo que se agarraba hasta El Escopetazo, donde está la desviación hacia Villahermosa. Estuve aguantándome las ganas de vomitar hasta que uno de los que iba en los asientos de adelante lo hizo. El olor a comida fermentada revuelto con alcohol y el ruido de las arcadas que le destrozaban la garganta me provocaron las propias, que traté de bloquear con la mano, con lo que logré bañarme en mi vómito. Mi hermano me hizo segunda, el pequeño se puso a llorar, y supongo que lo único que impidió el suicidio de mi mamá fue su instinto materno, el de supervivencia seguramente yacía aniquilado. Amanecimos en Villahermosa prácticamente desnudos, madreados, hambrientos y deshidratados. Kalimán y Santo habrán hecho la dicha de los hijos del limpiador de los camiones pues se nos olvidaron en los asientos.

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