jueves, 10 de noviembre de 2011
Miss Sinaloa
A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, hay una camioneta Ford Explorer blanca, con los vidrios polarizados y sin placas. La niña-mujer aborda el vehículo donde se alcanza a distinguir apenas la silueta del chofer, que deja constancia de su autoridad y prepotencia con el acelerón y rechinido de llantas con que se va.
A la orilla del estero donde desemboca el arroyo Jabalines, al lado de donde sale el Mazatún para todo México, había una mujer, que se fue quien sabe para donde.
Se adivina con quien.
El Estero se llama El Infiernillo, con nombre que sabe más a confesión.
martes, 8 de noviembre de 2011
Apuntes de viaje: La vez que no había retorno
Desde la salida y hasta Estación Dimas que está pasando el kilómetro 60 de más de doscientos, el paisaje es el que rodea mi pueblo. La selva seca que sólo reverdece con las lluvias, con los mismos árboles, casi los mismos nombres y los mismos usos, tal palo que sirve para poste, tal otro para leña. Atraviesan la carretera las urracas y chachalacas de por allá, y también acá gritan que no hay cacao. En ese primer tramo literalmente languidecen a orillas de la autopista cuatro o cinco comunidades. Una de ellas, El Pozole, sobrevive en torno a la vieja y derruida estación de trenes que daba vida a la microregión. Se acabaron los trenes de pasajeros en el remate neoliberal, y ahora los únicos visitantes que se ven pasar son los migrantes que van colgados del tren, sin esperanza. El sur de Sinaloa ha sido excluido del desarrollo, escucho cada dos por tres. Y si por desarrollo se entiende presas y distritos de riego, pues si. Nada más pasar Estación Dimas comienzan a extenderse hasta donde la vista alcanza los campos agrícolas tecnificados. Cientos y cientos de hectáreas de maíz híbrido o transgénico que en apretadísima sucesión dan la impresión de que las cifras sobre importación de granos básicos no pueden ser ciertas. Pero son. En cada cerco una placa de Monsanto o Pioonner señalando que ahí se siembra tal o cuál semilla patentada por ellos y que da mejores rendimientos. Y de la localidad de Costa Rica hacia el norte, los últimos 80 o 100 kilómetros del recorrido, los campos agrícolas están aderezados por miles de invernaderos dónde se producen los tomates y hortalizas que todos consumimos. Como para dar miedo la cantidad de agroquimicos que está anunciados a orilla del camino. Sinaloa es un poco como Sonora y tantos otros lugares del país, que miran sobre todo y ante todo hacia si mismos. Así, en los noticieros de la radio mazatleca predominan las noticias sobre la pesca y el turismo, cuando y como se levanta la veda de camarón, cuantos gringos y canadienses van a invernar acá. En cuanto comienzas a sintonizar las radios culichis, la temática cambia, como está el precio de la semilla, cuanta agua hay en las presas.
Generalmente viajo hacia Culiacán temprano y regreso cayendo la tarde, con el sol metiéndose en el mar de Playa Ceuta. Cada que paso por ahí no puedo evitar recordar la rolita de Manu Chao, y me dejo arrastrar un poco por la nostalgia del sur profundo donde crecí. Como para oír la canción mixteca y enjugar con pudor una lagrimita. Pero como he contado en otra ocasión, el hogar está ahora dónde están Adriana y los niños, y frecuentemente me asalta la duda de si el regreso a los mares del sur no será la crónica de una decepción anunciada, cuando vea que nada es como solía ser, que el país todo está como está. El otro día que fui a Culiacán aprecié más que nunca el hogar mazatleco, pues no podía regresar. Me cae. Salir de Culiacán por el libramiento de la Ley del Valle fue un martirio. Iba en la camioneta grande, para estar a tono con el entorno, y cerca del aeropuerto, dónde están construyendo el puente que no va ninguna parte derrapé y casi le pego a un poste de luz. La libré apenas, para distraerme unos metros más adelante y estar a punto de estamparme en un carro de esos deportivos de vidrios polarizados con los que más vale no meterte. En el crucero de la Ley había un tráfico encabronado, y con la vuelta al horario real empezó a oscurecer sin que dejara la zona suburbana de la ciudad, generándome una sensación de apremio y de que las cosas podían salir mal y era mejor y más prudente estar en casa. Al llegar a la caseta de Costa Rica, no había paso. Según que se había derramado amoníaco sobre la carretera y quien sabe a que hora se podría pasar. Que esperaba o me iba por la libre. Por la sierra. Por la sierra de Sinaloa, en la carreterita estrecha que usan los traileros para ahorrarse una lanita. ¿Cuanto va a tardar? Pregunté. No sabemos, contestó el de la caseta, pero ya casi sale para allá el equipo de limpieza. Pucha. Ni siquiera había salido, así que decidí atravesar Costa Rica e irme por la libre. Para esas alturas me sentía como Truman tratando de salir de su pueblo, con todo en contra. Falta un incendio, pensé, pero no, empezó a llover. Con la lluvia y la falta de conocimiento termine enfilado hacia Los Mochis. Empecé a considerar quedarme en el primer hotel que se me atravesara y no seguir retando al destino. Decidí hacer un último intento y retomé el camino hacia Costa Rica. Atravesé el pueblo pensado en que era igualito que Miguel Alemán, el pueblo de la costa de Hermosillo donde viven los jornaleros agrícolas. Expendio tras expendio de Tecate y Pacifico, gente en las calles con la mirada perdida, pensando de seguro, como yo, en el sur donde crecieron y lo lejos que ahora están. Salí del pueblo y en la carretera que conecta con la libre. De repente, a mi izquierda, se alzó una barda como de fortificación alemana de la segunda guerra mundial, que se extiende durante muchos cientos de metros. Este es el rancho del Mayo que tiene en Costa Rica, pensé, y mejor aceleré pensando en que iba a atravesar parte de la sierra con noche cerrada.
A esas alturas ya estaba muy preocupado, dudando de la posibilidad de llegar a Mazatlán ese día o cuando fuera. Como siempre que viajo llevo el ipod y el aparatito que transmite en FM, decidí poner música para relajarme en la vida y concentrarme en el camino ¿Qué pongo? Pensé ¿Alguien en particular, una lista, las 25 más escuchadas? Ya me las sé todas, y de repente si dejo la reproducción aleatoria me llevo una buena sorpresa. Decidí hacer eso, pero para no andar retando de más al destino, dejé que corrieran las canciones en orden alfabético. Escuché al Rockdrigo (Acerca de mi, acerca de ti), Sabina (Ahora que...), Silvio (Al final de este viaje) me dio escalofrío; Manu Chao (Amalucada vida) y otras que comienzan con A que me metían un poco más de presión, progresivamente, con la sensación de que algo iba a pasar, de que no podía ser así nomás porque sí toda esta cadena de obstáculos y casualidades, que quien sabe si algún día iba a llegar a Mazatlán a mi casa con los míos, o si me iba a quedar en otro espacio recorriendo por siempre la carretera Federal 15, tan lejos del sur, en territorio narco, en la camioneta Ram . A lo mejor ya me morí y esto es el infierno, pensé. Se terminó otra rola que comenzaba con A, y mientras veía a lo lejos entre la lluvia un letrero de esos verdes que nombran las localidades de orilla de la carretera, todavía ilegible por la distancia y el agua que escurría en el parabrisas, se hizo un silencio en la cabina. Cuando estaba a punto de tomar con precaución el ipod para ver que pasaba que no seguía, llegué a suficiente distancia del letrero como para leerlo. Mientras se formaba en mi mente la palabra que tenía el letrero verde de orilla de la carretera, salió la mismísima palabra del ipod en un proceso de sincronización perfecta: Baila, decía el letrero, Baila baila bailarina cantó Víctor Manuel. fue tan abrupto el asunto y me trajo tantos y tan chidos recuerdos, que sentí perfecto como se rompía el maleficio, y tuve entonces la certeza, ahora sí, que llegaría a Mazatlán a abrazar a Víctor, Joaquín y Adriana. Así pasó. Días después verifiqué en el google earth y si, si existe a orillas de la carretera federal 15 una localidad que se llama Baila. Y de la canción de Víctor Manuel pues ni que decir.
martes, 13 de septiembre de 2011
Martes
Ciao.
lunes, 22 de agosto de 2011
De como me volví pastor
Decir la verdad -La mía-, es mi obligación
Soy responsable del timón pero no de la tormenta
José López Portillo
VI Informe de Gobierno
Parte IV de Crónica de 30 años de crisis initerrumplida 1982-2012
Acabó 1982, pero la crisis estaba apenas comenzando. Mi tío el loco Graco seguía inspirado y la realidad política nacional le daba material de sobra para los versos que componía en el aire. En esos primeros días de 1983, el poemilla maldito que andaba recitando decía, Jolopito, no sea llorón, ladre menos, defienda a la nación. Mi papá y los tíos se permitían sonreír cuando lo escuchaban, pues había un nuevo monarca y López Portillo ya no pintaba nada. Para tranquilizar un poco a la gente que había perdido todo en los meses previos, De la Madrid empezó su gobierno con “ánimo renovador”, pero no vayan a pensar que se trataba de revisar la vida nacional, o democratizar el partido de Estado. No. Era una renovacioncita, moral le decían, y tenía por fin según esto combatir la corrupción. El chivo expiatorio de la crisis que agobiaba a los mexicanos era El Negro Durazo, quien había fungido como Director de Policía y Tránsito en la Ciudad de México durante el sexenio de López Portillo. Empezando por el apodo y terminando con el oficio, no se imaginaba uno en esos años a alguien más malo que El Negro Durazo. Por eso, durante el sexenio de López Portillo, al DF mejor ni ir. Había matanzas y todo ahí, y como se sabría después, El Negro estuvo siempre involucrado. Como la matanza del Río Tula, en enero de 1981. Imagínense nomás, doce muertos. Fue tan grande la sacudida que hasta película se hizo sobre el asunto. Como aquel otro descubrimiento de cadáveres en 1964 en San Felipe del Rincón, en Guanajuato, los de Las Poquianchis ¿Se acuerdan? También fue tan duro el trauma que llegó a libro y película. Fácil se imagina uno a las mamás clasemedieras de los setenta, advirtiendo a las hijas: Cómete la sopa o te van a llevar Las Poquianchis. O las de la segunda mitad de los ochentas, hijo pórtate bien o te roba El Negro Durazo. Porque si, comía niños como Idi Amín, que también es de esos años ¿Cómo ven? Como ha cambiado el país, que si se hiciera ahora una película de cada matanza, seguramente habría un auge encabronado de la industria cinematográfica nacional.
Allá lejos, en Chiapas, no nos enterábamos de los entresijos de la política nacional más que por uno que otro número de la revista de Los Agachados de Rius que llegó de alguna forma a la casa. Pero de Los Agachados recuerdo más bien asuntos de política internacional. Entre brumas me acuerdo del número donde se habla del escándalo del Watergate, caricaturizada la cinta incriminatoria como un buñuelo. Me acuerdo también de otro, que comienza con la pregunta ¿Quién fue César Augusto Sandino? Y la figura del político burgués de siempre de Rius contestando, Fue un hijo de la censurado. En fin, que por eso vía no había información. Pero gracias a dios, hasta allá hasta allá donde vivíamos llegaba la Alarma! La vendían en un carro, un vocho que recorría las calles del pueblo con una bocina, voceando los titulares de tan importante medio de comunicación de aquellos años: Mocháronle la choya, encontraron un mujercito a su lado. Violóla, matóla y luego suicidóse, la pérfida era infiel. Cambia a su esposa vieja por dos chicas jóvenes, las cínicas se dicen señoritas. Y así por el estilo. Para el caso de El Negro, una de tantas portadas que le dedicaron decía precisamente, A Idi Amin Durazo lo espera la cárcel, Corrupto Saqueador de México, el Pueblo espera su castigo. O, por si alguien tenía dudas, Durazo y Sahagún Baca ordenaron la matanza del Río Tula. En el primer caso aderezado con fotografías panorámicas de las propiedades de ensueño del malévolo Durazo, y en segundo con las fotografías de los cadáveres de los narco colombo-mexicanos ejecutados. Y mientras eso pasaba y Durazo huía, y su jefe de escoltas nos enteraba del detalle de la corrupción con su libro sobre El Negro, y se filmaba la película respectiva, con los policías de albañiles celebrando el día de la Santa Cruz, la crisis arreciaba. Los precios subían de golpe y de un día para otro y no había como asegurar el abasto, de las cosas que no se producían ahí. Con la comida más o menos la librábamos los domingos de mercado, cuando bajaba la gente de las rancherías a vender maíz, frijol, gallinas, huevos y verduras. Entre semana a las 6 de la mañana pasaba la señora con la canasta de pan y el sonsonete ¿Va a comprá pan? Un poco después venía otra que decía ¿Va a queré crema y queso? Y en la noche pasaba Doña Rosa gritando por la calle ¡Tamalitos de bola y chipilín! Todo lo anterior a precio accesibles y con coitán, es decir, con pilón para los clientes frecuentes. Hagan de cuenta como las tarjetas de puntos de Soriana. De vez en cuando además, se dejaban caer las juchitecas desde el istmo, con sus canastas rebosantes de camarón y pescado seco, acompañados de los totopos de maíz. Pero el abasto de todo lo demás era una bronca. El azúcar por ejemplo. No te la vendían en las tiendas a menos que compraras otras cosas. Algo así como si compra yo-yos de colores le vendemos azúcar. El nescafé. El jabón Corona, o de pan como le decía la gente, o el jabón de polvo o Ariel que estaba apenas entrando y conquistando a las lavanderas del pueblo. Se supone que había un control de precios con supervisores y toda la cosa, pero como que no muy funcionaba. En la tienda de mi abuelo había dos medidas para contrarrestarlo: una clave que era negro y azul, donde cada letra era un dígito del cero al nueve, para poder poner los precios reales en las latas y frascos. Y un billete siempre listo para la visita del inspector de la Secofi. A esos mis siete años del 83, me tocó una vez que estaba en Villahermosa en la tienda del abuelo, cobrando y mascando chicle, y me dijo mi abuelito querido que iba ahí nomás a la vueltecita, al andén por donde entraba el carretón de la basura del mercado Pino Suárez, a arreglar algo. Que si llegaba el inspector le diera un billetito de a cien pesos. Total que mi abuelo saliendo y el inspector entrando, y yo con mis siete años de encargado, y él que se identifica y me empieza a preguntar los precios del nescafé, el jabón de polvo y el azúcar, y yo tartamudeando y tratando de agarrar el billete disimuladamente y pasárselo, hasta que se desesperó y me dijo, ya dame el billete, y para la otra ponte buzo. Ya casi acababa 1983, así que la renovación moral y los comerciales de Justino Morales como que habían valido un poco madre. La única media chance de hacerse de estos productos en Tuxtla era caerle a la tienda del ISSSTE a la que tenía derecho un tío, salir corriendo al enterarse de una nueva alza en los precios, pues ahí se tardaban un poquito más en actualizarlos. O estar pendientes de cuando llegara el camión que surtía a la CONASUPO, y comprar un poco, racionado, antes de que el encargado revendiera todo a los tenderos del pueblo. Una chinga pues. Muchos días no hubo azúcar, y otros mi papá no tomó su nescafé, y mi mamá lavó la ropa con el jabón de pan que tanto le molestaba, pues no hacía espuma, no tenía chaca chaca.
Esa precaria situación, hizo que me padre santo retomara los valores del rancho donde creció, y significó una nueva carga de trabajo para el suscrito y su carnal, pues a mediados de ese año compró ocho patos, diez gallinas, un gallo, quince borregas, un borrego y un chivo maligno, quesque para garantizarnos la comida por si las cosas se ponían peor. Y entonces fue que me volví pastor.
Y con la pastoreada llegó la música.
lunes, 18 de julio de 2011
Lunes
Lo que son las cosas, antes, cuando niño y joven, los que no me gustaban eran los domingos. Como les conté en otra ocasión, me parecían un día enmedio de la nada, un puente apenas entre el sábado de desmadre y el lunes de inicio de semana. Desde niño los recuerdo así, con el calorcito de verano que me tumbaba en la cama al mediodía, escuchando a lo lejos la música de marimba, que lo mismo era por un festejo que amanecía en su tercer día (celebremos con gusto señores) que por un cortejo fúnebre que avanzaba lentamente sobre la calle central, hacia el rumbo de los conos de la CONASUPO, derechito hacia el panteón (adiós muchachos compañeros de mi vida). Ahora los domingos son Joaquín y Víctor, Adriana: la felicidad pues.
Pero hoy es lunes.
martes, 12 de julio de 2011
Apuntes de viaje: La Habana II
El primer día hubo sol. Como todavía no empezaban de lleno las actividades del Congreso, cambié los pesos y los euros que llevaba (sale más o menos igual) y me apersoné en la entrada del hotel para platicar con los porteros y ver para donde y como podía moverme para conocer La Habana. Resulta que en concordancia con lo que sucede en la economía toda, en La Habana hay tres tipos de taxis: los primeros son carros de modelo reciente, oficiales y pertenecientes al Estado, el chofer es empleado público y se cobran en los pesos convertibles que equivalen a un dólar (cucs) y supuestamente deberían funcionar con taxímetro, que no me tocó ver a nadie usando. Los segundos son "piratas", sus dueños son familiares de personas que obtuvieron la autorización (y en algunos casos facilidades de pago) por parte del Estado para adquirirlos después de años al servicio de la revolución, se cobran también en cucs y también son modelos no muy antiguos, de los noventas. Los últimos son los carros que hasta hace unos días eran los únicos de libre compra-venta, modelos 59 y anteriores, que la iniciativa e ingenio del pueblo cubano ha mantenido funcionando en estas décadas a pesar del bloqueo, se cobran en los que los cubanos llaman Moneda Nacional (MN) y dan servicio colectivo. Para que se den una idea, 1 cuc equivale a 25 pesos MN. Según lo que pude averiguar los salarios oscilan entre los 400 pesos MN (los porteros) y los 1000 pesos MN (los maestros universitarios).
Previa negociación con un mulato de nombre ruso que tenía un taxi “pirata” (25 cucs por 4 horas), me lancé a la aventura de conocer La Habana. Recorrimos los lugares de cajón, la Plaza de la Revolución, el lugar donde está el Granma (en ese vino Fidel de tu país a liberarnos), mi sorpresa ante su tamaño, tratando de visualizar a 82 personas ahí. El museo de la revolución (por fuera) la plaza donde está un tanque de guerra (“con el que Fidel bajó a un avión yanqui en Playa Girón”). No resistí el cliché de tomarme un helado en Copellia (1.50 cucs). La Habana Vieja, con sus edificios coloniales con el paso del tiempo bien marcado. Casi ninguno con pintura nueva pero todos vivos, habitados. La plaza frente a Catedral donde tomé en dos minutos una tacita de café fuerte, amargo. Enseguida pedí un refresco de cola y casi me desmayo cuando me sirvieron una coca, envasada en México para acabarla de chingar. El “paladar” El Guajirito para comer picadillo, con arroz y frijoles, o congrí como le dicen los habaneros. En ese y otros restaurantes en cucs, vi siempre dos o tres mesas ocupadas por familias cubanas -¿Cómo le hacen? Pregunté, pensando en los 20 cucs de la cuenta. “Igual que para comprar un televisor o un dvd, la gente se programa, ahora hay más porque es el fin de cursos y a los niños que les va bien en la escuela los traen acá”. La cola en la panadería. Las tiendas en MN con gente entrando y saliendo en la compra de básicos, las otras en cucs donde se merca el jabón, los shampoos, perfumes y demás parafernalia a la que estamos tan acostumbrados los clasemedieros mexicanos. Los precios más o menos los mismos que acá en lo superfluo, infinitamente más baratos en lo básico. El malecón de La Habana. Gente, gente por todas partes a pie, en bicicleta, en carros viejos, gritando, discutiendo, bailando.
Al final de ese recorrido tenía claras algunas cosas que se fueron confirmando en los días posteriores. La cubana es una economía en tres carriles que discurren paralelos. En uno juegan todos, en MN, con libreta de racionamiento de por medio, que les permite cubrir a precios irrisorios la luz, el gas, y una canasta básica con arroz, frijoles, viandas (yuca, papa o plátanos) y dos o tres cosas más. Además están los mercados campesinos, o también llamados de “la oferta y la demanda”, donde corre la MN. Ahí llegan las cooperativas campesinas que tienen la tierra en usufructo a raíz de las reformas impulsadas por Raúl, a vender sus excedentes. Entre la libreta y los mercados campesinos, los habaneros se alimentan todo el mes. El segundo carril es del mercado en cucs, abierto a todo aquél que los tenga, donde se consiguen las cosas que les comentaba arriba: jabones, shampoos, desodorantes, pasta de dientes, y un surtido mayor en alimentos. Son todas tiendas del Estado. Y el último carril es el que discurre en torno al turismo, también en cucs, en establecimientos de inversión mixta abiertos a los cubanos pero con precios un poco más altos, sin que lleguen a ser escandalosos. Pasados a cucs, los salarios cubanos son muy bajos, así que una buena parte de la población de La Habana complementa sus ingresos con las propinas, las actividades independientes y “lo que se pega”, o “lo que se mueve de lugar”.
Las propinas que vienen del turismo. Es un bálsamo para la vida de un chiapaneco acostumbrado al servilismo impuesto a la gente que está en una posición de servicio, el ser atendido con franqueza y desenfado. Se sirve una mesa porque se tiene que servir y ya. Se te busca un taxi. Se ofrece un servicio cualquiera, sin servilismo.
Las actividades independientes de reparación de todo por “cuenta propia” electrodomésticos, calzado, ropa, casas, autos, de todo todo. “Acá el que no es chapistero y te hace una salpicadura de un pedazo de metal, es zapatero o sastre o panadero independiente”.
“Lo que se pega” en los centros de trabajo del Estado ¿Cómo? Si, al que trabaja en una panadería se le pega harina, al que trabaja en la construcción se le pegan materiales, al que trabaja en los jardines se le pega el combustible de la podadora, al que trabaja en una tienda se le pegan mercancías, y a los inspectores se les pega un poco de todo. Es decir, “las cosas se mueven de lugar” de los centros de trabajo hacia las casas particulares, sin cubrir los cauces institucionales. Digamos que vendría a ser un mecanismo popular de redistribución de la riqueza. Los que te comentan eso dan por hecho que en cuanto la situación y los salarios mejoren eso se acaba. Ante la incredulidad del suscrito, insistían que teniendo un buen salario todos se dedicarían “a cuidar su centro de trabajo, que es de todos chico”.
Toda la gente con la que platiqué está orgullosisima de su sistema de salud y de la educación gratuita. Todos tienen algún pariente que se ha visto en problemas graves de salud y ha salido de ellos sin gastar ni un peso.
Más tarde esa noche, en una cena oficial con funcionarios medios cubanos, Directores Generales de empresa, miembros del partido, explicaba mi confusión, que es la de muchos, ante las reformas sobre el pequeño comercio y los cuentapropistas. Uno de ellos me decía que era algo que se debía de haber hecho hace mucho. Que las cosas se burocratizaron y la economía se estancó y que ahora era necesario dinamizarla sin renunciar a los principios de la revolución. Que el problema era la pasividad de la gente, acostumbrada a que el Estado resolviera las cosas y a ser empleados estatales todos, que muy pocas microempresas se habían registrado. –Ah chingá-, pensé. Y resulta que lo que he visto es todo lo contrario, una creatividá y ganas de vivir que rebasa los límites del aparato estatal. Me quedó claro que las reformas mentadas reconocen una situación de facto, que lo que se dice “innovar” ya se dio hace un rato gracias a la gente. En esa cena escuché más de veinte veces: “México es el país que más nos gusta después de Cuba”. “Lástima que ahora estamos un poco separados”. “¿Y cómo está la situación del narcotráfico? Acá la vida es muy segura”. No sirvieron puerco y congrí, y estaban pidiendo una salsa picante para un servidor, cuando les dije que yo de chile, nada, que nunca me acostumbré. Al rato llamaron a los músicos y pidieron una canción de Manzanero. Al ver que yo no cantaba el que presidía la mesa me dijo –Oye chico, es que tú eres de la CIA., no comes picante y no conoces a Manzanero, coño-. Risas y reivindicaciones chacoteras de la diversidad cultural del mexicano de por medio, seguimos departiendo alegremente, con mojitos y cervezas. En esa cena conocí también una canción que compuso uno de los Comandantes de la revolución, Juan Almeida, y que se llama La Lupe. Acá la versión de Silvio que está en la red. Me gustó más la versión guapachosa de la cena.
A partir del segundo día estuvo nublado y lloviendo. Conocí y platiqué ampliamente con un grupo de campesinos de distintas provincias, que estaban presentando los resultados de su trabajo en cooperativas de reciente formación, de las que tienen la concesión en usufructo de la tierra. La mayoría dice que ahora que están trabajando así les va bien, que ya producen un poco más, y que las cosas ya no se echan a perder, porque ellos se organizan para distribuir los excedentes en el mercado de la oferta y la demanda. Al inicio del ciclo agrícola hacen un convenio con el Estado, comprometiendo parte de su producción a precios preestablecidos. A cambio, reciben un adelanto en especie, en los insumos que necesitan para trabajar. Al final entregan lo acordado al precio idem, y mercan libremente el resto. No hay intermediarios como tales. El que tiene transporte se los alquila. La economía campesina discurre toda en MN. Uno de ellos llevaba el original de un oficio en el que autoridad provincial le reconocía los aportes en toneladas de leche en polvo a los centros de distribución estatal, y a la menor provocación se lo enseñaba a todo el mundo. Casi todos me enseñaron fotos de sus casas y su familia, casas de de dos habitaciones, de ladrillo, con techo de lámina de asbesto la mayoría, con tele y equipo de sonido. Todas electrificadas, muchas con energía solar, y los de una comunidad con una pequeña turbina de generación en un río. Ellos también orgullosos de la salud y la educación gratuita. Para propaganda me pareció muy elaborada, y días después me dijo un habanero inconforme: “Acá los que se salvan son los guajiros, son muy limpios”.
Las casas en las que entré, incluyendo un departamento chiquito en La Habana Vieja, tienen estufa de gas (una eléctrica), refrigerador, televisión, dvd y reproductor de cds. La queja es que no hay lavadora casi en ninguna casa. Donde vi comida casera en preparación, era arroz, con o sin frijoles y viandas.
La música y el baile son otra cosa. Uno se imagina desde acá por lo que conoce que es así, pero la imaginación se queda corta. Para donde tú voltees ves a alguien bailando, en la calle, en la tienda, en la plaza. Chingón. Salsa, reggaeton y hip hop. Como para no bailar de la pena por lo mal que uno se ve en comparación. También vi a un cubano con cara de tristeza: no se le daba el baile. Para consolarlo le dije que yo era mexicano y no comía chile. Como que no me creyó.
Una actividad floreciente en el mundo de los cuentapropistas es la venta de discos y dvds quemados, así que por distribución de música no se para. Lo mismo oí en los lugares de baile (discotecas) a Jennifer López y Pitbull con el éxito del momento, que la salsa de siempre y el hip hop auténtico habanero. En La Habana el que puede pagar 6 cucs la hora tiene acceso a Internet (de velocidad media) libremente en los hoteles, y conocí a un maestro que tiene Internet en su casa. De ahí sale la música del momento, luego a los cds “piratas-legales” y de ahí a las pistas de baile. No estuve tanto tiempo como para pronunciarme respecto a la libertad de expresión en Cuba, pero escuché en una discoteca llena de cubanos lo siguiente:
Hay confusión
En toda la población
Ahora resulta que es muy normal
Que haya una clase empresarial
Es que este mundo está más loco
A los gobernantes les patina el coco
Otra persona me dijo lo mismo: “La gente está confusa chico, hay gente que cogió cárcel por cosas que ahora son legales”. Sobre la consulta para las reformas el mismo interlocutor me dijo que se había dado de dos formas, una abierta en los CDRs, y otra con encuestas anónimas en los centros de trabajo, por iniciativa de Raúl. Que la segunda era la buena.
Al final, con un pie en el estribo del avión de regreso, tuve oportunidad de platicar y conocer la casa de una cubana, maestra de la Universidad de La Habana. Tenía 18 años cuando triunfó la revolución, sin estudios. En los primeros años logró estudiar una licenciatura, y después ya en la Universidad el master y el doctorado. Ha viajado a congresos y eventos en varios países de Latinoamérica, y se mostró más que dispuesta a platicar a fondo de todo. Como todos los otros cubanos con lo que platiqué, me recibió con una amabilidad y cariño que te hacen sentir en casa. Me ofreció café, lamentándose de que se hubiera “liberado” y no estuviera más en la libreta. Defendió la revolución a capa y espada, aunque con una visión crítica sobre la burocratización de la que siente que van saliendo. Como no defenderla -me dijo, si tengo un nieto con problemas, con discapacidad, y no hemos gastado un peso en su atención, la madre recibe un salario para dedicarse a él de tiempo completo, y dos veces por semana viene acá a la casa una terapeuta. Casi al irme, tomó una hoja de papel y una pluma, trazó una línea por el medio, y me comentó, con tono didáctico:
“Te lo voy a poner de manera gráfica. De este lado estamos, con carencias, con cuentapropistas y empresas mixtas, que tienen una participación del 51% del Estado. De este otro lado están ustedes, con las transnacionales acabando con la pequeña empresa y los recursos de los países capitalistas. Nunca vamos a cruzar esta línea”.
Al último, al despedirnos, reafirmó –Téngannos confianza chico, somos el pueblo cubano-.
Yo, con la cortedad de haber estado sólo 5 días comiendo, viviendo, bailando, maravillado de la vitalidad y la creatividad del pueblo cubano, se la tengo. Como dijera otro mexicano que conocí allá, las cosas están díficiles pero se siente que todos están en el mismo barco. Hay esperanza.
De nuevo, o por primera vez, hay que ir.
domingo, 10 de julio de 2011
Apuntes de viaje: La Habana
Con todas esas cosas en la maleta emprendí entonces un viaje cargado de preguntas y lleno de temores, digamos que sin exagerar, había que ver si hay futuro, o si por el contrario, Hobbes tuvo siempre la razón. Abordé el avión con la nota en La Jornada que reseñaba la última reforma cubana: las casas y los autos se pueden comprar y vender libremente. Aderezó alguito el viaje una escala en Panamá, que duró 30 minutos efectivos, suficientes para ver apenas y desde el aire, la masa oscura y contrastante del Canal, y pensar unos minutos en la bandera panameña, en Torrijos y Carter, en Noriega, en Latinoamérica.
Pasada la medianoche aterrizamos en el aeropuerto de La Habana. Entre el sueño y las ganas de verlo todo, pasé por los espacios de revisión y aduanas sin fijarme, sin sobresalto alguno y cuando me di cuenta estaba fumándome uno de los últimos marlboros que me quedaban y tratando de empezar a nombrar las cosas que veía: un aeropuerto con área de llegadas atrapada en los setenta, con una entrada moderna, donde cubanos y extranjeros esperaban a amigos y familiares. Lo primero que noté en el estacionamiento es que había más carros de los que esperaba, ninguno se veía nuevo, pero ninguno se veía más viejo que diez o veinte años como mucho, europeos la mayoría: Peugeot los taxis, Fiat los otros. Amabílisima, la mujer de la agencia que esperaba ese último vuelo nos puso en el mismo taxi a los tres mexicanos que íbamos para el mismo hotel, nos subimos y empezó a rodar. La carreterita que unía el aeropuerto con la zona metropolitana de La Habana, bien. Ya quisiera Tuxtla una calle así para una fiesta de domingo. Me sacó de mi abstracción la voz estentórea del taxista, que me preguntaba algo sobre mi turno. -Chin-, pensé. Nos subimos al carro equivocado, a ver si no nos metemos en una bronca. -¿Qué?- Alcancé a balbucear. - Qué si todos van al Hotel Nerturno, chico-, repitió. Nerturno. Neptuno. Me reí y recién entonces me la creí. Estaba en Cuba, recorriendo el camino del aeropuerto hacia La Habana. El cuadro se completó con al ruido del motor de un ford de los cincuenta que se nos atravesó en la primer entronque de la ciudad. Ver en la siguiente esquina la primera gasolinera fue impactante, tenía un supercito de conveniencia. El primer semáforo en la primera glorieta fue el acábose: funcionaba, y además tenía un tablero donde se contaban lo segundos que faltaban para el cambio. Había alumbrado público. Jardines. Las calles estaban limpias.
-¿Son mexicanos? -Preguntó el taxista.
-Si-, contestamos al unísono. ¿Y que quieren vel de La Habana?-. Todo, respondió uno. -La Habana Vieja y El Vedado-, dijo la otra. Yo me quedé pensando, y entonces tomó forma la idea que me había dado vuelta en la cabeza en los últimos quince días en que no pude quitarme de la cabeza el sonsonete ese de la canción de Carlos Puebla que dice "A Cuba y a Cuba, a Cuba iré".
-A la gente-, respondí.
Sabía que el asunto que me había llevado hasta ahí me iba a permitir platicar con un chingo de gente en los siguientes días. Así fue. Conversé con campesinos, obreros, funcionarios, periodistas, educadores, gente de a pié y sobre ruedas. Entré a algunas casas. Comí con ellos. Bailé.
Aclaro que fueron nomás cinco días efectivos pero me apliqué. Aclaro también que no pretendo ser objetivo ni mucho menos. Tampoco tengo ínfulas de oráculo o de interpréte. Faltaba más. Entre ayer y hoy pensaba en como platicar lo vivido. Como respuestas a preguntas que nos hemos hecho, en conjunto o individualmente. O como opinión sobre lo que está pasando después de haber estado. O mejor como una crónica salpicadita de anécdotas. O como me salga. Casi me decidí por esto último.
Y como son las doce de la noche y mañana muy temprano salgo para el norte, y sobre todo tomando en cuenta que como dijera la Julieta Venegas, "hay tanto que quiero contarles" mejor ahí la dejo. Mañana seguimos y terminamos. Tampoco se trata de hacerla de emoción.
martes, 28 de junio de 2011
No llueve
Cae una gota de agua, grande, gorda, haciendo un agujero en la tierra y dejando una plasta como la de un salivazo. Cae sola. Nosotros esperamos a que sigan cayendo más y las buscamos con los ojos. Pero no hay ninguna más. No llueve.
Nos han dado la tierra. Juan Rulfo
Pasó el 24 de junio y nada que llovió. Apenitas anoche cayó una lluviecita cutre, ligera, casi tierna. Se alcanzó a sentir un leve aroma a tierra mojada y Joaquín corrió a la ventana y dijo -Está lloviendo-, para regresar luego a lo que estaba haciendo. Nada pues.
No sé que trae este año que noto en todo el mundo -incluyendo al suscrito por supuesto- una añoranza terrible de la lluvia. Será que han sido tantas y tan jodidas las malas noticias, que esperamos un poco de agua para lavarnos las manos y la cara.
Desde el fallido 24, no dejo de recordar otras lluvias de otros tiempos.
Me acuerdo por ejemplo de las lluvias en mi pueblo, antes de que las calles estuvieran encementadas tan horriblemente como hoy. La lluvia era el comienzo de la aventura, cuando corríamos al lado del arroyo donde habíamos soltado los barquitos de papel, con apuesta de por medio a ver cual aguantaba más. Doscientos metros más abajo de la casa, donde ahora van a poner la Boedega Aurrera que pone en jaque al pequeño comercio pueblerino, se despedazaban las naves y definíamos ganadores. Me acuerdo también de las lluvias que preferían la noche, y del repiqueteo en el techo de asbesto del cuartón donde hacíamos como que dormíamos escuchando el agua. Si llovía un poco más temprano nos quedábamos sin luz, en el otro cuarto de adobe y techo de teja que hacía las veces de comedor, sala y cocina, y jugaba entonces a encontrar formas en las sombras vacilantes de las velas en las vigas del techo. También hacíamos figuras y erámos un poco más felices que los otros días. Si el chubasco nos agarraba en la casa de mi abuela, en lugar de velas nos alumbraban los quinqués hechizos de frascos de nescafé con petróleo, con una una tira de tela haciando las veces de la mecha, distribuidos a lo largo del corredor, y veíamos las lluvia desde las butacas cayendo en el patio del árbol de aguacate, comiendo una tortilla grande con manteca, tomando un cafécito con leche para el alma. No recuerdo una sensación más reconfortante.
Recuerdo también la lluvia interminable de San Cristóbal, los días y noches en que no paraba de caer una lluvia suave, que te daba una falsa sensación de que podías salir y retarla, caminar el mundo en la búsqueda de los otros, para terminar totalmente mojado después de un cuarto de hora. Tuve unos zapatos rotos que me hicieron acostumbrarme al agua y encontrar un uso diferente a los periódicos, y tuve un chuj de lana basta, que guardaba todavía el olor del borrego, que me sirvió de impermeable varios meses, por aquello de la grasa que guardó cuando lo hilaron y tejieron. De ahí de Sancris recuerdo una de las lluvias peores, en la casa esa del barrio de Santa Lucía, que tenía dos pisos. Fue una noche después de levantarme, verme en el espejo y constatar los estragos de tres o cuatro días de excesos, viendo a un tipo que me veía a su vez con los ojos rojos y apagados, flaco, sucio, jodido, barbón. Me senté entonces en una silla de la sala del segundo piso frente al ventanal que ahí reinaba, y estuve torturándome desnudo y frío, viendo caer la lluvia fina y sintiendo como nunca la tristeza.
También me acuerdo de la multiplicación de las sombrillas de la estación de trenes Termini de Roma, cuando vimos con sorpresa Adriana y yo como surgían en las puertas montones de migrantes de Bangladesh, cada uno con un ramillete de paraguas, repitiendo lo que tal vez era la única palabra en italiano que importaba: piove, piove, piove.
Extraño también en estos días la lluvia de Hermosillo, siempre tan escasa y tan escandalosa. Nunca he escuchado tanto ruido antecediendo al chaparrón, con los truenos que barren el desierto como tanteando el suelo, a ver que tan sediento está. Una vez, cuando erámos tres, estabámos en un parquecito y nos llegó el aroma de la tierra del desierto mojada, antecediendo por segundos a una tormente de arena, que anunciaba a su vez el agua. Me quité la camisa para tapar a Joaquín, y un poco ciegos y un mucho gozosos, corrimos hacia el carro que nos permitió poner distancia. Todavía no supero la sorpresa de saber que existen los sapos del desierto, que se entierran durante meses y años a esperar el agua que los haga renacer, para enloquecer entonces en un frenesí reproductivo, y dedicarse luego a comer hasta hartarse y más allá, antes de regresar bajo la tierra, a esperar, otra vez.
Sé que cuando llueva por fin acá, se soltará la vida, y con ella las montañas de zancudos que te obligan a guardarte.
No importa.
Seguimos esperando.
Todavía no llueve.
martes, 21 de junio de 2011
De la pedagogía del esfuerzo
domingo, 12 de junio de 2011
A Matteo Dean
Mario Benedetti
¡Ay Matteo, Mateíto, compañero, que madriza nos has puesto! Como dice el Soto, el problema en común de la muerte y la vida es que comparten una encabronada falta de puntería. Digo, habiendo tanto cabrón asesino suelto y te toca a vos. Desde la mañana en que me desperté con la noticia hasta ahorita, he estado jodido, con la opresión detrás de los ojos y la garganta atorada, buscando que hacer. Mi primer impulso fue viajar para estar con vos y con los otros, con los nosotros que de por si somos, con los que fuimos ¿Sabés Mateíto, Matteo, compañero? Siempre llego tarde a estas madres, o no llego. Es una de las desventajas de esta vida gitana que llevamos. Cuando se fue mi abuela la materna estaba en Querétaro, y entre los arreglos del viaje y el examen de italiano que tenía en el embajada para la beca, llegué nomás a llorar, cuando ya no estaba. Peor con mi abuelo. Llegó Adriana al salón de La Sapienza, a decirme, y alcanzamos a llegar a Castro Pretorio, donde me bajé a llorar desconsolado, desde el otro lado del oceáno. Eso fue allá en Roma, en tu país de origen compañero. Nunca estuvo mejor dicho eso del país de origen, porque tu país de destino siempre fue México. Acá estoy pues, desconsolado y sin saber que hacer, pues por un ratito ya no pude comprar los boletos, ya no llego a despedirte compañero. Y como no sé que hacer, escribo.
¿Te acordás hermano? Nos conocimos en el local del Frente, debe haber sido en el 96. Llegaste con otros italianos que poco a poco se fueron, mientras vos poco a poco te quedabas, abriéndote un espacio en el corazón de todos. Eran los años del Comité Civil de Diálogo 2 de octubre, de los 20 que nos multiplicábamos volanteando, marchando, organizando y convocando a marchas estudiantiles un día si y otro también y la gente llegaba ¿Te acordás? Si, seguro te acordás pues compartiste todo, lo que había y no, el entusiasmo por cambiar las cosas que traías de por si, con las certeza de que se podía que se confirmaba en cada convocatoria que tenía eco. Yo también me acuerdo. Me acuerdo del tiempo en que decidiste viajar por el país y por Estados Unidos, y que regresaste sin dinero en el tren de la ruta del migrante. Hasta Palenque llegaste sufriendo de regreso lo que a tantos otros les toca de ida. De ahí me llamaste. Las vías se acababan y no tenías dinero para completar los 300 kilometros que faltaban para Sancris. Como es obvio, yo tampoco tenía, pero entre todos juntamos un poco, apenas lo suficiente para el camión y algo de comer, para que regresaras con nosotros.
¿Te acordás después de los meses de La Trampa? Eras mejor activista que cocinero, y el negocio al final no resultó, pero resultó en cambio como un punto de encuentro. O sea que sirvió para lo mero bueno. Cuando cerrabas y poco a poco íbamos llegando varios, y platicábamos de la vida, de los cambios y de lo que se venía y de los pocos que nos íbamos quedando en Sancris mientras los demás se iban moviendo al DF. Hacia allá fuiste luego, y allá nos vimos varias veces ¿Te acordás cuando trajiste tu experiencia altermundista europea, y armaron un grupo en ciudad monstruo? Yo si me acuerdo. Me acuerdo también cuando sacaron el reportaje en Reforma de varias páginas, y en varias aparecías vos, y te nombraban el dirigente del grupo, ya sabés, el güero extranjero que venía a manipular a los chavitos mexicanos. Es increíble como el tiempo pasa y el poder no cambia. Siempre los mismos argumentos. Nosotros sabíamos que eras vos, y la Bárbara, y el Jorge, y la Amanda, y el Soto, y los demás del 2 de octubre transplantado que probaban ahora a revolucionar el mundo, un poquito en otra escala.
Un poco antes de eso, de que te fueras, fue la huelga de Sociales ¿Te acordás? Yo si me acuerdo. Me acuerdo de que en los varios días que duró, contra todo pronóstico la asamblea crecía. Empezamos sesenta y terminamos trescientos ¿Te acordás de esa última asamblea, la decisiva, en la que no cabía la gente en el auditorio y se votaba desde afuera? Seguro que te acordás, ahí estabas. En contra de mi encarecida recomendación de que no fueras, de que tuvieras presente que en México el artículo 33 y etcétera, de repente se me acercó una chava a la mesa, y me dijo -¿Conocés al extranjero que está allá al fondo? -lo dejamos entrar sólo porque dijo que te conocía. Y desde el fondo sonreías. Si, les dije- Es el Matteo, no es extranjero-. Y te quedaste con nosotros hasta la media noche en que firmamos la minuta.
Y de las largas noches en que platicábamos en mi casa o en tu casa, y no nomás de revolución y marchas. La ciencia ficción siempre me ha gustado, pero gracias a vos conocí, para no soltar más, a Philip K. Dick ¿Todavía te gusta? A mi si. Y muchos otros que he conocido en estos años, y que me hubiera gustado platicar con vos, con una botella de vino, o una cerveza en la mano.
La última vez que te vi, fue en marzo de 2001, cuando la marcha del color de la tierra pasó por Querétaro, y se quedaron vos y muchos otros en la casa que me prestaba la familia de Adriana. Es una lástima, no la conociste. Llegaron tarde en la noche y se fueron temprano, y después ya no nos vimos. Te hubiera caído bien. También mis hijos. El Joaquín desde los dos años va a las marchas, y al Víctor ya le tocó la primera. Van bien. En esa ocasión te pintaste el pelo de negro, pero no alcanzó compañero. A veces subestimamos al poder. Al poco de la marcha zapatista te pasó lo que a otros tantos, te citaron al INM dizque para hacer un trámite, y te aplicaron el 33. Así, como al Gianni Proeittis hace poco. Viaje exprés de vuelta a tu país de origen ¿Y si sabés, verdad, que entre otras cosas, fuiste una de las razones para vivir en Italia? Valía la pena conocer un país donde había gente como vos.
La última vez que hablamos fue en el 2003. Adriana y yo estábamos en Roma y te llamamos a Trieste para pedirte un paro. No se pudo. Me quedé dolido y recordando tu llamada de Palenque. Digamos que era equivalente. Al tiempo dije, son muchas las cosas que hemos vivido juntos, muchos y muy fuertes los amores. Queda un chingo de vida por delante, si seguimos en lo que estamos nos veremos y aclararemos todo. Valió madre compañero, no alcanzó la vida para hacerlo, se pasó el tiempo.
Regresaste a tu país de destino, a México, y comenzaste a escribir en Proceso un día, en La Jornada otro. Leí varias veces lo que escribiste. Hacia el año 2008 fue la última vez que te oí. Estaba escuchando la Bemba en Hermosillo, cuando reconocí con sorpresa tu voz. Estabas en un enlace del Contacto Sur de Aler desde Chile, hablando de reformas laborales. Ahí supe que colaborabas con el CILAS. Vos no lo sabés, pero compartimos ondas hertzianas compañero. Ahora pienso que que pendejo, que que chido hubiera estado que colaboraras en Política y Rock & Roll, como experto en temas laborales y migratorios, que estábamos al alcance de tres llamadas y un correo.
Déjame te platique que somos un chingo, que a todos lados donde hemos ido Adriana y yo desde la última vez que nos vimos, hemos encontrado gente buena, que se organiza y que está hasta la madre y que quiere cambiar las cosas. En Hermosillo hay muchos. Ahí, como contigo y los otros, hice grandes y comprometidos amigos, y existe una raza chida que también se da cuenta de como estás las cosas. En estos últimos años, Matteo, Mateíto, compañero, he fantaseado con la idea de poder juntar a todos con los que he compartido luchas, y junto con mi familia que ahora es parte indispensable de lo que soy, cambiar el mundo ¿Sabés? Ya somos muchos, y hoy como hace 15 años que nos conocimos, sigo pensando en que si podemos. En ese grupo amigo querido, compañero, tienes un lugar en primera línea, junto a los de antes y los de hoy.
Dice el José Alberto, nuestro Che, que todos los que te conocimos tenemos un poquito de ti. Vale madre compañero, la neta es que es cierto, pero en estos momentos no alcanza, no es consuelo.
viernes, 10 de junio de 2011
De volcanes y otras erupciones
los viejos tenían como treinta
un charco era un océano
la muerte lisa y llana
no existía.
Mario Benedetti